Debo empezar por afirmar que, aunque lo que voy a contar a continuación pueda parecer imposible, es la puritita verdad. Ya lo dijo Hamlet: “hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que todas las que puedas imaginar” –la traducción es libre, lo advierto –. Pues eso. Si Horacio creyó tamaña frase, ustedes créanse la historia. El día menos pensado puede pasarles a ustedes y seré yo quien me ría de su incredulidad. Créanselo o no se compren un jardín. Nunca se sabe qué sorpresas guardan.
Aquella mañana abrí un ojo. Con uno abierto me basta para saber qué tiempo hace. Un rayo de sol me hizo ver todo rojo. Me estiré en la cama y abrí el otro ojo. Menos mal que los humanos tenemos sólo dos ojos. Si tuviéramos, no sé, una docena, por ejemplo, necesitaría una media hora para despertarme del todo. Eran las siete y media y ya hacía calor. ¡Bien! En días así no me importa madrugar, por eso me tiré de la cama y eché un vistazo al cielo. Ni una nube. Miré mi pequeño jardín trasero. El césped era de un verde intenso, pero detecté un par de lunares un poco mustios. Tenía que regar si quería que la hierba siguiera tan fresca y verde como en Irlanda. Me puse unos vaqueros y una camiseta con Tintín y Milú paseando por Estambul estampados en el frente. Esta camiseta me trae buenos recuerdos y, aunque reconozco que lo que voy a decir es una chorrada, también debo añadir que me trae suerte.
Pomelo, mi gato de angora, entró en el cuarto, se lanzó sobre la cama y empezó a dar vueltas como un loco, revolviendo la ropa hasta formar un verdadero burujo. Hacer eso le gusta más que a un tonto una tiza.
—¡Baja de ahí, Pomelo, o te exprimo hasta dejarte seco!
Me miró. Le señalé la puerta y, aunque de mala gana, obedeció. Tenía el pelo revuelto, parecía un puerco espín después de pisar un cable de alta tensión. Igualito que mi último novio al salir de la ducha. ¡Qué pinta! Ver a Pomelo me recordó mis propios pelos. Estaban como escarpias. Pasé por el cuarto de baño para un rápido trabajo de adecentamiento antes de salir al jardín. Dos casas más allá vive un individuo ya jubilado –¡ojo! pero inofensivo que esto no es una película de Polanski–, que monta guardia permanente. No importa la hora. Él está en su jardín observándolo todo, humanos, animales y hasta el buzón de correos. A veces mira de reojo; otra lo hace a la descarada. Pero siempre está en su puesto. Lo último es aparecer hecha un asco ante él.
Al abrir la puerta de la cocina, Pomelo me adelantó por la izquierda y salió a tumba abierta hacia su rincón favorito. Con más calma que él, me acerqué a los rosales. Algunos capullos deberían estar lo suficientemente crecidos. Acababa de recordar que tenía un compromiso y un ramo de rosas de mi jardín sería un regalo muy adecuado. Y muy económico, que hay que pensar en todo. Eché un vistazo. Estaban perfectos. Era una pena cortarlos, pero para eso se cultivan las flores, ¿no?
Volví a la cocina y busqué un guante de jardinero que mi prima Charo me regaló en Navidad. Los suyos son siempre regalos “prácticos”, como ella los llama. Es decir, cosas relacionadas con el trabajo, sobre todo el que más odio, el de la casa. Rebusqué a fondo. Nada, que no aparecía. Busqué en todos los cajones. Si quieres arroz. Miré hasta en el horno. No es un sitio muy normal para guardar cosas, pero, como en una ocasión llegué a meter allí el libro de cocina, pues eché una ojeada. Empezaba a ponerme furiosa porque, al vivir sola, no puedo echarle a nadie la culpa del caos que rige mi casa. Ni siquiera a Pomelo. Fue entonces cuando vi el dichoso guante, colgando, inocente, del gancho adhesivo. Justo en el sitio donde debía estar. Lo cogí de malos modos y pasé otros buenos diez minutos buscando las tijeras. Entonces recordé que las había dejado en el armario de debajo de la escalera. Cuando por fin salí al jardín de nuevo, miré el reloj. Claro, con tanto buscar se había pasado más de media hora. Cuando dicen que el tiempo vuela había que añadir que, además de volar, va a velocidad supersónica.
Me acerqué a los rosales enarbolando las tijeras. Oí un suspiro y pegué un respingo. ¿Quién suspiraba frente a mí? Pomelo estaba poniéndose morado de hierba gatera. Desde luego él no había suspirado. No entraba en sus costumbres. Yo tampoco lo había hecho. Vaya usted a saber de dónde salían los suspiros. Cogí un tallo y cuando iba a cortarlo, oí una especie de gritito. ¡Vaya salto que di! Miré a mí alrededor, pero estaba completamente sola. Busqué por el suelo. Tal vez uno de los amigotes de Pomelo estaba haciendo el mono por el jardín. Pues tampoco. Volví a coger un tallo, tijeras en ristre. Otro grito. Si tuviese una botella a mano, seguramente haría como en las películas, mirarla sorprendida y leer la etiqueta con ojos como platos. Pero estaba a palo seco. Ni siquiera había tomado café. ¿Pasa esto en la vida real? A mí sí. ¡Qué le voy a hacer!
Miré otra vez a mí alrededor. ¿Y si era la broma de un vecino? Nadie en las ventanas. Nadie en los jardines. Ni tan siquiera el mirón de dos puertas más allá. Era sábado y en mi vecindario nadie madruga si no tiene necesidad de hacerlo. Entonces oí el motor de un coche. Unas casas más allá, una furgoneta verde oscuro salía marcha atrás. Iba hasta los topes con toallas de playa, flotadores y neveras portátiles. Al pasar frente a mí, tres pares de manos pequeñas me dijeron adiós desde la parte trasera del coche. Los del número diecisiete se largaban a pasar el fin de semana a la playa. Hice un gesto de despedida a los niños, que sonreían de oreja a oreja encantados. Respiré profundamente. Los vecinitos son muy simpáticos, pero vaya susto que me habían dado con sus grititos. ¡Ay, san Herodes qué poco se te aprecia!
No podía ser cierto. Otro grito. Después de hacer varias pruebas –fingir que me retiraba para acercarme después con las tijeras en alto– llegué a la conclusión de que los gritos no provenían de las casas vecinas sino de las flores. Sí, lo sé. Debo estar como una cabra. Pero como dije al principio, todo esto es verdad, lo juro. Me aparté de los rosales y los murmullos desaparecieron.
Me metí en casa y pasé varias horas viendo mi colección de vídeos de Expedientes X. No había ningún caso parecido. ¡Hay que fastidiarse! Ni tan siquiera en América se dan estos casos. Durante todo el día vigilé los rosales tras las cortinas. Incluso me acerqué a ellos con la disculpa de llevarle un poco de queso a Pomelo que dormía la siesta a la sombra de unas lechugas. No pasó nada. Pues no lo había soñado. De eso estaba bien segura. ¿Desde cuándo gritan las flores? ¿Alguien puede responderme? ¿A qué no?
Esperé a la noche. Cuando ya no se veía tres en un burro, salí con las tijeras, mirando a todos lados, andando de puntillas como si fuera a robar o a hacer algo malo. Si era cierto que los rosales chillaban, iba a cogerlos por sorpresa. Como hacía Apicio, el gourmet romano, cuando mataba a traición a sus cerdos para hacer un paté perfecto con sus hígados relajados. Me acerqué despacio pero las grandísimas desgraciadas estaban en guardia y empezaron a chillar de nuevo. Eran como gallinas asustadizas. Y debo añadir que igual de escandalosas. Me pareció que en aquel preciso momento los gritos sonaban más fuertes. Incluso observé que se encendía una luz en la casa del otro lado de la calle. Salí por pies en dirección a la cocina sintiéndome como un asesino frustrado en mi propio jardín.
No dormí en toda la noche. Pero lo curioso del caso es que no estaba tan asombrada como rabiosa. Eran mis flores y quería cortarlas. Y ahora más que nunca ¡tenía que cortarlas! Era una cuestión de honor. Acababa de amanecer cuando ya estaba yo con mis tijeras al acecho. El cielo todavía gris cuando me acerqué decidida a los rosales. Hicieran lo que hicieran iba a cortarlas. Y si a los rosales no les gustaba la perspectiva, que se jorobaran. Al verme con aquella mirada decidida, risita retorcida y gesto feroz, empezaron a temblar. Aquello era lo nunca visto. Temblaban tanto que incluso se cayeron varios pétalos. Quedaron sobre el césped como una prueba palpable de su resistencia numantina ante mi mala uva. Una especie de víctimas colaterales de esa guerra. Por si eso fuera poco sentí como varias vocecitas pedían socorro. Clarito, clarito. También oí un ladrido, la respiración jadeante de un perro que ha estado corriendo y una voz humana que pregunta si pasaba algo. Vaya hombre, ¡qué horas de pasear al chucho! ¿Es que van a desfilar todos mis vecinos para interesarse por las rosas? Me deshice del perro y de su amo como pude. Disculpas, trolas, algún balbuceo, pero por lo menos algo había salido ganando. Sabía que no era mi imaginación. Claro que si aquel hombre llegara a saber la verdad, se hubiera caído de espaldas allí mismo. ¿Cómo se tomaría saber que estaba viviendo una pura fantasía? Pues, mal, como todos.
Volví a la cocina. Con una taza de café delante, me planteé la situación muy seriamente. Necesitaba las rosas. De hoy no podía pasar. Tenía que enviarlas o no llegarían a tiempo, lo del jardín no tenía nombre y no quería que los vecinos se enterasen de qué iba la fiesta. Si se corría la voz iba a terminar en una tertulia de madrugada en la televisión. Uno de esos engendros donde van a dar todos los chalados y estrafalarios de la galaxia. Mejor abandonar que ser tomada por una chiflada. ¿Me rendía? Sí, me rendía. Tenía que aceptarlo por muy humillante que pudiera ser. Y me rendí. Esa es la razón por la que ahora estoy aquí, en esta floristería comprando rosas mientras las mías, puñeteras como ellas solas, siguen en el jardín luciendo todo su esplendor, con aire ufano y retador. Si hasta saludan a los perros del vecindario con sus hojitas verdes y flexibles, como bracitos vencedores. Sólo les falta hacer el signo de la victoria. Aunque no debo dudar de ellas. Cualquier día lo harán por fastidiarme. Y ahora que lo pienso, sigo sin saber porqué extraña razón mis rosas tienen vocecitas humanas. Tendré que investigarlo antes de acabar con ellas. Ya les contaré qué averiguo. Porque las cortaré, vaya si las cortaré. Aunque me lleve meses. O años. O siglos. ¿Exagero? Tal vez, pero, al fin y al cabo yo soy sincera y creíble pero la historia es de ciencia ficción ¿o no? Ya saben, los espero cualquier año de cualquier siglo.
Esther Domínguez