Las polillas revoloteaban alrededor del resplandor del fuego. Crepitantes pavesas cubrían a Kojiro y a su audiencia, hipnotizada con el cuento. Para aquellos hombres, curtidos en la guerra, conversar en torno a la hoguera era una forma de sentirse en casa y celebrar que seguían vivos.
Ryota “Oni” frotó sus sienes. Ajustó las correas del casco, tomó su kanabo y salió a explorar. No estaba de más sorprender a un posible rastreador, o prevenir una emboscada. Además, los bosques podían ser sitios muy peligrosos. Había escuchado cientos de leyendas: vengativos espíritus sin rostro merodeaban por solitarios senderos; atroces criaturas construían nidos en los árboles; bestias deformes cocinaban niños raptados; brujas con monstruosas bocas llenaban sus barrigas con incautos viajeros; ocultos en lagunas y ríos, criaturas con aspecto de reptil; fantasmales bolas de fuego que aparecían súbitamente en las encrucijadas; espectros femeninos y aterradoras cabezas voladoras. Los fortuitos crujidos de las ramas, el constante silbido del viento, el sorpresivo ulular de las lechuzas y las sombras extendiéndose sobre la hojarasca, eran indicios de la presencia de estos seres sobrenaturales. “Nunca cruces un bosque en la noche”, pensó.
Ryota caminó por una vereda que lo condujo hasta un lugar poblado con grandes cedros. Uno de los dioses agitó su abanico y corrientes del noroeste sacudieron el follaje. El sonido de la madera arqueándose era idéntico al chasquido de una garganta perforada. Revivió cada instante de la batalla en Kawanakajima.
Amanecía. Una densa niebla envolvía al valle. La aguanieve cortaba las mejillas. Uesugi Kenshin descendió con la mayor parte de su ejército por las laderas del monte Saijoyama, maniobra con la que pretendía tomar por sorpresa el campamento del clan Takeda. El resto de sus tropas las distribuyó entre la guarnición de Zenkoji y el paso de Amenomiya en el río Chikuma. Las tropas en el vado tenían la misión de atajar los refuerzos del enemigo. Ryota “Oni” encabezaría a los lanceros en la ribera.
Ryota y sus hombres ocuparon posiciones en el Chikuma. En el campamento recién instalado, los generales esperaban impacientes noticias de la batalla en el valle. A lo lejos se observaban altas columnas de humo y se escuchaba el bullicio del combate.
—¡Abran paso! ¡Abran paso! ¡Mensaje del señor Uesugi Kenshin! —avisó el jinete que cabalgaba a galope.
El heraldo llegó con los generales, desmontó y se arrodilló para comunicarles los últimos acontecimientos. Ryota dio instrucciones a sus soldados y se acercó discreto, necesitaba saber qué sucedía en el campo de batalla.
—El señor Uesugi Kenshin atacó en oleadas y rompió las pinzas del clan Takeda. Presionó hasta el punto de quiebre al enemigo. Confiado, montó su caballo y armado con una lanza irrumpió en el cuartel de Takeda Shingen, daimio de Shinano y Kai. Lo atacó e hirió pero Takeda Shingen se defendió con su abanico de hierro. La guardia personal de Takeda Shingen intervino y el señor Uesugi Kenshin terminó por retroceder —concluyó el mensajero.
Los generales se miraron desconcertados unos a otros, mientras un gesto de preocupación se dibujaba en el rostro de Ryota. No salían del estupor cuando arribó otro correo.
—Mensaje del señor Uesugi Kenshin para sus generales: Conforme transcurrió la mañana, el clan Takeda ocupó el Saijoyama y pilló a la retaguardia. Entregamos el valle, nos reuniremos con ustedes en Zenkoji.
—¡Los estandartes de Takeda Shingen! —alertó un centinela. Ryota “Oni” regresó apurado con sus lanceros.
La caballería del clan Takeda cargó levantando una nube de rocas y huesos triturados. La tierra se estremeció bajo los cascos. Ryota, imperturbable, con una rodilla apoyada en la orilla del río, esperó la colisión. Manteniendo esa postura recibió con su kanabo a los primeros jinetes, fracturando las patas delanteras de los corceles. Rugió y alzó. Avanzó dando grandes zancadas.
Guerreros mutilados caían. Algunos continuaban combatiendo incluso con los intestinos expuestos. Los alaridos se confundían con los relinchidos de los caballos que pisoteaban rostros y armaduras. Los lanceros se empalaban mutuamente. Los cuerpos se iban apilando. Uno de los generales de Uesugi Kenshin, con media cara desprendida, agitó su espada sobre una montaña de cadáveres perforados. El río Chikuma se tornó rojo. Los muertos siempre serán homenajeados, pero nadie recordará el nombre de las flores que salpicaron con sangre.
Ryota atravesó una muralla de picas. Destrozó cabezas, machacó extremidades y aplastó cuerpos. Golpeó con su kanabo, una y otra y otra vez, sin tomar un respiro, abriéndose camino entre las columnas del clan Takeda.
Cuando ya no quedaron más soldados para matar, Ryota “Oni” soltó el mazo y desenvainó su espada para tomar las cabezas de los generales que había despachado al más allá. Lavó sus trofeos en las aguas enrojecidas del río, peinó los cabellos enmarañados y ennegreció los dientes con polvo de hierro y vinagre. Más tarde guío a sus hombres para unirse con los sobrevivientes del Saijoyama y emprender la retirada hacia Zenkoji. Ninguno de los dos clanes se proclamó vencedor.
Sin saberlo, Ryota había entrado al Bosque Telaraña. Un bosque embrujado que todos evitaban por las historias que se contaban de lo que acontecía en sus parajes. Escuchó unos gruñidos, pensó que quizá se encontraba cerca de una osera. Caminó con cautela sosteniendo su kanabo, hacia el sitio de donde provenían los resoplidos. Al llegar se agachó y separó los arbustos. Espío. Lo que descubrió aceleró su corazón. No era un oso, tampoco un jabalí herido. Se trataba de un espíritu maldito: el espectro de un samurái que, tal vez, no recibió un funeral adecuado, o abandonó el Bushido. Ya fuera por una u otra razón, estaba condenado a errar sin descanso por toda la eternidad.
—¡La vida es gloriosa para héroes y malditos! ¡Pero la muerte es un infierno para unos y otros!—se lamentaba postrado, con la frente apoyada en la empuñadura de su espada. Su melena parecía flotar en el aire.
Aquel fantasma había sido en otro tiempo Minamoto no Raiko, cazador de demonios y admirado samurái por su maestría con la katana. Sus proezas fueron recompensadas con tesoros y tierras. Gestas heroicas escritas con sangre y gritos. Una de sus hazañas más famosas fue la muerte de un ogro que habitaba en las proximidades de Kioto. Asesinaba trotamundos perdidos y por las noches secuestraba hombres y mujeres para comérselos. Eran tan terribles sus crímenes que el gobernante de la región pidió a Minamoto terminar con él.
Acompañado por los Reyes Celestiales, Minamoto cruzó caminos inaccesibles, atravesó ríos y escaló montañas hasta llegar a la guarida del monstruo. La entrada estaba custodiada por un grupo de bandidos. Llevaron a los forasteros ante su señor, quien se encontraba en un salón. Entre sus fauces salía el brazo de un niño a medio masticar.
En algunas ocasiones el ogro se entretenía interrogando a sus víctimas. Así que empezó a preguntarles de dónde venían y a dónde se dirigían. En realidad, no le importaban las respuestas, desde que interrumpieron su banquete ya había decidido cómo se los comería y en qué orden.
Ellos sabían que en cualquier momento su anfitrión se aburriría y los asesinaría. Así que se esforzaron en divertirlo. Lo hicieron beber hasta que cayó ahogado de borracho. Minamoto sacó una espada, oculta bajo sus ropas, apuñaló con fuerza el pecho del ogro y, con una rápida maniobra, lo degolló. Intentó gritar pero la sangre inundó su garganta. Herido, los Reyes Celestiales lo mantuvieron contra el suelo. Impotente sintió cómo la hoja cortaba su garganta. Expulsó sangre cuando su cabeza fue separada del tronco.
—¡Yo te asesiné! —dijo al voltear y ver a Ryota acercándose con la máscara puesta.
Estas palabras lo confundieron, desconocía los detalles del duelo entre aquel espíritu y Shuten-doji. El fantasma se irguió. ¡Era tan alto! Mariposas nocturnas giraban a su alrededor, cautivadas por el brillo que desprendía su cuerpo. Las antenas emplumadas de los insectos descifraban la nocturnidad, interpretando aromas imperceptibles. Olores que despertaban el apetito o impulsaban el apareamiento. Los ojos de las polillas absorbían la luz de la luna y destellos de estrellas. Luz que viajó millones de kilómetros para integrarse con ellas. Aleteaban desorientadas, comportamiento habitual cuando un espectro se encontraba cerca. Cada vez que sus alas subían, bajaban y volvían a subir algo sucedía en el mundo: montañas erosionándose hasta convertirse en nada, ríos cambiando de curso, señoríos llegando a su fin, crisantemos floreciendo.
Minamoto sonrió con despreció. Desentumeció cuello y hombros. Desenvainó, llevó la espada hacia atrás. Adelantó el pie derecho. Apretó la tierra. Retó con un rugido a su adversario. Estaba ansioso por pelear.
Ryota caminó impasible hacia el fantasma, cuya mirada colérica sólo se comparaba con el odio y la furia que irradiaba. Su armadura cinabrio parecía envuelta en llamas bajo el resplandor lunar. Desafiante, mecía el mazo con lentitud. Las puntas de hierro producían un inquietante silbido. Estaba convencido de que, si daba un buen salto, arrancaría la cabeza de su enemigo con un golpe certero. No le importaba que ya estuviera muerto, lo mataría las veces que fueran necesarias.
Relámpagos aislados iluminaron el cielo y el bosque tembló con el estrépito de los truenos. Gruesas gotas abrieron pequeños cráteres separados uno de otros. En unos instantes cambió el relieve. El viento arrancó el follaje, quebró las ramas de los árboles. Arreció la lluvia. La cortina de agua era tan cerrada que apenas se distinguían las siluetas de ambos contendientes.
Ryota apuró el paso. Llevaba su kanabo pegado al cuerpo. Zigzagueó para desconcertar a su oponente. Ni la ropa empapada ni los charcos entorpecieron su agilidad. Tenía un plan de ataque. Moverse rápido, llegar hasta unas rocas cercanas a la aparición. Impulsarse. Esquivar el filo del acero. Apoyarse en los troncos. Caerle encima y acabarlo.
Minamoto no se perturbó. Siguió la carrera de su enemigo, abriéndose camino en la tempestad. Era tan veloz que no tocaba el suelo. Corrigió la posición, sólo un poco para tener un mejor ángulo. Alzó la espada por arriba de su cabeza. No lo inquietó el vuelo de su contrincante. Tampoco lo tomaron desprevenido las evoluciones que dio en el aire. Bloqueó el ataque con precisión.
No lo podía creer. Se elevó a una buena altura. Sus saltos contra los árboles fueron como los planeó. Maniobró con pericia al descender. No titubeó cuando golpeó. Ejecutó cada paso a la perfección. Aun así, había fallado. Al aterrizar, descubrió todos los cortes que había recibido en tan solo un instante. “¡Tienes que pelear!”. Su máscara y armadura lo protegieron de sufrir heridas más profundas; sin embargo, sangraba. Revisó su kanabo. Encontró la muesca del impacto. Ningún arma hasta ahora había dejado marca alguna en el mazo. “¡Pelea!”. Era un contrincante formidable. ¿Cuántas veces buscó en el campo de batalla a alguien con la destreza de aquel espectro? “¡Pelea! ¡Pelea!”.
El combate era brutal. Chispas incandescentes salieron disparadas tras el choque entre el hierro y el acero. Las montañas cercanas retumbaban; los árboles sucumbían, desplomándose; la tierra se resquebrajaba bajo sus pies. Ninguno estaba dispuesto a rendirse. Tal parecía que la batalla se extendería hasta el fin de los tiempos. Inesperadamente, el viento descubrió los sepulcros y la tormenta limpió los huesos. Cráneos partidos, esqueletos amontonados como costales. Ryota no era el primero en enfrentar al fantasma guerrero del Bosque Telaraña.
Buscaron durante varios días hasta que encontraron el cuerpo de Ryota en una cárcava. Estaba boca abajo, hundido en el barro. Al darle vuelta, contemplaron asustados un gesto de asombro en su rostro. No lo podían llevar y decidieron enterrarlo ahí mismo. Temerosos por las leyendas que se contaban de ese lugar maldito, no se quedaron por mucho tiempo. Sobre la tumba dejaron el kanabo y los pedazos de la máscara que consiguieron reunir.
Esteban Raymundo González