“Se va el invierno, pero se queda la oscuridad”
Proverbio de MundoBosque.
Déjame que te cuente, niño curioso, porqué no debes de salir después de que se oculta el sol. No me digas que le aprendiste a algún Clérigo Tapacaminos cómo hacer un círculo de protección, porque esos chapuceros son capaces de inventar cualquier cosa a cambio de unas monedas. Tampoco me repliques que has enfrentado a un par de murciélagos vampiro en algún cenagal contaminado. Cualquier antorcha bien encendida puede espantar a esos animales que medran en las cuevas, porque son atolondrados y necios como tú.
¿Sueñas con aventuras, con la emoción de enfrentar peligros y cobrar por quitarle a algún pobre aldeano el temor a que un lobo venga y se coma sus vacas? Toma en cuenta que por cada paladín famoso, hubo cien idiotas que murieron de las formas más estúpidas o más horribles a causa de su necedad; y que por cada guerrero legendario, hubo mil paladines famosos que perdieron la batalla contra enemigos de los que un hombre sensato preferiría no saber su existencia. No, niño necio, tu simple cuchillo es poca cosa, comparado con los dientes del cachorro más flaco, de la más débil de las criaturas que salen de noche a cazar allende este bosque.
Cállate de una vez, que soy viejo. Mi aliento no es sólo escaso, sino valioso, pues se me apaga la existencia en cada palabra que te digo y no escuchas. Afila tu cuchillo y remienda tu capa de viaje si quieres, pero ponme atención.
Antes de que la estirpe de la reina Wesania construyera los muros de roca que hoy nos protegen del exterior, los primeros colonos se establecieron a las márgenes del Río Gris. Ahí donde el bosque se vuelve tan tupido que ni dos generaciones de leñadores pudieron abrirse paso entre sus frondas, construyeron con maderos y cantos rodados lo que fueron sus modestas viviendas, su Sala del Consejo de la que sólo quedan postes hoy, y los caminos de piedra que hasta la fecha resisten el paso del tiempo. Tú has visto esas ruinas, sabes que digo la verdad. ¡Ah, ahora sí prestas atención, rapaz!
En aquellos días, algunos colonos eran tanto familias pobres que soñaban con volverse hacendados labrando la tierra, como mineros improvisados y cazadores de pieles. Pero entre ellos también hubo otros que en realidad estaban escapando a las fronteras del reino, no para hacer fortuna, sino para evitar el juicio de los inquisidores que perseguían a quienes no adoraban al Dios Sol. Ellos deseaban comerciar con las cosas sucias e impías que se ocultan de su luz. Esta gente se mezcló con los colonos, haciéndose pasar por montaraces o labriegos, y bajo la sombra negra de los árboles se encontraron con un terreno fértil para que su maligna semilla echara raíces. La tierra junto al río hizo brotar las mieses al año siguiente, salvándolos de la hambruna, y el bosque virgen los proveyó de perdices, ciervos y otros animales con los cuales alimentarse. Incluso el río ofreció en algún momento la presencia de truchas enormes, y aquella gente erigió entonces un templo al Dios Sol para agradecerle. Pero la otra gente, la que se escondía a simple vista entre ellos, que también había erigido sus propios altares en lo profundo de la floresta, temió de nuevo por sus vidas al ser alcanzados de nuevo por el culto oficial del reino en aquel lugar tan lejano.
Conjuraron entonces los aprendices de nigromantes, el llamar a un espíritu impuro que derribara el templo ya que sin la protección de Clérigos o Inquisidores, el poder del Dios Sol estaría debilitado. Llegó el solsticio de invierno y reunidos en la noche más larga del año, aquel pequeño cónclave realizó su invocación, ofreciendo a la entidad la vida de una doncella virgen, a cambio de que destruyera el templo. Pero lo que ocurrió, fue distinto, pues aquella muchacha gustaba de explorar el bosque después del anochecer, y ya había hecho un pacto con las fuerzas oscuras a espaldas de quienes se creían sus superiores. Ellos recitaron encantamientos, agitaron sonajas de huesos y campanas nocturnas, pero nadie vino. Fue hasta que la doncella gritó el nombre impronunciable de quien se hubiera convertido en su amante, que el espíritu oscuro apareció, obediente a la mujer, sometido por sus encantos. A una orden suya, los ropajes se volvieron ascuas bajo la luz de las estrellas que reían en silencio, entre los enloquecidos vacíos estelares. La piel y los huesos no dejaron de arder, tan calientes que las piedras y el suelo bajo los pies de los congregados comenzaron a derretirse, fundidos por el calor infernal que emanaban los danzarines. Ardieron y se hundieron en el círculo de magma que rodeaba a la bruja, volviéndose uno con la tierra negra, extendiendo sus manos suplicantes hacia ella que les había entregado el poder que tanto ansiaban a cambio de sus propias almas. Fueron los gritos de aquellos malditos el estruendo que hizo temblar al bosque antes del amanecer, y sus manos que reptaban ardientes bajo la tierra las que cimbraron los muros del templo que crujió, que gimió cuando arañaron su base y agitaron sus columnas hasta hacerlo caer.
Las ruinas del templo siguen ahí, donde nadie se atrevió a edificarlo de nuevo; y aunque de ninguno de aquellos hechiceros quedó más rastro que su funesta obra, aún hay hombres santos que peregrinan por el bosque y dicen haber visto a una mujer que le habla al suelo allende el bosque, ahí en los claros donde no crece la hierba y hasta las piedras parecen haber sido carbonizadas.
¿Crees que todo esto es un cuento de viejo, niño? ¿Crees que lo estoy inventando para que no salgas en la noche? Puedes creer lo que quieras, pero en cuanto escuches entre los árboles una risa que te llama por tu nombre, recuerda lo que te dije, aférrate al cristal que te dio tu madre el día que naciste y regresa corriendo sin volver la vista atrás. Si llegas a encontrar las negras pisadas de carbón que se alejan del río, reza una plegaria al Dios Sol y sin pensarlo dos veces regresa, porque esas huellas sólo te llevarán a las manos ardientes de los espíritus aprisionados en esa tierra maldita. Y si acaso te internas en las frondas y llegas a ver a una doncella desnuda en su trono de huesos, ¡Ay de ti, niño necio! Porque cuando entres a su templo en ese claro allende el bosque, sabrás que no habrá ya salvación para tu alma.
Abraham Martínez Azuara