El fruto que sigue dando

El viento entraba por las ventanas de su camioneta, quemándolo más de lo que le refrescaba, pero qué se le iba a hacer. Así es el verano en Nuevo León, y en los sesenta y siete años que llevaba habitando la zona, Antonio nunca notó que el clima tuviera intenciones de mejorar. Todo lo contrario, al parecer cada verano era, sino más caliente, al menos más insoportable. Cómo le hubiera gustado sacar a su esposa a bailar a aquellos eventos que se organizaban para los adultos mayores, en la Macroplaza. Ahí, le aplauden su habilidad para el baile y no tiene que estar soportando el aire caliente en la cara. Pero después recapacitó y se culpó a sí mismo por no arreglar el aire acondicionado de la camioneta antes de que llegaran los calores.

Conducía por la Carretera Miguel Alemán, más allá del aeropuerto, en el municipio de Pesquería. Todos los años se queda un fin de semana en su terreno, él solo. Un pequeño pedazo de tierra, el cual visitaba cada semana con su familia. O al menos, con quien quisiera acompañarle. Usualmente sólo iba con su esposa Irasema, su hija Carmen, la menor, con Juan, su yerno y Melissa, su nieta más pequeña y alguna amiguita de esta. No recordaba si siempre era la misma. No se hacía mucho en ese terreno, sólo contaba con una pequeña cabaña, la cual nunca se molestó en siquiera pintar por fuera pero siempre se preocupó por tenerla limpia por dentro, fumigada y con suficiente espacio para que se pudiera estar ahí cómodamente. La pequeña alberca y la palapa son las estrellas del lugar donde se pasaba el tiempo con la familia.
Eso y el árbol de mezquite. Aquel donde enterró al jardinero. Y a la chica esa.
No le gustaba mucho pensar en eso pero recorriendo los caminos de terracería que lo llevan a su terreno resultaba casi imposible.

Cuando recién adquirió el terreno hacía unos treinta años, tenía intenciones de mantener un bonito césped, el cual iba a ser cuidado y mantenido por Samuel, el jardinero. Realmente su trabajo era muy bueno y se llevaban muy bien. En una ocasión, unos ters años después de que compró el terreno, mientras bebía un poco de cerveza en el rancho de Don Fidel, entonces su vecino más cercano, escucharon un ruido raro. Un grito de dolor. Antonio tomó un machete, Don Fidel tomó su rifle y lo cargó. El viejo lideró el camino. Siguieron el ruido hasta una intersección de la terracería. Fuera del sendero, en los matorrales, encontraron a Samuel dormido, desnudo. Junto al cadáver de una muchacha. Al recordar eso Antonio tuvo que detener la camioneta. No quería recordar que mientras él estaba viendo el rostro de Samuel, sonó un estruendo, proveniente del cañón de Don Fidel, el cual sólo dijo «Hijo’esu’pinchemare”.

Antonio avanzó y se detuvo en el depósito. Compró 10 cervezas de lata y unos cigarrillos. Nunca entablo conversación con los dueños del establecimiento pero él sabía que ya no eran los mismos dueños de antes. O al menos no se parecían a los hijos que estos tenían. No pensó mucho en eso, sólo se subió a su coche y manejó hasta su terreno. Al llegar al mismo sacó la bocina que tenía en su casa y la conectó a su celular. Sus hijas les habían enseñado a usar el Spotify y le regalaron una cuenta para que pudiera escuchar música sin muchos problemas. Pero siempre se tardaba en conectar la bocina al celular por el chingado bluetooth.

Mientras bajaba la hielera, la carne y el carbón de la caja de la pick-up, ya con la música sonando, un coche se detuvo en el portón. Era un Jeep. Era el Jeep de Fidelillo. Antonio conoció al Fidelillo, el hijo menor de Don Fidel, dos años después del incidente de Samuel. Fidelillo era unos quince años menor que Antonio, pero se hicieron cercanos conforme pasaron los años. Y particularmente cuando el joven fue quien procuró el rancho de su padre, mismo que le fue heredado cuando este falleció. Junto con sus responsabilidades.
—¿Qué pasó, Antonio?
—Nada, güey, aquí prendiendo el carbón.
—Es todo, ¿ya surtiste?
—Listo.
Fidelillo ya debería estar rondando los cincuenta y dos pero ya pasados los treinta los hombres por lo general se hablan como si todos fueran de la misma generación. Los dos se la pasaron bebiendo y asando la carne, cantando corridos y haciendo lo que los neoloneses vienen haciendo desde que el país tiene memoria.
—Güey, ya se me andaba durmiendo el gallo, por poco se me va la onda, lo bueno es que me hablaste el lunes.
—Como no, si eres bien huevón.
—Cálmese —dijo el más joven entre risas y añadió —tonz, ¿es hoy o mañana?
—Así es.
—Ni pedo, con tal de que no pase lo que le pasó a papá.
—Ni de pedo, m’ijo.
Antonio recordó, no pudo evitarlo. Recordó que Don Fidel le dijo que había una creatura pequeña rondando su rancho. Antonio ya tenía un arma (el mismo rifle que mató a Samuel, por cierto, regalo de Don Fidel), y le sugirió ir a darle caza, pero el Don se rehusaba. Esto sucedió unos cinco años después de lo de Samuel. Y no pasó mucho tiempo para que la creatura encontrara su camino a la parte interior de la casa de Don Fidel, donde fue recibida con la hospitalidad norteña, también conocida como «un plomazo». Lo que si les tomó mucho tiempo es averiguar de dónde venia.

—Nada mas no te me pongas muy pedo, güey”
—Tas loco, güey, no mames, yo me las tomo y a ti te pegan.
Los vecinos habían cambiado ya la música, de los Cadetes a José José cuando Antonio bajó el volumen de la bocina.
—A ver, güey.
Fidelillo escuchó un poco y dijo —No se oye ni madre —y acto seguido sonrió.
Antonio le contestó la sonrisa y se metió a su casa por el rifle, Fidelillo hizo lo mismo pero en su Jeep. Al estar listos los dos, Fidelillo tomó un par de cervezas cerradas de su hielera.
Los hombres avanzaron hacia el mezquite entre la luz de la luna y el silencio inusual del monte, con su arma en una mano y la otra mano una helada.
Se postraron frente al mezquite donde Don Fidel y Antonio enterraron a Samuel y a su víctima hacia unos treinta años. Antonio y Fidelillo (así como alguna tiempo Don Fidel) sabían que una vez al año, en el aniversario del entierro, el árbol de mezquite liberaba de entre sus raíces a una creatura muy malintencionada, pero con el defecto humano de ser bastante débil en su nacimiento. La primera vez que rondó una lo hizo como por cinco años y aún así no podía con la mayoría de la fauna local. Fue un milagro que no se la comiera un coyote. Con Don Fidel no corrió con la misma suerte. Pero no iban a dejar nada a la suerte. La maldad de Samuel seguía dando frutos y ellos seguían interponiéndose.

Las raíces del mezquite comenzaron a moverse y una pequeña cosa humanoide se abrió paso. Su piel era carne y corteza del árbol. Su rostro una serie de ramas con cuencas. Antonio las conocía bien. Fidelillo no. Fidelillo solamente le disparaba en cuanto la veía, todos los años era igual.
Sonó un disparo.
—Ándele, hijo’esu’pinchemare —dijo Fidelillo al dispararle al pequeño monstruo.
—Chingada madre, cabrón, ni chance me diste de levantar el arma.
—Es que ya, güey, ya te pesan los años.
Antonio se rió del comentario pero sabia que tenia razón. El año entrante quizá tendría que traer a Juan, su yerno. Ya se llevaba bien con Fidelillo y se defendía disparando el rifle.

Quizá debería hacer un arreglo con Juan, así como Don Fidel lo hizo con Fidelillo. Dejarle el rancho, siempre y cuando prometa encargarse del fruto del mezquite. Estaba seguro de que accedería.
¿Tonz qué, Antonio, vamos al depo o qué?
—No andes tentando al diablo, cabrón, yo no me regreso a la casa hasta el domingo, apenas es viernes.
Fidelillo gritó como sólo los norteños ebrios saben hacerlo —Ajajay —y añadió—, yo tampoco, vamos a tomar, pues.

Antonio recogió el cuerpo del monstruo que mataron. Cuidadosamente lo metió en una bolsa. Siempre había un perro en el camino al cual aventárselo.

Javo Monzón

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