Los cuerpos eran arrastrados por la corriente. Algunos se pudrían en la orilla. El viento traía consigo el hedor de la sangre, esparciéndolo por el bosque. Sobre la corteza del sauce, trepaba un escarabajo con enormes mandíbulas, idénticas a la cornamenta de un ciervo. Estos bichos eran apreciados por los niños, quienes los capturaban para enfrentarlos en improvisadas arenas. El errático ascenso no pasó inadvertido para Kojima Ryota “Oni”– el Ogro –, mercenario que capitaneaba a la infantería de Uesugi Kenshin, Gran Señor de Echigo.
Ryota cabalgaba una yegua criolla que, alerta, mantenía sus orejas rígidas hacia adelante y resoplaba con insistencia. El aroma de la yerba apisonada impregnó su negra barba. En un extremo de la montura colgaban cabezas con ojos desorbitados y dientes ennegrecidos, trofeos obtenidos en la batalla del paso de Amenomiya. La potranca estaba nerviosa, el rastro de sangre había atraído a híbridos carroñeros –mitad humanos, mitad pájaros–, cuyos picos y garras eran tan fuertes que incluso partían con facilidad los huesos de un buey.
Balanceó su kanabo, un mazo elaborado con el fémur de un gashadokuro, armado con puntas de hierro. Silenció a las cigarras con los primeros versos de El Cantar de Heike, samuráis que, ante la inminente derrota, prefirieron desaparecer bajo las grandes olas en el estrecho de Kanmon: “Vida y muerte, tan sólo un destello. La tierra, el cielo y los dioses se vuelven nada”. Los espíritus de aquellos guerreros quedaron atados al mar y sus rostros grabados en los caparazones de los cangrejos venerados en las islas Honshu y Kyushu.
A diferencia de estos legendarios samuráis, Ryota no tenía amo, alquilaba sus habilidades al mejor postor. Su talento para matar no era barato, pero desquitaba cada pieza de oro. Agradecía su destreza para asesinar al dios de los ocho estandartes.
El cielo se tiñó con púrpuras y dorados que giraban como cristales en un caleidoscopio. Las hojas de los árboles eran atravesadas por un cálido resplandor, incendiando láminas y nervaduras. Un fuego inasible se extendió por el intrincado ramaje hasta envolverlo. El bosque parecía arder con el crepúsculo.
Los espíritus del bosque comenzaron a desprenderse de los árboles. Requería de mucho esfuerzo separarse de sus anfitriones. Al terminar de liberarse, recorrían los senderos, deteniéndose sólo para soplar con suavidad sobre un diente de león y liberar sus delicados filamentos. Superaban el aburrimiento contemplando el vuelo de las luciérnagas, o los saltos de un guijarro sobre la superficie del agua. Inquietos por el ruido de las armaduras, fueron desvaneciéndose con lentitud.
—¿Qué les ocurre? ¿Se les cayeron las bolas en Kawanakajima? ¡Una campesina sería más rápida que ustedes! ¡Apúrense! —gritó Ryota al puñado de lanceros que marchaban atrás de él: tenían que alcanzar a las tropas que se retiraban al Castillo Kansugayama.
La impaciencia con sus hombres se debía a que apenas unos días antes pelearon como auténticos demonios. No entendía porqué ahora arrastraban los pies. En la contienda exhibieron un coraje que evocaba al mítico Saito Musashibo Benkei, quien, sin ayuda alguna, luchó contra cientos de soldados en el puente de Koromogawa. Los samuráis más experimentados instruían sobre el valor, contando cómo el monje guerrero –tan sólo empuñando su naginata, arma similar a las alabardas portuguesas– resistió hasta que cayó abatido.
Sonrió cuando los portaestandartes se adelantaron al grupo, aguijoneados por sus mordaces insinuaciones. El golpeteo de las placas de hierro y los pendones salpicados de rojo –filtrando la luz del atardecer– le recordaron los cuencos y linternas flotantes en las festividades para recibir a los ancestros. Habían sido tantos los muertos en este último enfrentamiento que, el próximo año, las lámparas iluminarían los ríos como si se tratara del aliento de un dragón.
***
Los clanes Uesugi y Takeda habían luchado en ocasiones anteriores en Kawanakajima, extensa llanura rodeada por espesos bosques y ondulantes colinas. En las zanjas excavadas al pie de las laderas, sobresalían lanzas astilladas y osamentas de caballos. Durante estas frecuentes escaramuzas, Ryota se distinguió por revelar una inhumana ferocidad: aferrado a su kanabo aplastaba cuerpos, reduciéndolos a una masa de músculos, huesos y sangre.
Generales y soldados enemigos empezaron a llamarlo “Oni”. No le disgustó el sobrenombre, consideró muy apropiada la comparación y presumía el temor que provocaba. Además, provenía de una región montañosa en la que reverenciaban a estos gigantes.
Ryota no era un estratega pero como buen apostador sabía leer a sus adversarios y aprovechaba cualquier oportunidad para sacar ventaja. Así que pidió a Tsukumogami, herrero del Castillo Asahiyama, forjara una armadura que lo hiciera ver como un ogro. El artesano aceptó la solicitud mientras vaciaba un cántaro de vino de arroz en el adarve de una de las murallas.
—¿Escuchas los estruendos? ¡Parecen martillazos sobre un yunque! Se aproxima una tormenta — advirtió trastabillando, sin derramar una gota de sake de la vasija que sostenía—. No sólo usaré el mejor hierro y el cuero más fino, también ocuparé algunos materiales que conseguí en el puerto de Sagami: objetos utilizados en las fraguas del célebre Masamune Ozaki. Observo cierto escepticismo en tu mirada. ¿Piensas que he bebido demasiado? ¡Sígueme! —exclamó alzando su preciada ánfora.
Descendieron por un talud adyacente, cadáveres destripados se amontonaban a lo largo de la cuesta. La pestilencia de los cuerpos era insoportable. Los cuervos graznaban, sacudían sus alas y picoteaban los ojos de los muertos. Tsukumogami tropezó un par de ocasiones al final del declive, a pesar de su volumen poseía una sorprendente habilidad para contorsionarse evitando que cayera el jarrón que apretaba contra la barriga. Llegaron hasta uno de los almacenes del castillo. Las tejas aún humeaban. La puerta bloqueada atestiguaba la intensidad de las refriegas para resistir el asedio del clan Takeda. Tsukumogami esperó recargado en una columna, regodeándose en su borrachera, mientras su acompañante empujaba con fuerza las vigas para despejar la entrada.
—¡Ya deja ese cántaro! Vamos, conseguí desmontar unos tablones, podemos pasar por el hueco —indicó el mercenario. Arremangándose el cotón el herrero entró primero ignorando la orden de abandonar su sake y refunfuñando por la estrechez del improvisado acceso. Ryota, siguió atrás de Tsukumogami.
—Este lugar lo utilizan como arsenal. ¡Mira esas picas! Seguro has visto cómo una de esas lanzas penetra el pecho de un caballo —afirmó palmeando con firmeza el hombro del guerrero—. La cuchilla enterrándose muy profundo en la carne, sangre brotando a borbotones relinchidos de dolor. El jinete intentando sujetarse de las riendas. Entonces el corcel cae. El peso comprime el tórax y las tripas son expulsadas por… ¡Oh! ¡Una linterna! —señaló con una sonrisa, interrumpiendo la mórbida descripción.
Ryota encendió el aceite de la lámpara y se mantuvo adelante. Descubrieron acurrucado en unos entrepaños a un devorador de inmundicias cuyo vientre estaba tan abultado como una mandarina madura. Roncaba y expelía sonoros gases.
—Estos esperpentos usan su trompa retráctil para cebarse con el moho y excremento de los retretes —explicó en voz baja Tsukumogami—. Este parece que encontró las letrinas de la guarnición. Déjalo, no es una amenaza.
En una de las esquinas del depósito el armero descansó el ánfora, caminó unos pasos y retiró el manto que cubría un baúl con herrajes. Levantó la pesada tapa. Sus ojos brillaron. Aspiró el aroma del roble.
—Acércate —invitó a su acompañante para mostrarle los tesoros del cofre: sujetadas con seda de Kawamata las nueve colas plateadas de un zorro de cien años, muy solicitadas por los clarividentes; el cuerpo momificado de una criatura de cuerpo alargado, cabeza de ave y pinzas de crustáceo; una urna con el rabo bifurcado y las patas delanteras de un gato; apéndices usados en la necromancia; una vasija con el agua proveniente de la cabeza de un monstruo de río empleada en elixires para aplazar la muerte; las garras de un tenome cuyos ojos en las palmas revelaban el futuro. Además, pergaminos, tablillas de madera y rollos de bambú con fórmulas misteriosas, recipientes de distintos tamaños que conservaban órganos de bestias prodigiosas, singulares oráculos, antiguas reliquias y valiosos talismanes. Tsukumogami removió algunos objetos de aquella colección de lo indecible.
—¡Aquí está! —exclamó eufórico.
Introdujo ambas manos y alzó la cabeza de un ogro sujetándola con fuerza por el blanco cabello trenzado. Estiró los brazos para enseñársela a Ryota. El fiero rostro estaba tatuado con inscripciones mágicas. Los hechizos protectores habían sido grabados sobre extensas y profundas cicatrices. Las pupilas de sus quince ojos eran tan negras como noches sin luna; apenas se distinguía el contorno del iris en cada una, y debido a su tamaño ocultaban la mayor parte de la esclerótica. Un gesto de ira e incredulidad se había perpetuado en las mandíbulas desencajadas. La lengua colgaba por uno de los extremos de la boca. Cinco cuernos coronaban la frente.
—Saluda a Shuten-doji, el desolador de Oeyama. Unos dicen que nació humano y después se convirtió en ogro, otros que era hijo de la Gran Serpiente y una joven montañesa. Sin embargo, todas las versiones coinciden en su afición por el sake y gusto por la carne humana. Esta cabeza tiene más de quinientos años pero como verás, el paso del tiempo no la ha corrompido.
Tsukumogami bajó con cuidado el trofeo. Volvió a zambullirse en el baúl. Esta vez sacó la coraza de un dragón bermejo, capturado y muerto en los lagos sulfurosos de la Caldera de Aso. Muchos aseguraban que en esa poza se encontraban sumergidas las Puertas del Infierno. La extendió sobre el suelo. Medía unos siete pies de largo, las escamas oceladas resplandecían y eran tan duras como el acero Tamahagane.
—Colocaré los cuernos alrededor del casco, el rostro y las quijadas servirán para una máscara, y la piel de dragón sustituirá las placas de la armadura, mucho más ligera que cualquier metal conocido. ¡Causarás pánico! ¡Serás como una montaña inamovible! —el herrero guiñó cómplice, tomó su ánfora y bebió.
Tsukumogami reemplazó los ojos con jades y piedras preciosas, utilizó bronce para la parte superior de la máscara repujada con relieves que reproducían los rasgos despiadados de Shuten-doji y sujetó con clavijas las mandíbulas previamente laqueadas, después aplicó goma de ciruelo para fijar el brutal rostro. Terminada la pieza que protegería la cara de Ryota siguió con la armadura: empleó la coraza del dragón para el peto, hombreras, grebas y correas. Toda esta labor le llevó semanas, incluyendo el proceso de limpiar y curtir en alumbre ambas pieles que, tras el aceitado y secado, adquirieron un color oscuro cinabrio. Continúo con el montaje de los cuernos en el pesado kabuto, formado con láminas de hierro y un ancho cubre nuca. Mientras instalaba los cuernos en el bacinete un cuervo de tres patas sobrevoló la fragua. Los chillidos del ave eran escalofriantes, sabía muy bien que uno de estos emisarios presagió la desaparición del clan Taira. Decidió no mencionar el funesto augurio al mercenario.
Ryota “Oni” estrenó la armadura durante el asalto al Castillo Iiyama. Sosteniendo en lo alto su kanabo, repelió a los lanceros del clan Takeda que trataron de cruzar el portón de la ciudadela. Los cuerpos salían volando con cada porrazo. Era como si un macizo peñasco partiera en dos a un colérico huracán. Los gritos fueron atajados por las puntas de hierro. Atacaba con tanta fuerza que se hincharon las venas de su cuello y brazos. Las cabezas reventadas con el mazo, parecían flores rojas abriendo las corolas.
—¡No me mires así! ¡Te daré una buena muerte! ¡No supliques! ¡Si pensabas cagarte encima te hubieras quedado en casa cultivando arrozales! —reprendió a un joven recluta antes de aplastarlo con un certero golpe.
***
Mientras sus hombres levantaban el campamento en un despejado, Ryota “Oni” pensó que nadie olvidaría los alaridos de los moribundos rematados en Iiyama. Aquel día hasta los dioses prefirieron cerrar los ojos.
En el cielo nocturno la luna acunaba estrellas. Rodeando la fogata los soldados compartían anécdotas de sus pueblos y familias. El rústico aroma del arroz con pescado, hojas verdes y yerbas los reconfortaba. Parado junto a un abeto, Ryota “Oni”, con ambas manos descansando en el borde superior del peto, escuchaba las historias de Kojiro, un viejo guerrero y propietario de algunas parcelas en las que cultivaba té.
—Cuentan que una pareja de ancianos vivía en este bosque. Nunca tuvieron hijos —Kojiro hizo una breve pausa y continúo—. Cierto día, encontraron en el muelle del lago a una niña. Era tan bonita que se quedaron con ella. Como tenían miedo de que alguien la reclamara le ordenaron permanecer siempre en casa. A pesar del encierro la pequeña era feliz. Mantenía prendido el fogón, barría y sacudía todos los rincones. Los viejos estaban contentos con ella. Pero nada dura para siempre, un lluvioso día un malévolo demonio engañó a la chiquilla para que lo dejara guarecerse en su hogar. Ante los lamentos del desconocido abrió la puerta. El monstruo empujó con fuerza arrojándola hasta el otro extremo de la habitación. Saltó sobre ella y la destripó de un zarpazo. Le arrancó la piel con un solo movimiento. Se la tragó como una serpiente engulle a un roedor. Más tarde, cuando regresaron los ancianos, usó la piel de la niña para timarlos y quedarse con ellos. Ahora tenía techo y comida. (Continuará)
Publicado originalmente en: https://www.wattpad.com/user/vampiro_tatuado
Esteban Raymundo González