Fabiana entra al baño. Se baja los pantalones y se sienta en el inodoro. Sus pies tienen frío. Dobla los dedos. Mira su pierna izquierda y encuentra un pelo encarnado. Lo acaricia. Quiere sacarlo con la uña, pero no puede. Se para y, sin hacer mucho esfuerzo, extiende sus brazos hasta el botiquín. Busca. Ignora el peine fino, las invisibles que usa su marido para sacarse la cera de las orejas, la crema de manos, las cajas de remedios que no conoce. Agarra una pincita. Intenta varias veces entrar en la loma de piel que encierra al pelo. No lo consigue y protesta. Sale del baño sin cerrar la puerta ni apagar la luz. Camina por el pasillo con pasos de urgencia. En un armario perdido del living encuentra el costurero. Saca lo que quiere, ordena y vuelve al baño. Pone la traba para no ser interrumpida en medio de semejante tarea. Rompe la piel. Introduce la aguja y empieza a salir pus. Se limpia con papel higiénico y sigue (es una cuestión de pelo o nada). Revuelve hasta donde puede: el agujero que hizo es demasiado pequeño. Lo agranda. Espera a que cese la sangre. Recuerda un programa de NatGeo sobre personas que tuvieron una lombriz zigzagueando entre sus tejidos, al igual que la aguja en ella. Para unos segundos (la comparación la impresionó). Sacude la cabeza para borrar esa imagen y vuelve a empezar. Lleva ya un buen rato hurgando y no entiende cómo es que no lo encuentra. Intenta no desanimarse, tiene todo el tiempo del mundo. Toca un punto que la hace doler más. ¡Ay! Se acerca al cráter, quiere ver si pinchó algo importante. Nada. De nuevo, pasa por el mismo lugar. Esta vez se le aparece Leonardo Favio adelante suyo. Fabiana lanza un alarido. Refriega sus ojos. Observa cada parte de la aguja como si se tratase de un truco de magia que no entiende. Toma la decisión de revelar la verdad. Hace un juramento: “pase lo que pase, no saqués la aguja”. Otra persona en su lugar se hubiera persignado. Leonardo está sobre una banqueta de madera, viste un chupín blanco, un cinturón con tachas haciendo juego y una camisa rosa metida adentro. A ella le causa gracia el gorro simpático que usa: es chiquito y no cumple ningún propósito. Toca la guitarra y canta con mucho gesto. Ding dong, ding dong, estas cosas del amor. Lo interrumpe antes de que termine la primera estrofa. Se saludan y la invita a sentarse en la banqueta de al lado. El piso es negro. Respira hondo y mantiene presionada la aguja en el mismo punto. Él le dice que lleva tiempo queriendo hablar con ella y le convida unos amargos. Acepta y chupa la bombilla con dificultad ¿Se tapó? Acariciá el culo del mate y vas a ver cómo afloja. Fabiana le pregunta por qué vino, qué es lo que quiere y si debe llamar a un médico o a la policía. Él se ríe y, sin darse cuenta, muestra un par de hilos de saliva en su boca. Ella baja la vista: le da asco ver la baba de alguien con quien está compartiendo mates. Favio, esto duele como la mierda ¡Respondeme! La calma y la manda a mojarse un poco en el bidet, “así te sacás la sangrecita seca” le dice. Le hace caso y recibe algo de alivio por el agua fría. Se saludan de nuevo. Empieza a hablarle del éxito. Todo el mundo lo quiere, pero no todos tiene lo necesario para conseguirlo, no pasa sólo por la plata sino por ser inmortal, la intuición tiene una lógica interna, lo comercial y lo avant-garde no existen: es más de lo mismo, el cambio es vida, se puede ser un boom, el fenómeno del momento, pero eso se pincha fácil, le pide que apunte más alto, que sueñe, mirame a mí, yo soy una institución, si no fuera así, los empresarios, que conocen muy bien el negocio, no me cotizarían tan alto. Fabiana, que hasta ahora no había encontrado el momento justo para meter un bocadillo, encuentra una pausa y lo interroga. Él le pide que confíe, que más adelante va a entender. Ella asiente. ¿Algo más, Leonardo? Se para y avanza hasta ella. Pone sus manos en los hombros de Fabiana y los aprieta suavemente: “La inteligencia que no alienta en el fondo una llamada de pasión, se marchita”. Cuando quieras hablar, ya sabés donde encontrarme. Antes de irse, le agradece por todo. Él le da una sonrisa a cambio y la manda a ponerse hielo. Le da un beso en el cachete y se despide.
Micaela Stephanie Cañal