Como cada dos de noviembre, Carlos llegó al panteón municipal con unas flores, una escoba, una cubeta y unos trapos. Era la primera vez que lo acompañaba su esposa Leticia, que no se despegaba de su celular. Ella siguió a Carlos con destreza por el laberinto de tumbas, esquivando los cientos de visitantes por el Día de Muertos. Así pasaron los minutos hasta que levantó la vista y no vio a nadie más a su alrededor, solo tumbas. El ding, ding, ding del celular la distrajo un momento, sus amigas tenían un chisme nuevo.
—¿Ya casi llegamos, amor?
—Ya casi, está por acá en la orilla de la pared.
Leticia se volvió hacia donde creía que estaba la entrada, pero no la veía entre los elevados mausoleos.
—¿Estamos muy lejos de la entrada?
—Sí, cruzamos todo el panteón.
Carlos se detuvo frente a un grifo, pareja del único árbol a la redonda, con el que comenzó a llenar la cubeta. Entonces se estiró y miró a su alrededor.
—¿Sabes, Lety? Todo esto solía ser puro monte hasta donde podías ver. Ha muerto mucha gente.
—Por favor, vienes aquí desde que estabas niño, ya estás viejo, eeeh.
Ding, ding, ding, el celular volvió a sonar con los mensajes de sus amigas. Carlos suspiró y se agachó a recoger la cubeta. Siguieron caminando unos pasos más y llegaron frente a una tumba sin nombre. Sólo una placa de concreto indicaba que allí había algo entre el zacate descuidado de esa zona.
Carlos se hincó y comenzó a rezar un Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Leticia levantaba su celular y lo movía en posiciones extrañas, parado, acostado, arriba, abajo. Ella estaba en una especie de extraña calistenia tecnológica.
—…venga a nosotros tu reino…
—¿Amor?
—… hágase tu voluntad…
—¿Aaamooor?
—… en la tierra como en el cielo…
—¿Aaaaaamoooooorrrrr?
—…danos hoy… ¿qué pasó?
—No tengo señal.
Carlos suspiró, terminó su rezo con más rapidez de lo que hubiera querido y comenzó echar un poco de agua en la tumba.
—Te dije que dejarás el celular en el Tesla.
—Pero todo México es territorio Telcel.
Carlos gruñó para sus adentros, tomó la escoba y parado en la cabecera de la tumba, dijo.
—¿Quién dijo que seguimos en México?
—Jajaja, que chistosito, eeeh.
Él comenzó a barrer la tumba, quitando la tierra que se había acumulado desde el año anterior. Una rajada comenzó a notarse en la superficie del concreto.
—¿Te he contado la historia de esta tumba?
—Ash, claaaaaro, varias veces. Fue donde te caíste cuando eras niño, amor. Es la única historia cool que tienes. Espera, no me digas, sí me la sé. Viniste con tu familia en el Día de Muertos por tu tío el millonetas. Entonces te separaste de tu mamá porque te enojaste por algo del colegio y te perdiste en el monte, en eso pisaste una tumba vacía y ¡bam! Directo al pozo.
—¿Y cómo salí?
—Tu mamá te encontró en el monte, te rompiste una pierna.
—No pregunté eso.
Carlos levantó la mirada y la fijó en Leticia. Había un fuego en sus ojos que ella no había visto desde hace mucho.
—No me asustes, Carlos.
—Fue en esta tumba donde caí —Carlos caminó hacia Leticia—. Hay algo que no te platiqué. Fue hasta la mañana siguiente que me encontraron, allá atrás, por el árbol del grifo. Pero ya no era el mismo, hubo un cambio en mí.
—Debió ser horrible.
—No lo fue… estuve acompañado.
Carlos tomó a Leticia con fuerza de los brazos y la movió sobre la tumba mientras ella lanzaba un grito.
Entonces Carlos comenzó a reír.
—¡Caíste!
—¡Me asustaste, idiota!
—Sí, me faltó algo.
Entonces Carlos dio un golpecito en el borde del concreto y la plancha se abrió como una puerta.
El grito de Leticia se apagó cuando el concreto se volvió a cerrar, como si nunca se hubiera movido.
Carlos se quedó de pie un momento.
Entonces la puerta se abrió por un instante y el celular de Leticia salió disparado. Él lo atrapó justo antes de que tocara el suelo, cambiada o no, Leticia de seguro se enojaría si algo le pasara a su teléfono.
Lanzó un largo suspiro, volteó la cubeta y se sentó a esperarla todo el tiempo que fuera necesario.
José Jesús Talamantes