Prologo.
Odio las sorpresas, sonará trillado pero no disfruto el cómo alguien conocido salta de algún lugar para sorprenderte por cual sea la situación, no disfruto abrir un presente sin saber de antemano qué es lo que recibo y mucho menos recibir a personas de la nada. Debí saber que no sería mi día desde que me levanté con un hecho de estos, mi cafetera estaba averiada; adiós al líquido divino que hacía mis días un poco menos pesados y más tranquilos, odio en general esta idea de ser adulto y el cómo estos pequeños detalles te desgastan aun más. Con los ánimos por los suelos decidí alistarme para mi trabajo -no es como si mi tarde fuera a mejorar gracias a esto, pero mantenía mi mente ocupada- no tengo el maravilloso lujo de un vehículo en el que irme pero el transporte público está más que bien para mí. Miré el reloj odiando mi tarde todavía más.
El último autobús se había ido.
Me resigné, no me quedaba de otra más que ir a pie. Tardaba treinta minutos en llegar caminando, no era mucho, incluso me hacía cuestionarme el porqué de mi elección de transporte en un vehículo con mucha gente desconocida, todos compartiendo el mismo espacio, el solo pensarlo provocaba que me dieran náuseas.
Durante mi caminata notaba lo especialmente calmado del día, respiré hondo y exhalé. Respiré hondo y exhalé de nuevo. Respiré hondo y… un pestilente hedor inundó mis fosas nasales, con enojo dirigí mi mirada al lugar culpable de arruinar lo calmo del momento, era un callejón a cinco minutos del bar donde trabajaba. Siempre oía a clientes quejarse de esta área en particular, jamás le tomé importancia, creí que era una exageración, pero aquel lugar tan angosto y sin nada de iluminación era intimidante. Antes de siquiera poder dar un paso adelante y embarcarme en una misteriosa pero breve aventura escuché un estruendo que me descolocó por completo, había algo moviéndose ahí.
Como pude ignoré el pequeño evento sucedido y seguí a mi trabajo, me negaba a pensar que mis piernas flaqueaban por algo más que no fuera el cansancio acumulado por las largas jornadas de pie detrás de una barra. Saqué las llaves que correspondían a la puerta principal y en el proceso pude ver a dos clientes fuera esperando a entrar, me pareció de lo más curioso ya que no llegaban personas al menos hasta que el lugar llevará hora y media abierto, me acerqué cautelosamente y forcé la sonrisa más amable que pude.
—Disculpen, caballeros —les llamé la atención — , lamento la tardanza, abriré ahora mismo. Dentro siéntanse cómodos.
No respondieron. Me miraron de arriba a abajo, escaneándome y viendo cada detalle en mí, se miraron entre ellos unos pocos segundos para luego hablarme.¿Es usted el dueño del lugar? -preguntó uno de los hombres, mis ganas de contestar sarcásticamente fueron frenadas por mi autocontrol y solo moví la cabeza en señal de asentimiento.
— Nos tendrá que acompañar — continuó su compañero y justo después, en una de las sincronías más perfectas que he visto, mostraron sus placas, eran detectives.
Ya lo había mencionado, pero odio las visitas sorpresa.
Acto l
No esperaban que me negara y no lo hice, no parece saludable seguirle la contra a personas que con un simple chasquido de dedos podrían encerrarme… al menos no por ahora.
Me trajeron a esta pequeña sala, carecía tanto de luz solar como artificial; no había nada más que los incómodos y fríos asientos frente a una mesa de metal. No tenía una temperatura caliente pero tampoco una helada es como si se esforzaran en mantener la habitación lo más neutral posible o eso deduje; no usaría mi cerebro para averiguarlo, la verdad no me interesaba.
—Antony Flynn, ¿es correcto?
—Sí —contesté.
Tomó asiento en la silla frente a mí, me sentí pequeño como si estuviera en medio de una cacería y yo era la presa. No debía estar nervioso después de todo yo no recordaba ser culpable de algo.
—Buenas tardes, soy el detective Espadas, necesito que por favor conteste con total honestidad. Ese pequeño bar… ¿es suyo?
—No, yo sólo atiendo la barra — dije firmemente y pude notar cómo el ceño del oficial se fruncía, no era lo que esperaba.
—Antony —dijo mi nombre procediendo a ponerse de pie y a empezar lo que parecía ser una caminata pequeña por el cuarto—, nos tomamos la libertad de buscar información sobre ti, revisar tu expediente, ese tipo de cosas.
No salió nada de mi boca, preferí esperar a que siguiera hablando, a decir verdad, no tenía idea de a dónde quería llegar con esto.
—Iré al punto, se ha abierto una investigación sobre la desaparición de Mónica Ríos.
—¿Desaparición? — le interrumpí y con una empatía que usualmente usaba como máscara, proseguí—, espero que logren encontrarla, pobrecilla.
—Es una desgracia, es por eso que hemos interrogado a cada persona que tuviera algo que ver con ella y el incidente. —Perdone, pero, ¿qué tengo que ver aquí?
—Al parecer Mónica, horas antes de desaparecer, fue clienta del bar que usted atiende. Siendo el único trabajando dentro del horario que se estima se fue, nos corresponde hacerle unas preguntas.
Muchas cosas cruzaron mi mente, una de ellas era querer irme, básicamente mi horrible día había sido interrumpido por una niña perdida la cual no conozco y muy seguramente olvidé.
—Lo siento pero me tengo que negar —le dije al detective que después de mucho rato manteniendo un rostro sin emociones expresó completa estupefacción por mi respuesta. Lo ignoré y me puse de pie, esa sala me sofocaba.
—Señor Flynn, perdone pero le convendría cooperar.
—¿Por qué lo haría? —pregunté hastiado, era una completa estupidez—, esto no son más que gajes del oficio. Cosas que pasan.
—Como dije antes, investigamos todo de usted, es potencial sospechoso hasta que se demuestre lo contrario, una mínima ojeada a su expediente lo puede arruinar.
Me detuve sobre mi lugar, no moví un músculo y medité un poco lo que me dijo, llegué a una rápida conclusión: Me daba igual.
—Es bienvenido a hacerlo —sonreí con mis ojos casi entrecerrados—, es algo por lo que mi yo del futuro se preocupará, buen día.
Estuve a punto de tocar el picaporte de la puerta cuando alguien más entró repentinamente, era el otro detective que estaba afuera del bar llegando con un pequeño objeto dentro de una bolsa plástica, le cedí el paso mientras yo salía del lugar.
No sé qué me pasó en ese momento o porqué lo hice, pero mis pupilas viajaron a la bolsa que portaba el policía, era un collar. Esa pequeña pieza de joyería que sólo podría usar una mujer de complexión menuda hizo que me recorriera un escalofrío por toda mi columna, lo observe por unos cuantos segundos, suficientes para que los oficiales lo notaran.
—Creí que se tenía que ir.
—Bueno, ya sabe, parece que la curiosidad al final sí mató al gato…
(Concluirá)
Virginia García Armas