La promesa (2 de 2)

“Queridos descendientes:

Mi nombre es Darío Dávila y os escribo esta carta para pediros un gran favor. La tarde del sábado 23 de julio de 2020 subí con mi hijo Hugo al cerro de San Cristóbal, uno de los lugares más altos y aislados de contaminación lumínica de la ciudad de Valladolid, para poder ver un fenómeno astronómico sorprendente: la aproximación del cometa Neowise a nuestro planeta Tierra, en su compartida órbita alrededor del Sol. No éramos los únicos allí presentes, en la cima del cerro, para observar el acontecimiento. Multitud de aficionados a la astronomía se daban cita aquel atardecer para contemplar la aparición del cometa. La luz del Sol no era más que una difusa franja en el horizonte cuando el Neowise comenzó a ser visible, entre una fina Luna Nueva y la Osa Mayor. Fue todo un espectáculo. La gente allí reunida se afanaba en silencio por captar la mejor imagen del cometa, tras sus objetivos fotográficos, sus telescopios o sus binoculares. Mi hijo Hugo y yo llevábamos unos sencillos prismáticos; aun así la visión del astro nos cautivó de manera sobrecogedora. Aquello tenía visos de convertirse en una experiencia inolvidable para nosotros. Algunos de los que allí se congregaban se atrevía a romper el absoluto silencio de la noche para exclamar que aquello no volvería a pasar en casi siete mil años, y los demás parecían echarse las manos a la cabeza para responder eso es muchísimo tiempo. Todo ello sin dejar de mirar al cielo.

Eran las 23:15 de la noche, comenzaba a refrescar y se hacía tarde para que un niño de apenas cinco años estuviera todavía despierto, allí, en la cima de un cerro, por capricho de su padre. Así pues, le dije al pequeño Hugo que ya era hora de marcharnos a casa. Fue entonces cuando me preguntó: Papá, cuando vuelva el cometa, subiremos otra vez a verlo, ¿me lo prometes?
En ese momento yo debía haberle explicado que aquel cometa pasaría de nuevo dentro de seis mil ochocientos años y que tanto él como yo estaríamos muertos y no volveríamos a ver aquel cometa, ni a vivir aquel momento, ni aquella maravillosa sensación única e irrepetible. No supe cómo explicarle aquello y le dije que sí, que se lo prometía.

Y es por eso que ahora os pido a vosotros, mis descendientes, como parte nuestra, continuadores del ciclo de la vida, de Hugo y mía, que me hagáis el gran favor de cumplir por mí esa promesa y veáis con vuestros ojos aquello que yo le prometí a Hugo el sábado que veríamos con los nuestros, y así, de alguna manera, cumplir lo prometido. Sé que son muchísimos años y no sé cómo estará Valladolid, ni la Tierra, cuando se repita este magnífico acontecimiento, ni siquiera si seguirá existiendo, pero os refiero las coordenadas de esta encantadora ciudad (longitud: O4°43’25.39″ y latitud: N41°39’18.65″). De todas maneras el cerro de San Cristóbal es una elevación de terreno aislada, muy identificable, aquí os dejo también una fotografía, por si acaso. Os pido ese favor, que lo veáis por nosotros, con vuestros ojos, que llevan algo de los nuestros, aunque sea un poco, pues de nosotros descendéis. Puede que os resulte una tontería o tal vez entendáis mi sentimiento como padre, lo cierto es que me haría mucha ilusión que lo hicieseis, que este sueño se convirtiese en una realidad. Supongo que cuando Hugo crezca, nada de esto tendrá sentido y me exonerará a mí y a vosotros de cumplir con lo que le prometí el sábado pasado, pero soy una persona de palabra y me gusta cumplir lo que prometo, porque una promesa es una promesa.

Sin más, me despido de vosotros, imaginándome cómo seréis los que volváis a verlo y cómo será ese momento.”

Marcus y Zenda terminaron de leer La Carta. La plegaron y volvieron a mirar al cielo. Allí estaba el cometa Neowise con su inconfundible estela y allí estaban ellos: dos hermanos a los que la casualidad había elegido para llevar a cabo la consecución de una antiquísima promesa; dos jóvenes nacidos en el momento justo para tener un papel relevante en el devenir de una larga historia familiar, en la que cada uno aportó su granito de arena, su gota de agua en aquella gigantesca clepsidra, de generación en generación, transmitiendo una promesa que no habían hecho ellos, pero que desde el principio creyeron suya. Se sentían especiales en la cima de aquel solitario cerro. Y no era para menos.

—Hemos cumplido la promesa, ¿no? —preguntó Marcus rompiendo el silencio, titubeante, con un nudo en la garganta.
—Yo creo que sí —respondió Zenda, conmovida—.Ya podemos volver a casa.

Los dos hermanos se incorporaron al unísono y echaron un último vistazo al firmamento. Tras unos centulmes inmóviles, como estatuas, giraron sobre sí mismos y se encaminaron hacia la escotilla del transbordador. Tenían por delante un largo camino de regreso a casa.

Hacía mucho que Hugo no pisaba la casa familiar. Había acudido a regañadientes, avisado por Adrián, su hermano menor, por si quería llevarse algo de lo que pudiera haber en su interior, antes de concretar la venta, pues había encontrado un comprador. Hugo nunca estuvo muy de acuerdo con vender la casa, pero lo cierto es que desde que murieron sus padres, aquella propiedad no era más que un estorbo económico cargado de recuerdos. Hizo un hueco en su horario laboral para acercarse hasta Las Delicias, el barrio de su infancia y en el que creció. Estaba totalmente cambiado. Echando mano de una extraña inercia generada por los recuerdos, llegó hasta el portal número 3 de la calle Alondra. Llamó al timbre del telefonillo y la voz de su hermano Adrián le contestó y abrió la puerta. Subió los cuatro pisos andando, pues el ascensor estaba averiado por enésima vez, según le dijo después su hermano.

—¿Qué tal estás, hermanito? —saludó Hugo.
—Bien, gracias. Te llamé porque mañana o pasado se concreta la venta y tal vez no tengamos más ocasiones de revisar lo que queramos llevarnos —respondió Adrián señalando las cajas que había desperdigadas por el pasillo y la habitación de la entrada—. No hay nada de valor, pero tal vez algo te apetezca conservarlo.
—Sí, echaré un vistazo —dijo Hugo, y comenzó a curiosear por las cajas entreabiertas.
Levantó las solapas de una de las cajas en la que se podía leer, escrito en rotulador, “papeles de Darío” y descubrió en su interior, sepultada bajo un montón de cuartillas dispersas, una cajita de latón que parecía haber contenido inicialmente bombones o chocolatinas de menta, a juzgar por los inconfundibles colores verde y negro de su pintura. La abrió, picado por la curiosidad, y en ella encontró un folio doblado en cuatro. Lo desplegó y empezó a leer, al principio con un gesto de extrañamiento, pero según iba leyendo, le vino a la mente el recuerdo de aquel día que relataba aquella especie de carta, en la que había escrita una petición y la sonrisa en sus labios se fue haciendo cada vez más perceptible, a la vez que le resbalaba una lágrima por la mejilla. Recordaba aquel 23 de julio y recordaba a su padre: un hombre amable pero serio, cariñoso pero firme en sus decisiones e inquebrantable si daba su palabra. Decía que un hombre pobre sólo tenía de valor su palabra. Sí, Darío Dávila fue un hombre recto, justo, de  firmes convicciones, que la noche del 23 de julio de 2020 se había visto obligado moralmente a no defraudar, de alguna manera, a su hijo con aquella promesa difícil, por no decir imposible, de llevar a cabo. Pero si algo había aprendido Hugo de él era eso, a cumplir con la palabra dada, y estaba dispuesto a hacer su cometido y realizar su parte de la promesa.

—Tranquilo, padre, descansa en paz, tienes mi palabra. Cumpliré con tu promesa…

Iván Ávila Nieto

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