—¿Cuánto ha gastado usted en esa traje, Don José? La verdad se le ve demasiado bien, símbolo de elegancia.
—Gastado, gastado. La verdad no sé, unos doce mil quetzales. ¿Por qué la pregunta, Doña María?
—¿Qué pensaría usted si le dijera que con un solo cono de hilo del color que usted prefiera puede crear trajes para el resto de su vida? —Don José la miro como si se estuviese volviendo loca.
—Sería una locura, un solo cono no alcanza.
—Cómo de que no —acompáñeme, Don José.
María se puso de pie, dejó la taza de té frío de limón sobre una mesita de madera y con aire renovado salió de la sala.
—Lo que me dice es casi imposible —aseguró Don José.
—Casi, casi —repitió Doña María mientras caminaban por el pasillo de los dormitorios. María abrió la última puerta, entraron. Un ligero zumbido atacó a Don José.
—¿Y ese sonido?
—Usted dijo que era casi imposible.
María cerró la puerta y encendió las lámparas, la iluminación de color blanco dejó ver el amplio lugar. Algo parecido a una bodega.
—Ahora ya no estoy tan seguro.
—Le presento: la máquina que hace una copia exacta de la ropa —Doña María se acercó a una máquina tapada con una lona para carro—. A mi mejor invento.
Desató las cuerdas y la lona cayó. Don José quedó impresionado, una máquina capaz de copiar ropa.
—Yo la llamo CopyRopa.
—¿CopyRopa? ¿Por qué ese nombre?
—Simple, porque copia la ropa.
Una risa se dibujó en el rostro de Don José —¿Funciona? —preguntó curioso.
—Vamos, Don José, si no ni lo hubiese traído aquí. Quítese ese saco.
Don José obedeció de inmediato, estaba tan fascinado que ni siquiera preguntó si era seguro. María se acerca a la punta derecha, presionó la pantalla táctil y la máquina hizo un sonido de arranque alertando que estaba encendida. Al lado de la pantalla María accionó una palanca de metal, al hacerlo una bandeja salió.
—Traiga acá su saco, Don José.
—Con gusto —respondió José fascinado.
María colocó el saco en la bandeja, está regreso a su lugar original con todo y saco. Al cerrarse, en la pantalla aparecieron los componentes de los cuales estaba hecho el saco, aunque eso muy poco importaba.
—De lino —dijo María.
Esta se agachó, al pie de la máquina había unas cajas apiladas, en su interior conos de una gran variedad de estilos, colores y materiales. Algunos más grandes que otros. Todos listos para su uso.
María se movió al centro de la máquina, delante de donde salió la bandeja colocó dos conos de lino, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Fueron puestos en una especie de gancho metálico, María también extendió la punta del hilo y la sujetó a otro gancho más pequeño, este gancho más pequeño al ser asegurado desaparecía casi por completo cuando la compuerta de seguridad era cerrada sobre el.
—¿Ese gancho para qué es? —preguntó Don José aún maravillado.
—Es un tejedor. Más bien es el tejedor sujetador, al cerrarse la compuerta sobre la banda salen más tejedores, el que usted vio sólo es el guía, los demás son mucho más pequeños que ese.
—Aún no comprendo muy bien —admitió Don José.
—Al principio es difícil. Es mejor que vea el resultado —contestó María cerrando la compuerta que dejaba casi en el olvido al tejedor sujetador.
María regresó a la pantalla, al lado de esta estaban tres interruptores, uno de color verde para iniciar la copia. Otro de color amarillo para detener la misma y finalmente uno de color rojo para apagado de emergencia.
—Disfrute, Don José.
La mujer presionó el interruptor de color verde y el zumbido de la CopyRopa incrementó un poco. Era un zumbido constante pero era tan bajo que en la mayoría del tiempo era imperceptible o simplemente el oído humano no le prestaba demasiada atención. Una luz verde fosforescente resplandeció segundos después de que María presionará el interruptor verde, la luz provino de la bandeja donde se encontraba el saco.
—Pobre mi saco —pensó Don José. Aún estaba a tiempo para detener la copia pero la intriga por saber cuál sería el resultado pudo más que la llamada de emergencia de la prenda. La luz verde se apagó.
—La copia a partir de ahora ya no se puede detener, Don José. Quite esa cara de preocupación —le dijo María.
Don José relajó su rostro, de todos modos lo que decía era cierto, ya no había vuelta atrás. Después de apagarse la luz fosforescente los conos colocados a los lados de la banda transportadora dieron cinco vueltas exactas. Luego de las vueltas se escucharon unos leves teclazos, como si una máquina de escribir estuviese dejando marcas sobre una hoja de papel. Aun así, estos «teclazos» eran solamente un poco más fuertes que el zumbido natural de la CopyRopa. Los teclazos se detuvieron, la parte descubierta de la banda transportadora empezó a moverse después de un pitido y el parpadeo de una luz verde colocada al costado de la banda anunciaba que el producto se había copiado con éxito.
—¡Un éxito! —exclamó con júbilo María.
—¿Enserio? —preguntó Don José mirándola muy incrédulo.
—Sí —respondió María moviéndose al final de la máquina.
El parpadeo de la luz verde se detuvo, el producto terminado cayó sobre una mesa metálica que giraba.
—Venga, Don José, sin pena.
Don José se acercó casi como si estuviese viendo la escena de un crimen, acarició la prenda, era suave, era idéntica, una copia en todo sentido. Una copia capaz de engañar al más habilidoso y conocedor sastre.
—¡Es increíble! —expresó Don José aún acariciando la prenda, su saco.
—¿No quiere compararlos?
—Estaría encantado.
—No se puede aún, su saco original se quedará ahí por unas horas.
—¿Qué? —dijo Don Manuel que en su interior sabía que todo esto había sido un truco de Doña María, no era tan fácil como pensó—. Devuélvamelo ahora mismo —le ordenó.
—Vamos, vamos, sólo bromeo —dijo María soltando una rara carcajada. Fue a la pantalla, la palanca se disparó a su antigua posición. Al hacerlo la bandeja se abrió, María extrajo el saco y la bandeja se cerró sola.
—¡Qué susto! No haga esas bromas, María.
—¡Bah! Que poco sentido del humor —casi se burlaba mientras sujetaba el saco con su mano derecha—. Aquí lo tiene, ha salido planchado y todo. Y aunque tuviera que esperar horas para llevárselo no importaría pues ya tiene otro, y si usted quisiera podría salir de aquí con más de mil sacos.
—Mil sacos —repitió Don José revisando el saco para ver si no tenía algo raro, en el peor de los casos a ver si no se había quemado.
—Así como lo oye —María volvió a la pantalla y el zumbido disminuyó más. Por decirlo de alguna manera la máquina fue hibernada.
Estando de nuevo en la sala Don José examinó detenidamente las dos prendas, eran casi idénticas, maravillado no podía encontrar ni una sola falla. «Casi idénticas lo único que faltaba era la etiqueta de fabricación, de esas que dicen «Hecho en Pakistán». Las texturas, el olor a ropa de calidad y sobre todo las formas del tejido eran increíblemente monumentales.
—Creo que me llevaré su creación —dijo Don José.
—Ándele, Don José, los patojos le admiraran más.
Y así fue, esa tarde-noche Don José Mendy vistió la copia de su saco original en una fiesta de empresarios.
Pasaron tres meses exactos desde esa visita de Don José a María. Desde ese entonces el crecimiento de la Sastrería «Amor por la ropa» fue imparable. Al principio señoras de todas las clases sociales se acercaban a la Sastrería para remodelar sus armarios. Para tener ropa en abundancia en solamente una media hora. Con la influencia de Don José y un poco de capital se abrió una planta de producción, que pronto se convirtió en cinco. Dando más de diez mil empleos muy bien pagados. En cada planta de producción había tres «CopyRopa». La máquina sufrió pocos cambios respecto al modelo original, con el éxito obtenido en tan poco tiempo Doña María realizó unos pequeños cambios por ejemplo: Cambiar de tamaño y mezclar colores (hasta seis en una misma prenda), ecosostenibilidad (las máquinas eran alimentadas con paneles solares) y la mejora más importante y solicitada: impresión de dibujos.
Las bodegas de almacenamiento de esas cinco plantas rápidamente se llenaron de producto, por lo que fue necesario abrir un centro de distribución certificado y autorizado que le permitía entregar los pedidos a los mayoristas en el menor tiempo posible.
—Brindo por el éxito. Hace diez años usted, Doña María, hizo una copia de mi saco, una copia magnífica, algo inimaginable.
—Todo fue gracias a usted, Don José. Le he devuelto cada centavo que invirtió en ese sueño. Un gran sueño.
Sus copas chocaron, dentro de las copas había té de limón frío, el favorito de Doña María.
Fue la última vez que pudieron estar frente a frente. A la mañana siguiente Don José amaneció muerto. Alguien arrebató su vida con dos disparos al rostro.
María sintió que el fabricante de su sueño le era arrancado brutalmente de su lado. Pero para colmo en su oficina-casa empezaron a llegar denuncias de varias marcas de ropa que reclamaban derechos de diseño, para María era frustrante pues al iniciar su travesía cada vez que un cliente solicitaba la copia de un diseño en específico ella se comunicaba con las marcas aceptando pagar una indemnización por el uso de su diseño. En otras palabras las empresas registradas, veían que la producción de Doña María era casi diez veces mayor que la de ellos, y habían decidido sacarla del juego. Cómo es posible que ahora cualquiera pueda tener diseños exclusivos en exceso.
Antes las personas de «clase baja y media» ni se asomaban a las vitrinas de las costosas marcas de ropa, pero ahora con que se unieran y compraran una prenda era suficiente para que un barrio pobre vistiera elegantemente o al menos decentemente, eso era por demás inaceptable.
En cuanto a precio Doña María imponía marcas inigualables, cien prendas por cinco quetzales. Esta era el tipo de ropa que más se pedía pues personas de bajos recursos podían acercarse y solicitar esas copias o un combo de vestuario completo que por lo general no superaba los veinticinco quetzales ¡Una ganga!
El resto de los ingresos lo constituían empresas como supermercados, pacas americanas y gente de mercados locales.
Pero el invento llegó a su fin. Una mañana alguien llamó a la puerta, era el cartero. Le entregó un sobre, firmó sobre la hoja de recibido. Cuando Doña María levantó la vista se encontró con el cañón de un arma sobre su frente, al sentir el frío metal supo que ese sueño de «Amor por la ropa» había llegado a su fin. Sus plantas serían denunciadas y cerradas, no podía dejarle a cualquiera semejante cargo, ni tampoco quería ser la responsable de asesinar a otra persona.
El arma se disparó. Lo último que vio era el informe del cartero con el logotipo de su empresa, lo último que recordó fue que en aquella habitación resguardaba la primera «CopyRopa», después de todo, el que comprará la casa sería heredero de una máquina capaz de ayudar al mundo, de cambiarlo, de seguir con su sueño.
Edy Evanilson de León Tzoc