Era una noche cálida de agosto, prendí todos los ventiladores de la casa.
No soportaba tanto calor, el colmo era que se agravaba con mis cambios hormonales producto de la menopausia. Las gotas de sudor escurrían por mi cuerpo, sentía cómo bajaban por mis piernas.
No pude más, ¡era un horno!
Tomé un regaderazo, me arreglé y salí de ahí. En mi desesperación sólo quería ir a un lugar con clima. Pasaron uno, dos, tres camiones, hasta que subí a uno de los más modernos con clima y wi-fi. Esa ruta hacía más de dos horas en su trayecto completo pero esperaba que cuando regresara de nuevo a la misma parada de camión ya se me hubiera pasado el horrible bochorno que estaba experimentando. Me senté en la última fila y me puse a ver videos en internet en mi celular aprovechándome de la señal gratuita.
Después de un rato puse en la búsqueda del navegador del celular las palabras «guapo y sexy». Aparecieron videos de hombres musculosos con muy poca ropa… o ninguna. No recuerdo cuántos videos vi, me quedé profundamente dormida.
De pronto, desperté entre risas. El camión se había detenido. El chofer caminó hacia mí y con voz baja me dijo: “Señorita, ¿para dónde va? Ya se aventó dos vueltas en el camión y la estoy notando muy rara, o se aplaca o voy a tener que bajarla”. Soltó una risa burlona.
Traté de moverme del asiento para acomodarme y vi que la falda me llegaba a la cintura. ¡Tenía mi mano izquierda metida en el calzón! ¡Ay, Dios, qué vergüenza!
—Perdóneme, chofer, debió ser el calor. Por favor, no me baje aquí, ya falta poco para llegar a mi casa.
—Está bien pero estese quieta —dijo mientras regresaba a su asiento.
Llegué a mi casa alrededor de las dos treinta de la mañana.
Y, desde esa noche, cada que tengo un sueño erótico producto de mis aceleradas hormonas, despierto… pensando en el chofer.
Claudia Aguilar