El frío penetra profundo bajo tu piel y la oscuridad lo cubre todo. ¿Dónde estoy? ¿Por qué no puedo moverme?, te preguntas. Y como si las invocaras, escuchas varias voces que te animan a despertar. Al unísono celebran cuando por fin abres los ojos y descubres la lámpara de luz blanca asegurada al techo.
No puedes moverte, un brazo rodea tu cabeza, percibes el clic, y entonces logras girar el cuello para ver a los cuatro hombres de largas batas blancas que aplauden y se felicitan entre ellos. El mismo que liberó tu cabeza de la correa, también desabrocha las ataduras de tus manos y piernas, pero aún no eres capaz de levantarte. Tienes el cuerpo adormecido por lo que supones es anestesia, así que permaneces quieto.
No comprendes porqué miran los monitores y no a ti. No reconoces el lugar, ni tampoco recuerdas tener padecimiento alguno. Sabes que es un hospital, sabes que son doctores. No sabes cómo llegaste ahí. Respiras profundo antes de hablar, el olor a químicos, alcohol y el frío te invade los pulmones. ¿Qué pasó?, preguntas. Pero ellos parecen no escucharte. Como respuesta mencionan que tienes actividad cerebral dentro de los parámetros normales y se abrazan entre ellos.
Tranquilo, te dice el que se ha quitado la careta y el cubrebocas, pronto estarás en casa. Sus ojos marrón exploran la superficie de un cuerpo que no responde a tu voluntad. Vamos a conectarlo, dice. Y lo siguiente que ves son las manos de un médico rubio que te presiona el pecho. Luego, la pesadez en el tórax se expande y el abismo te arrastra al ensueño.
Durante el letargo, imágenes aparecen sobre el lienzo abismal que es tu mente. Y de pronto son recuerdos. Una tarde de verano con dos niños a quienes llamas hijos, una mujer castaña y delgada que te sonríe, es tu esposa. Las mismas personas configuran un flash tras otro de eventos: cumpleaños, aniversarios, parrilladas, el número 33 son un par de velitas sobre el pastel, los globos, viajes a una cabaña, un coche y la eterna carretera con curvas bordeada por un interminable paraje de encinos. Cada escena es un instante, fragmentos inconclusos e inconexos. Esa es tu vida, lo sabes, pero no está claro cuándo y cómo, pues el primer plano apenas te muestra tus brazos cubiertos de vello grueso y oscuro. Y de pronto, miras al espejo tus ojos verdosos y a la izquierda, el reflejo de un camión que conduce a tras de ti prende las luces, giras el volante para hacerle espacio, pero, aun así, el extremo trasero golpea tu coche y la sensación de caída te obliga a abrir los ojos.
Reconoces el techo de tu habitación, el aroma a durazno que utiliza tu esposa como perfume, el olor del sudor se desprende de las sábanas y se mezcla con el remanente de champú, sexo y líquido lavanda para trapear. Te incorporas sobre el colchón, el cuerpo te pesa como si tus huesos fueran de piedra. Al borde de la cama encuentras las pantuflas. Los pies pálidos indican que no te has asoleado. Quieres levantarte, lo piensas, ordenas a tus músculos tensarse para que puedas ponerte en pie. Lo logras después de unos segundos, y aquellos movimientos que desde niño fueron involuntarios, ahora debes procesarlos una y otra vez hasta que las conexiones sinápticas envían la señal a tus extremidades.
Entras al baño, te es inusual tener la vejiga vacía. Lo sabes, entraste por hábito. Luego de orinar, sueles lavarte los dientes, afeitarte y darte una ducha: en ese orden. La cabeza te pesa. Tus ojos se acostumbran a la penumbra; aun así, accionas el interruptor y esperas a que tu vista se adapte a la luz amarillenta sobre el espejo del tocador. Abres el grifo. Inusual, otra vez, que el agua fría salga templada. Abres la puertecilla del espejo y encuentras la pareja de cepillos de dientes. El rojo es el tuyo, el verde de tu esposa. Tómalo, piensas. El brazo tarda un segundo o dos en obedecer ese pensamiento. Cierras la puerta luego de tomar el cepillo y la pasta. Y ves tu rostro más delgado, la piel lisa, no hace falta que utilices el rastrillo. Te tocas la cara y revisas el interior de tu boca. Dientes completos, blanqueados por el mismo odontólogo que te arregló las caries. Eres más lento que nunca, cada movimiento te cuesta un esfuerzo enorme. Y de pronto, tus ojos encuentran su reflejo. Las pupilas se ajustan como un lente de cámara antigua. ¿Qué le pasó a mis ojos?, exclamas en voz alta al descubrir que han perdido su color y ahora son grises. Jalas los párpados y te das cuenta que apenas y percibes tu propio tacto.
—Cariño… —es la voz de tu esposa, no deberías, pero la escuchas con claridad desde la escalera.
El hueco en el estómago se agranda y dejas de respirar. Palpas tus brazos y la piel se hunde como si fuera plastilina, aprietas y la elasticidad de tu cubierta cede, se desgarra como gasa fina y las fibras se contraen para dejar al descubierto los músculos plásticos que recubren el esqueleto de acero.
Entonces lo recuerdas todo: el accidente que destrozó tu cuerpo, tus hijos inmóviles aprisionados por la carrocería, la agonía de las cirugías luego del rescate, el funeral de los niños a la que no asististe, la seminconsciencia durante la amputación de miembros insalvables, la noticia de que no caminarías de nuevo. El dolor, tu esposa con prótesis mecánicas. El dolor, ya no eras tú. El dolor, tu suicidio.
Gritas con furia mientras golpeas una y otra vez el brazo contra el lavamanos. Y sabes que ya lo has hecho antes, que en cualquier instante el sufrimiento se apoderara de ti, otra vez. Pedazos de cerámica brincan en todas direcciones, algunos se clavan en el tórax. Dejas de sentir esa extremidad que no te pertenece, que no es tuya.
Tu esposa grita que pares con su voz robótica, y tú le cierras la puerta en la cara con todas tus fuerzas, la madera cruje como tus recuerdos que, cual calidoscopio, se fragmenta y se rompen. Sabes que eres tú el que estás roto, quien se destroza cansado del dolor y de la verdad. Te arrancas el otro brazo y golpeas tu cabeza contra el azulejo de la pared, esperas que todo termine.
—Debería estar muerto —gritas cuando tu esposa abre la puerta.
Te ve sobre el suelo, con la cara convertida en girones de piel sintética. Se lleva las manos a la boca para ahogar un grito.
—Debería estar muerto —repites, y esta vez tu quijada se desencaja y tu voz se distorsiona.
Tu esposa se aleja. Quieres dormir para siempre, que la pesadilla termine. Pero la escuchas, intentas llorar y las lágrimas no brotan, quieres gritarle que cuelgue el teléfono, ya puedes articular palabras. Te dejas caer sobre el charco que se forma junto a la ducha: es una mezcla entre el aceite que lubrica tus articulaciones y el agua que escurre de la llave rota.
—Doctor, volvió a hacerlo, se rompió otra vez… —suena asustada. Escucha a la persona al otro lado de la línea y contiene el sollozo para responder—. Lo entiendo, pero tiene que reiniciarlo una vez más antes de rendirse.
Las palabras se arremolinan en tu garganta, no puedes escupirlas. Suplicas para tus adentros que se detenga, que no vuelva a hacerlo. Ruegas porque el cuerpo que te han construido rechace tu cerebro y puedas morir al fin.
Claudia Marcela Soto Leyva
(Cuento ganador de la categoría de mayor de 18 años del OCTAVO CONCURSO DE CUENTO Y POESÍA DE CIENCIA FICCIÓN “JOSÉ MARÍA MENDIOLA” 2021)