Las corrientes de los mares de Planumbria chocan con los áridos continentes y lamen las costas de las innumerables islas. Siempre bajo el pálido resplandor de un sol moribundo, siempre llevando un tenue tufo a sangre humana diluida.
Dicen los registros de los ancianos que hace mucho tiempo el sol era radiante y los campos de los humanos estaban cubiertas por una especie de algas de tierra que se mecían al viento como estas se mecen en las bahías cuando el oleaje es calmado. Pero no hay nadie vivo que pueda confirmar esas historias porque desde que se tiene memoria, los brujos vampiros han reinado sobre esos desdichados seres, que pasan sus cortas vidas ofreciéndoles su sangre y su vasallaje.
La vida de la Gente del Mar suele ser larga, siempre y cuando no te cruces en el camino de una medusa gigante o te trague sin querer un leviatán viejo, o tal vez al ser herido por un rival estés muy débil para sobrevivir. Nacimos en el mar y vivimos bajo sus reglas: hay lugares profundos a los que no debes descender, porque ahí en la oscuridad mora otra Gente del Mar, los que dicen que renegaron del sol y de los dioses azules para adorar cosas aberrantes que duermen en la oscuridad.
La superficie también puede ser peligrosa si hay pescadores cerca: una red puede ser rota con un cuchillo de ostra, pero no con los dientes. Por eso a los niños pequeños se les dice que no salgan de su cueva solos, o podrían toparse con la “Sangujuela del océano”, ese que los humanos llaman Nyctagenus Expansa, el Primer Caballero Demonio, quien tiene un extraño gusto por la sangre de la Gente del Mar. Quisiera pensar que es un cuento para niños, pero el Duque del Segundo Círculo Interno de Planumbria es tan real como los vampiros que dominan tierra firme, y en más de una ocasión hemos tenido que expulsar de las áreas de crianza sus buques, y enfrentado sus arpones.
Los encuentros entre los humanos y la Gente del Mar no son raros. Conocida es la leyenda de la sirena que se enamoró del pescador, o viceversa, que en diferentes colonias se relata de modos distintos: en los palacios de coral, las bardesas sirenas cantan a los príncipes sobre doncellas de hermosas piernas y cabellos dorados que resultan ser princesas de alguna isla, cuyos moradores prometen dejar de pescar y sacar perlas tras el pacto entre el mar y la tierra, pero esta versión cambia según las preferencias de quienes las escuchan. Sobre los artefactos mágicos como collares o gorros de anémona, de cuyo encantamiento depende el regreso a tierra del visitante, también se cantan muchas leyendas, igual en palacios que en humildes colonias de criadores de langostinos.
Pero yo tengo mi propia historia para contar. Si mi canción llega a ti, cuéntasela a tus hijos, a tus hermanos cuando empuñen sus armas, recuérdame cuando defiendas a tu familia del embate de un tiburón, o cuando sientas que el miedo te muerde las agallas. Porque vale la pena morir si tu causa es justa.
Hace varias mareas, llegó a mis oídos el canto de auxilio de un anciano vidente. La corriente occidental la trajo a mí y fiel a mi juramento de ofrecer mis espadas aserradas al desvalido, nadé toda la noche hasta llegar a la bahía de una isla cercana al gran continente en el que se asienta el trono de los brujos vampiro, ese que llaman Turrimplaga.
En las aguas bajas, cuando el débil sol despuntaba, encontré al vidente. Sus largas barbas como tentáculos de kraken verde parecieron hacerme señas desde la lejanía. Aunque su cuerpo era débil, sus ojos dorados aún poseían la fuerza de un espíritu salvaje, y cuando me presenté ante él, me contó lo siguiente: “Has de saber, Guerrero Errante de los Mares del Sur, que hace mucho tiempo cuando era joven como tú, me atreví a salir del mar para conocer la tierra, y quiso el destino que conociera a una muchacha humana, de hermosa cabellera rizada y largos dedos delicados como patas de cangrejo en pies y manos, quien rezaba fervorosamente a la luna. Embelesado por sus palabras, me enamoré de ella y comencé a visitarla cada plenilunio.
Quisieron la luna y el mar que tuviéramos descendencia, volviéndose nuestros hijos grandes pescadores, una bendición para los demás habitantes de la isla. Pasaron muchas generaciones, mi amada murió, pero mis descendientes heredaron a sus hijos sus habilidades de buceo.
Después de dos siglos, mi vida está llegando a su final, y anoche, que volví para despedirme de mi descendencia, descubrí con horror que muchos habían sido asesinados y sus cuerpos anclados con cadenas a la bahía. Estoy enfermo y no puedo ya sostener un tridente para vengarlos, se me ha revelado en una visión que no veré la próxima luna llena, y clamé a los mares que enviaran quien salve a los pocos hijos que me quedan, o en su defecto, vengue a los que han sido asesinados sin piedad”.
Dijo esto el anciano y desfalleció delante de mí, agotado por el esfuerzo de su canto. Respondí vibrante que yo encontraría al verdugo de su linaje. Y hoy lo he encontrado.
Después de varias noches acechando la ensenada, una lancha se acercó a la bahía de los cadáveres. Una roca costera con una cadena sujeta a ella se hundió a varias brazadas de mi escondite, y en el último eslabón, un hombre adulto apareció bajo las aguas, hundiéndose. Él se precipitó hasta el fondo arenoso y comenzó a forcejear vigorosamente para tratar de zafarse. Sus ojos tenían un remoto destello dorado y pude intuir que su sangre no era sólo humana, sino también herencia de la Gente del Mar. Al poco tiempo, una figura pequeña saltó al agua desde la superficie y se lanzó con la furia depredadora de un congrio hacia el hombre, mordiéndolo en el cuello con dos afilados colmillos.
Salí de mi escondite y nadé rápidamente hacia ellos, pero el hombre murió desangrado en pocos segundos.
Ahora la niña está delante de mí: Sus ojos tienen la deslumbrante blancura de los ojos de los vampiros, pero en su cuello veo las ranuras de las agallas propias de la Gente del Mar y sus descendientes. Una abominación que muestra sus dientes, ni de humano ni de tritón, y que se está saboreando mi sangre, roja azulada, palpitando con toda la fuerza vital de un auténtico hijo del mar, y no un humano hibridado.
¡Escuchen mi canción! ¡Tengo miedo, pero sujeto mis espadas y saludo haciendo un giro con ellas delante de mí, en mi mente recito el juramento de los Guerreros Errantes!… Porque esta noche nuestra sangre se mezclará sin duda… ¡Pero no será en tu estómago, sino en las hondas, monstruosidad ajena al mar y a la tierra! ¡O mi nombre no es Harun de los Mares del Sur!
Abraham Martínez Azuara