Simpatía por la noche

Lo dijo la noche: sólo somos espectro del pasado inaudito corroyendo estos huesos de pterodáctilo sobre el pecado original. Y aquel personaje que tenía el sobrero no se disipó del vahó nocturno cuando las tiendas estaban vacías. Cuando el buitre sucedía entre los cuerpos tirados en los callejones. No había pena ni dolor ni sueño. Ni siquiera la fugaz forma en relieve de un amor. Días austeros como la fase final de una premonición antes del sueño. No se necesita viajar tan pronto a las fauces de un dios suicida que nos arranca la piel para poder sentir la vida regándose en nuestros poros. Pero vimos los cadáveres y nunca supimos qué hacer o cómo actuar. Quienes desaparecieron fueron mi madre y mi hermana y mi abuela y todas aquellas que pude haber conocido en el momento de penumbra. La vela alumbra tenue al momento de la hora transversal cuando los gritos se disparan para ahogarse a la deriva. No se necesita ir a otros planetas para amedrentar a la madre, para decir lo que verdaderamente se tiene que decir. Pues la palabra es la pulsión; una memoria fragmentada que nos vuela los sesos en el momento que nadie observa o pretende no observar. Traspasa las pestañas del muchacho andante en la avenida principal y hace frío. Y es ese cigarrillo que está chupando lo que hace desaparecer el temor y la lujuria de la muerte invisible. Mujeres, damas de la noche adentrándose en el pergamino, riendo a carcajadas pues tal parca no existe cuando el amor se funde en los sexos. La escena es abierta, en cámara lenta: plano general tan gigante que extrae la desolación y la ansiedad de los cuerpos. Son dos personas. La muchacha le abre los brazos y el enciende un cigarrillo abrazando el cuerpo de ella. Todo se congela tan estrepitosamente que el mar no puede contener la exactitud. Nadan los peces por las bocas sagradas del mal. Mi flor es una especie de naufragio que se promulga hasta el exilio. Poder sentir los rasgos predilectos de la costa brava, el espejismo de un cariño desbocado como un incendio. Vientre abrasado por las llamas creando un puente que nos haga olvidar. Volviendo a la mentalidad del sujeto o de una roca. Hacen el amor mientras la misma cámara prosigue sus cuerpos desnudos y sudados y extasiados por el colérico vino que significan sus pechos juntos. Ella lo monta a caballo por la ladera e imagina otros cientos de perros salvajes navegando por mares infinitos hasta volar por el acantilado. Hubo un asesinato no hace mucho tiempo cuando los ojos se cerraron en la noche. Cuando los disparos cubrieron las grandes ciudades. Te amo, dijo ella. Y vio nacer de su vientre un cuadrangular hexágono digno de un signo zodiacal. Pensó, tal vez, que eran los símbolos sagrados de tierras olvidadas y sintió paz. Pero quince metros sobre el cielo sobrevolando la quimera que significaba su mundo pudo observar no sólo a aquellos perros en laderas sino también a los mismos niños y niñas que ella conoció. Y la lágrima salió por sus mejillas tocando las nubes tan finas hasta desparecer. La pipa de vidrio contenía el cristal del oráculo. Pero tan sólo la visión era para aquellos que podrían desaparecer de su propio pedestal y aceptar la amapola del apocalipsis; el dolor es parte del credo, ella pensó. Y como una madre bondadosa e inocente les dio el pecho mientras ellos le rechazaban. Era un crimen sin cometido, le dijeron al desfigurado detective cuando este sintió la pulsión en el pecho. Es un gato o un leopardo lo que salta sobre su mesa para quedarse ahí durmiendo frente a las fotos de los cadáveres descuartizados. El personaje pensaba en el futuro y sobre todo en las esferas. Decía que las esferas eran bombas de jabón donde todo aquello que sentimos se transfiguraría en el goce. No era así. El futuro era incierto como un manantial lleno de rosas y estiércol. Se dijo así mismo que los cuerpos rondando por las carreteras eran partes de una misma orden secreta. No había qué decir el porqué ni a qué costo. Pero bajo los edificios ciertas personas fumaban cigarrillos adormeciendo los músculos y un pequeño hedor a marihuana y perico confundían el lugar con un manicomio. Pensó en aquellas mentes suturadas por la tarde y también por la noche. Imaginó a su compañero de celda en las fuerzas armadas, mordisqueándose las uñas antes de adentrarse a un viaje psicodélico. No hace falta otras realidades alteradas en la conciencia para predecir la muerte de aquellos que no saben moverse con el viento, o a su vez, el control que ellos y ellas podrían ejercer. Obligados están pues, a dormir bajo ánforas vacías, a sentir el frío maquinal de un pájaro que timbra con su vocecilla hasta el amanecer. Cañones de repente le sumergen en corridas por pasillos terribles franqueados por voces y rostros y manos que lo obligan a despertar. Es el cuarto blanco donde habitamos lo que nos da el gozo, pero también nos devuelve a la miseria. No saber aceptar a la oscuridad como tal también nos hace arrepentirnos de la noche. Y sus estrellas siempre estarán para quien quiera rezar. No cambiaría lo suficiente aquellos espacios vacíos de su cerebro lidiando con el olvido y el miedo a no despertar más. Ver flotar tu cuerpo en un vacío tan negro que sólo tus ojos puedan iluminar el camino, también es una forma de amor. Un disparo en el túnel eterno mientras glorificamos a la misma porquería y a los mismos pies en la televisión. Aquellos rayos catódicos nos asemejan a ciertos animales que ya ni el cerebro pueden pensar. Involución. La muchacha había desaparecido por una calle un tanto extraña. Parecía subirse al auto de un fantasma. Así la vio recorrer las calles vacías mortificando su fuero interior para poder decir te quiero. No se arrepintió cuando la encontró en su propia habitación con los rayos de luna entrando a destiempo por la ventana principal de un octavo piso de ultratumba. Aquellos peldaños parecían ser la biblioteca infinita de la perdición. Puedo oler a muerte y meado y mierda. Puedo ver también los rostros perdidos de aquellos que no pudieron salir a la luz, dijo despacio. Cada cigarrillo que caía al abismo era un disparo en aquellos que nunca podrían salir de ahí. Pero el crimen no se resolvió y siguieron violando a las niñas sobre la noche. Y la estatua de dios iluminada por quince faroles alrededor siguió viendo desde arriba como el salvador. Una sonrisa pequeñita se asomaba en sus mejillas y el detective pensó en la forma del olvido. Se quedó quieto entre la sombra y el destello de luna y observó a dos prostitutas caminar a la deriva. Sonaba una canción de Héctor Lavoe a la distancia. Y el club nocturno seguía abierto y se preguntó si tal vez una copa más no haría daño. Caminó lentamente. Una casa abría sus puertas y los animales salvajes que observó le hicieron recordar a quién sabe qué visión de joven. Se sintió acompañado y solitario y miró los otros sitios y aquellas personas con síndrome animal, con parches y tatuajes, sin dedos y sin uñas, sin esperanzas y sin anhelos, con el corazón en la mesa o en su garganta y le hicieron sentir felicidad. Todo había sido parte de la mazmorra en la cual se encontraba. No la podía cambiar. Ni tampoco ver el sueño de un elefante caminando por el descampado africano. Ni observar por fin cómo una hiena corría por el desierto. Tal sólo tenía una botella de cerveza Pilsener marca nacional y la brisa fresca de una noche tan iluminada que te hacía desfallecer. Caía nieve estaba claro. Hacía frío. Un frío que congela el pensamiento. Pequeño mono aterido de frío. Bocados de comida podía tragar con aquella cerveza. El cuerpo de ella se reflejó distante hasta sentarse con él. Ella dijo que todo estaba bien, mientras encendía un cigarrillo fino y blanco como la misma nieve. Y juntos vieron caer los copos, hasta que aquello formase una barrera entre la realidad y el sueño. Hasta por fin despertar.

Pedro Mieles Cantos

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