Esa noche Calvo salió del trabajo muy cansado, con la joroba marcada tan solo por una mala posición. Reacomodó su espina dorsal con un estiramiento, mientras se despedía de aquella oficina, seria y oscura. Al salir, la noche estaba pintada de estrellas e iluminada por la luna llena, se escuchó un aullido, volteó a su alrededor y se imaginó al culpable. Un niño disfrazado de lobo feroz salió corriendo de un arbusto. Calvo se arregló el abrigo, cerró la puerta principal y observó la multitud en tránsito entre los comercios.
Familias, parejas, amistades, mascotas y personitas disfrazadas de asesinas seriales o personajes de historia de terror pedían la preciada calaverita. El olor a cempasúchil y a copal se esparcía en el aire.
—Un atole, señor, para este frío. —decía Doña Matilde —¿O un tamalito calientito, güerito?
—¡Llévele, llévele! Una calaverita para su difuntito, de azúcar, de chocolate…
—¡Panes, panes!
El zócalo estaba adornado de diferentes ofrendas, esqueletos de Gustavo Díaz Ordaz, Carlos Salinas de Gortari, Vicente Fox, Felipe Calderón, entre otros. En cada altar se visualizaban las fotos de personajes reconocidos en el mundo de la cultura, las ciencias, la gastronomía y la vida cotidiana.
Tac tac, tac tac, tac tac, escuchaba Calvo en un trasfondo que parecía estar solo en su cabeza. Se quedó pensativo: “¿De dónde viene ese sonido?”
Tac tac, tac tac, tac tac. Miró a los lados: risas, diálogos, gritos y diversos murmullos se multiplicaban.
Tac tac, tac tac, tac tac. Se adentró entre las ofrendas con la finalidad de encontrar el origen de ese ruido.
Se detuvo en un puesto de café, pidió uno y pan de muerto. Se relajó un poco mientras saboreaba la naranja y la canela del pan. Emprendió la marcha. Una niña con disfraz de catrina le pidió calaverita. Había comprado dos panes, por lo que entregó uno.
Tac tac, tac tac, tac tac. “Otra vez ese sonido”, pensó.
Conforme caminaba el volumen de aquel inesperado y molesto pulso se hacía más alto. Entonces ya no distinguía si era su latido constante o si provenía del exterior.
Se abrió campo entre la muchedumbre y vio en frente del Templo Mayor a un grupo de danzantes mexicas. Mujeres y hombres portaban atuendos que rescataban las visiones de los antiguos aztecas; usaban grandes penachos adornados con plumas de quetzal, águila o búho, así como coyoleras en ambos tobillos. Los hombres vestían calzones de piel y mantenían el torso descubierto. Las mujeres usaban faldas con blusas tejidas o de piel. Alguien sahumaba con un popochcómitl, mientras todos danzaban. En el centro, tres grandes panhuehuetl retumbaban al toque de las baquetas: tac tac, tac tac, tac tac.
“Parece el sonido del corazón”, se dijo Calvo.
Se acercó, contempló largo rato el ritual de la maravillosa cosmogonía mexica. Se compró un elote y decidió marchar hacia el metro. Todavía era demasiado temprano para que la gente buscara regresar a su hogar. El metro se encontraba casi vacío. Esperó tranquilo la llegada de este. Entró a un vagón. La calma y la pasividad contrastaba con el alboroto de afuera.
Descansó en un asiento cercano a la ventana, sobre esta recargó su cabeza. Respiró profundo y cerró los ojos un segundo. Tac tac, tac tac, tac tac, volvió a escuchar. Alterado echó un vistazo a su entorno. Silencio y quietud es lo único que hallaba. Volvió a recargar su cabeza sobre la ventana. Y de nuevo ese sonido siniestro: tac tac, tac tac, tac tac.
No se alteró, pensó que era su imaginación. Solo respiró profundo y se entregó a esa palpitación, que cada vez se hacía más sutil y delicada hasta que logró dormir profundamente. Por la mañana, a la puerta de su casa llegó el periódico, la portada decía: “Hombre muerto viajó durante horas en el metro. Por la posición en la que quedó su cuerpo, nadie lo molestó: todos pensaban que estaba tranquilamente dormido”.
Tania Ortega García