Estoy acostado en el centro de la sala, sonriéndole al único mueble que quedó: el candelabro del techo. Me pierdo entre el limbo de la luna, la y el trance de Ana.
Deseo que el momento dure para siempre. Cada nuevo siglo debería comenzar así, como un día de campo a puerta cerrada.
Guillermo abre la botella de Buchanan’s y rellena nuestros vasos. Tiene rato que dejamos de combinar El whisky con agua mineral. Puro shot. Extiende la mano y me acerco la botella al rostro.
—¿Verdá que los piratas bautizan sus barcos?— Le preguntó a Ana. Ella chilla de emoción.
—¡Hay que hacerlo! Con la botella vacía—dice Guillermo deteniéndola.
Ambos se ponen de acuerdo con una mirada. Me doy cuenta de lo que planean demasiado tarde. Guillermo me sujeta por la espalda y Ana va hacia la botella en mi boca. Okay, con qué me están retando. Uno… dos… tres…cuatro… El whisky salpica cuando me carcajeo. Ana se termina lo que quedó de un trago. Y me abraza y nuestra risas se funden.
Quizá eso somos ella y yo en el fondo: hermanos.
Nos ayudamos para llevar la botella hacia la esquina de la sala sin caernos. Ya no pienso, sólo siento. Siento su cuello en mi mano por un instante y cierro los ojos. Ella me sostiene.
—¿Listo?— me entrega la botella.
El cuadro de Van Gogh me mira desde lo alto. La noche estrellada. Mi cabeza sube y baja al contemplar ese cielo agitado.
—Hermosa…
Y ante mis ojos, el cielo de la pintura cobra vida. Los remolinos giran. La villa rompe el silencio. La estrella de la mañana arde en su inmensidad.
No sé qué sucede. No sé nada.
Ana descansa su cabeza sobre mi hombro. Y juntos contemplamos la pintura. Un palmo separa nuestros labios. Sujeto su cabeza y la acerco a la mía. Ella suelta una risita e interponer la botella entre nuestras bocas. Me guiña un ojo.
Tiene novio.
Sin alejarse de mi, inclina la cabeza hacia la pared. Aprieto la botella y la arrojó contra la esquina pero no consigo más que fracturarla.
Ana intenta recogerla, yo tan vale… Ah y tengo que sujetarla. Guillermo se nos acerca y recoge la botella. Lo escuchamos chasquear la lengua en desaprobación. Tantear el peso de la botella y la azota contra el suelo. Me cubro la cara de la explosión de cristales y por entre mis dedos veo a Ana gritando. Guillermo escapa de sus manotazos y se tambalea hacia el baño.
Ana y yo quedamos solos en la sala. Un cristal le cortó el tobillo.
—¿Puedes guardar un secreto? —me pregunta.
Asiento.
Ana me jala hacia el piso para sentarme a su lado. Nos recargamos contra la pared. Mis ojos siguen sus manos y después al trozo afilado de cristal que sostienen.
—Cierra los ojos —me dice.
Lo último que veo es a Ana mordiéndose los labios, después siento el cristal en mi labio inferior. El sabor amargo de mi propia sangre se torna dulce cuando une sus labios con los míos.
Eduardo Anaya Camargo