Kesh-Tur esperó a que el viento disipara el polvo que se había levantado delante de él después de que su caballo detuviera la marcha. El eco de los relinchos e imprecaciones de los dos mil corceles con sus dos mil jinetes que lo seguían, pareció disiparse junto con el polvo que sus cascos habían levantado en su marcha por la planicie. A legua y media de distancia un promontorio color cobre oxidado interrumpía el horizonte. Los matorrales secos que salpicaban el yermo, ocres y rojos, moteaban la tierra amarillenta; y bajo el cielo azul limpio, aquella colina era el único verdor que existía a muchos días de camino. Kesh-Tur volteó a ver a Jamaleq, cuya dignidad de viejo burócrata le impedía demostrar lo mucho que el camino, el sol y la sed le habían menguado las fuerzas, y este asintió.
—Esa es mi, señor. Donde todos los mapas la señalan, donde todos los libros dicen que está.
Kesh-Tur gruñó brevemente, como hacía cada vez que evaluaba un pensamiento. Luego se mesó la barba negra entrecana y sonrió. A pesar de su gran tamaño no era más impresionante que cualquiera de las colinas que escalara antes en su afán de conquista. Tampoco era más hermosa que los palacios de lapislázuli, construidos por sus ancestros. En su infancia había imaginado la Fortaleza Verde como una torre descomunal de malaquita, elevándose hasta las nubes y cegando con el reflejo del sol en su superficie al atrevido que la mirase. Después, conforme se entrenaba en el arte de la guerra siguiendo a su padre y sus tíos en sus campañas, imaginó que debía ser una especie de ciudad construida con mármol de Aravali, en donde las estatuas de sus antiguos dirigentes estarían cubiertas de turmalina y peridoto. Pero ahora que la veía por primera vez, no pudo dejar de sentirse un tanto decepcionado.
Kesh-Tur alzó el brazo y le indicó a sus dos Boyan que se acercaran. Uno era un hombre templado y tuerto, de la edad de Kesh-Tur; el otro era mucho más joven pero más alto y de temperamento proclive a la violencia. Ambos se colocaron delante de su señor prestos a transmitir sus órdenes a los mil hombres que cada uno comandaba.
—Torgud, tus hombres acamparán en el muro oriente de la Fortaleza. Elige a diez de tus mejores arqueros y llévalos a mi yurta al amanecer —y el Boyan joven asintió antes de espolear a su caballo para pasarle las indicaciones a sus subalternos.
—Khevtul, tus hombres acamparán en el muro poniente de la Fortaleza. Elige a diez de tus mejores guerreros y llévalos a mi yurta al amanecer —el Boyan tuerto volteó para mirar a la fortaleza en la lejanía, luego asintió mirando con su único ojo a su señor y se alejó al trote.
Con su ejército dividido en dos columnas, Kesh-Tur alzó su sable y se lanzó a todo galope hendiendo con los cascos de su caballo la arena que por siglos ninguno de sus ancestros nómadas se había atrevido a hollar. Porque era una mancha verde en el mapa teñido de rojo de su imperio, el único lugar que nadie había querido reclamar como suyo, ya fuera por su lejanía de las rutas comerciales, por su nulo valor militar o porque los cuentos de viejas llenaran de incomodidad la imaginación de los antiguos jefes, aunque no quisieran aceptarlo. Pero Kesh-Tur estaba dispuesto a doblegarse sólo ante su afán de pisar cada palmo de su reino, en el curso de su vida, y nunca ante antiguas rocas o miedos infantiles. Así cruzó la última legua y media en su caballo, extendiendo a sus soldados bajo la sombra que el atardecer escurría delante de los altos muros de la Fortaleza Verde.
En cuanto los hombres se apostaron al pie de sus respectivos muros, desmontaron y el campamento se organizó con diligencia. Pronto las hogueras ardieron alimentadas por los matorrales secos de la estepa y el estiércol de los caballos. Con la primavera bien entrada, la noche se ofreció templada, libre de insectos y silenciosa. Los roles de guardia fueron establecidos y tanto Kheytul como Torgud seleccionaron a aquellos que acompañarían a su señor en la excursión tras las murallas de la fortaleza, y si bien hubo algunos que confesaron a sus compañeros cierto temor de que los espíritus de los muertos fueran inmunes a sus flechas o a su lanza, también reconocieron que más miedo le tenían a la ira de Kesh-Tur, quien jamás había mostrado tolerancia ante la cobardía. Mientras tanto este, instalado en su yurta hecha de pieles y lana, dedicó varias horas posteriores al anochecer a repasar con Jamaleq lo que el viejo sabía de la Fortaleza.
—Haz de saber, ¡Oh Gran Señor de la estepa! Que los libros antiguos dicen que, cuando en la primera dinastía, tu noble ancestro divisó este sitio, tuvo un sueño inspirado por El Profeta en el que le advirtió: “Cuida que tus pies no pisen el suelo donde se asienta la Fortaleza Verde, pues es la tumba de la que se alimentaron los gules antes de que aparecieran los primeros hombres: sepulcro de aquella raza que los antecedió y mismo que ya era antiguo antes de que estos vivieran y murieran en ella”…
—¡Cuentos de viejas, anciano! —interrumpió—. Quiero que me digas qué tan anchos son sus muros, cuántas varas tienen de alto, qué tan lejos podré ver desde sus torres, después de que se convierta en otro puesto de avanzada —Kesh-Tur estaba ebrio más de impaciencia, que del vino de arroz que sorbía de un cuenco.
Jamaleq se pasó dos dedos por la frente, tratando de recordar, —Tu tatarabuelo, El Siaan Khaan, mandó a los mejores agrimensores del reino a este mismo lugar. Reportaron que la circunferencia de la estructura es de aproximadamente mil doscientas varas. El geómetra real estimó que la altura de los muros debe ser de alrededor de quinientas varas. La anchura de estos es desconocida, pues nadie se atrevió a cruzar por las fauces de su entrada, pero los constructores del imperio debatieron después que esta podría ser de entre doce y veinte palmos. No se sabe de qué clase de roca está hecha pues nadie osó hendirlos para averiguar ni su dureza, ni su origen. Respecto a la distancia que se podría supervisar desde su torre más alta, tu tatarabuelo estimó también que es tan vasto y árido el terreno que la rodea, que por más que aguzaras la vista no podrías ver nada más que arena y arbustos secos hasta el horizonte…
—Entonces seré el primero. Esta conquista no será sobre piedras polvorientas ni muros sin vigilar, sino sobre el miedo y la ignorancia de nuestro pueblo, pues aquello que puede ser medido en leguas, varas o palmos, no debe causarnos temor. Y yo te digo que esta fortaleza no es un espejismo ni un sueño, sino algo tan medible y real como tú o esta yurta. Y con este pensamiento Kesh-Tur se dispuso a dormir sin esperar sueños proféticos y sin temer los susurros de los que ya no tienen ni lengua, ni carne, ni vida para susurrarles a los vivos.
Antes del amanecer del día siguiente, veinte hombres se presentaron ante la yurta de Kesh-Tur, la mitad guiados por el impaciente Torgud y la otra mitad por el sereno Kheytul. No demoró más de un suspiro en aparecer su señor, enfundado en una armadura de cuero ribeteado y portando un casco coronado con una larga pluma roja, armado tanto con un sable como arco y flechas. Detrás de él apareció su consejero Jamaleq, quien se mostraba menos dispuesto a la empresa que su señor, pero aun así lo seguía. Quienes los vieron marchar juraron que sólo en los ojos del viejo burócrata había indecisión, y que incluso el prudente Kheytul andaba con paso decidido, acaso porque sabía que no existía imprudencia mayor que contradecir al señor del imperio cuando había decidido ir a la conquista.
Apenas el alba rosada desprendía sus velos en el horizonte sin nubes, cuando Kesh-Tur cruzó sin vacilar el arco de roca sólida que permitía el acceso a la Fortaleza Verde. La arena y el viento poco o nada habían degradado la superficie de aquellos bloques, cuya arquitectura, carente de detalles y titánica, poco o nada tenía que ver con las más antiguas construcciones que el conquistador hubiese visto en sus viajes. Efectivamente parecía que aquellos inmensos bloques habían sido no sólo pulidos sino ensamblados por manos monstruosas, poseyendo diferencias de tonalidad o porosidad apenas indetectables. Puso su mano en la superficie helada tras la larga noche, tocando por primera vez después de largas centurias, desde que los emisarios de su tatarabuelo lo hubiesen hecho. Dio un paso al frente y su huella se estampó profundamente en la arena acumulada por los siglos. Hizo un gesto con la mano y Jamaleq supo que debía comenzar a tomar medidas y notas sobre lo que su señor señalaba.
Tras los anchos muros, lo que parecía un suelo destruido por el tiempo, mostraba pedacería de adoquines, montículos de arena y ni una sola brizna de hierba seca a la sombra de aquellas columnas y almenas. Avanzó un centenar de pasos más hasta plantarse delante de la degradada efigie de quien probablemente fuera un rey de la última dinastía. Contempló aquella cabeza sin facciones, los muñones donde ya no se apreciaban los dedos de las manos y los erosionados pliegues de aquellos ropajes que ahora parecían un largo sudario cubriendo al señor muerto hacía tantas generaciones. El nombre de aquel soberano también había sido borrado de la piedra por el tiempo y el viento del desierto.
Siguieron avanzando conforme el sol se elevaba rápidamente, iluminando las torres más altas, hasta llegar a la entrada principal de los salones de la Fortaleza Verde. Kesh-Tur ordenó que se encendiera una yesca para iluminarlo. No le sorprendió que ahí donde seguramente antes habrían brillado los pisos pulidos, se hubieran extendido los cortinajes o hubieran sido recibidas las comitivas de ricos mercaderes, ahora sólo hubiera un amplio y estéril salón de la misma roca perennemente verde, donde la luz de la mañana aún no revelaba los montículos de arena que hacía mucho eran los únicos testigos de los ecos del viento aullando quedamente entre las enormes columnas. A los costados de aquella sala se apreciaban dos enormes arcos, uno al poniente y otro al oriente, que como bocas negras sin dientes, bostezaban aburridas de la eternidad.
Kesh-Tur envió a algunos de los arqueros y los guerreros a que exploraran lo que hubiera más allá de los arcos, luego ordenó a los dos Boyan, a Jamaleq y a los cuatro soldados restantes, que subieran con él por la escalinata verde oscuro que ascendía hasta la torre principal de la fortaleza. El Señor de la estepa vio a los hombres ser tragados por aquellos pozos de oscuridad vertical y el tenue brillo de sus antorchas pronto desapareció. El sol continuaba su ascenso pero la luz aún no penetraba en la Fortaleza, el olor a fría resequedad no era interrumpido siquiera por huesos momificados, oro olvidado o plantas marchitas. El eco de los pasos de Kesh-Tur replicó la disimulada vacilación que sus pies plantaban en cada escalón, impulsado por la necesidad de reinar encima de su propio miedo así como reinaba encima de las estepas y las montañas conquistadas por sus ancestros y por el mismo. Concentrado en este deseo, no se percató de cómo su consejero, sus hombres más fieles, y sus soldados aflojaban el paso quedándose cada vez más detrás, refrenados por el miedo al vacío que los tragaba paso a paso.
Solo así Kesh-Tur entró al torreón por el que entraba la luz del sol, iluminando la roca sólida y de color verde pizarra, que parecía alimentarse con avidez de sus rayos. Reconfortado por el disco dorado que se elevaba sobre el horizonte anunciando otro día caluroso, sonrió satisfecho pues sus temores se evaporaron como las pesadillas después de despertar.
Cuando un disminuido Torgud entró a la sala iluminada, seguido por un Kheytul que sudaba frío en silencio y finalmente por un tembloroso Jamaleq seguido por los soldados, vieron a su señor de pie, observando por la saetera en silencio. Los Boyan flanquearon a Kesh-Tur, y supusieron que tenía su vista y pensamientos fijos en los dos campamentos al pie de la Fortaleza Verde. Pero aquel tenía la vista perdida más allá del horizonte, rechinando los dientes, respirando agitado. Le hablaron, se atrevieron a poner su mano en sus hombros y gritarle su nombre pero él ordenó que lo soltaran, que se alejaran.
El sol y el aire resecaron, calentaron y finalmente quemaron los ojos de Kesh-Tur tras varias horas sin parpadear, pues estaba impedido para dejar de ver aquello que la Fortaleza Verde le estaba mostrando. Finalmente Kesh-Tur se llevó las manos a las cuencas secas en las que la sangre se le había coagulado para luego derrumbarse entre gemidos, incapaz de verter lágrimas. Sus hombres lo levantaron y él ordenó que se retiraran de inmediato. Aliviados por la orden salieron así a toda prisa dejando atrás la Fortaleza Verde.
Una vez en su yurta se dedicó a orar postrado hasta bien entrada la noche. Los soldados hablaron durante toda la jornada en voz baja acerca de cómo los dioses olvidados habían castigado la osadía de su señor, y de cómo aquellos que se adentraron en las profundidades de la fortaleza no habían regresado. Los Boyan, temerosos de que su rey se hubiera vuelto loco, se mantuvieron en vigilia a su lado, y Jamaleq, completamente incapaz de sanar aquellos ojos inexistentes, se concentró en escribir todo lo que había visto y medido en la fortaleza.
Para cuando llegó el siguiente amanecer Kesh-Tur se levantó y salió en silencio de la yurta. Se plantó con la espalda encorvada, como si muchos años se hubieran acumulado sobre ella. Su barba antes entrecana ahora se veía gris y su cabello comenzaba a caerse. Su pulso habíase vuelto tembloroso e incapaz de alzar su sable, siendo que apenas pudo alzar el brazo para señalar hacia la entrada de la fortaleza, por la que un solo arquero herido de gravedad fue vomitado dejando un rastro de sangre tras de sí.
Torgud, como si despertase de un sueño, atravesó el suelo polvoriento para sostener al hombre, quien al ver a su superior clamó por El Profeta, agradecido, antes de desfallecer.
Entonces Kesh-Tur, envejecido y debilitado, hizo una seña a sus Boyan para que levantasen el campamento e iniciaran de inmediato la larga marcha de regreso a Samarkanda.
Abraham Martínez