Nosotros éramos tan solo unos niños cuando todo empezó y de un momento a otro nada volvió a ser lo mismo, sin darnos cuenta la mitad de la humanidad se había ido, olvidándonos. Se fueron sin mirar atrás, como si nunca hubiéramos existido y ahora en la tierra sólo quedan los rezagos de su daño, las cenizas de lo que era antes el mundo y lo único que nos quedaba era recogerlas. Ya nadie recuerda, sin embargo, el recuerdo se mantiene inmarcesible en mi memoria; fue a principios del año cuando lo anunciaron, fue la noticia del momento y con toda la certeza me atrevo a afirmar que ese fue el día en el que nuestro destino se escribió.
“Primera colonia en Marte lista para ser habitada”.
Todo el mundo enloqueció, todos querían irse, escapar, empezar de nuevo, descubrir lo que la nueva Tierra tenía para ellos, claro, sólo ciertas personas eran capaces de comprar el tan anhelado boleto, y a mi corta edad, sin conocer nada del mundo, del dinero y de cómo funcionaban ambos, estaba seguro de que mi familia nunca podría comprarlo.
Pasaron las semanas y los boletos ya tenían dueño, ahora sólo quedaba esperar.
Mientras centenares de personas se preparaban para emprender la aventura de su vida a mí únicamente me quedaba soñar; soñar en lo que pudo haber sido si tan sólo una infinidad de cosas fueran diferentes. Todas las noches antes de dormir cerraba los ojos y me obligaba a creer que al otro día despertaría en Marte y todos los días al despertar lloraba. En ese momento no lo comprendía, pero soñar me consumió por dentro.
Cuando cumplí siete años y empecé a escribir escribía historias sobre las grandes aventuras que mis amigos y yo tendríamos cuando llegáramos a Marte, la clase de personas que nos esperarían en la nueva Tierra, los nuevos lugares que conoceríamos, las montañas, lagos y cielos que admiraríamos, las bestias a las que derrotaríamos, en los héroes en los que nos convertiríamos, todo lo que crearíamos en Marte. Era todo lo que hacía; escribir. Mientras tanto afuera todo era un caos. De hecho “caos” no describe ni la mitad de lo que este evento provocó en la humanidad, sólo puedo explicarlo pobremente diciendo que en el momento en el que la noticia fue anunciada todo se empezó a romper.
El día llegó. La gente estaba lista para partir y yo estaba listo para dejar de tener siete años. Tuve una celebración demasiado modesta pero divertida; mi familia jugó juegos de mesa conmigo, cosa a la que en cualquier día normal se rehusaban a hacer; mi mamá preparó mi comida favorita, mi papá horneó un pastel, mi prima me dejó cargar a su gatito todo el día y mi hermana por única vez mantuvo sus bromas pesadas a raya. Todo fue más de lo que esperaba y cuando nos reunimos para partir el pastel soplé mis ochos velitas y deseé ocho veces poder estar en Marte.
Esa misma noche la nave despegó sin contratiempos y así, sin más que decir, un millón de personas partieron a una nueva vida mientras nosotros sólo pudimos verlos partir. Al otro día desperté, y por primera vez en mucho tiempo no lloré.
Cumplí nueve años, diez años y once años.
“Segunda colonia en Marte lista para ser habitada.”
Esta vez se abrieron becas y oportunidades para personas de excelencia, personas que su talento y mente podrían ayudar a construir un mejor hogar para la humanidad en la nueva tierra. Mi prima obtuvo una y al igual que en muchos otros países se hicieron recaudaciones nacionales para que uno de los nuestros estuviera en Marte.
Tres años después del primer anuncio no creía que pudiéramos colapsar más, sin embargo, esta vez fue mil veces peor. A mi prima la asesinaron ese verano, alguien más tomó su lugar a Marte. Yo me quedé con Rufino, su gato. Dejé de soñar en Marte y dejé de escribir.
Cumplí doce, trece y catorce años.
“Tercera y cuarta colonia en Marte listas para ser habitadas.”
En este punto ya no tiene sentido mencionar lo mal que el mundo estaba. La mayoría de los gobernantes de cada país, la gente de poder, la gente que manejaba la economía del mundo, o se habían ido o se estaban alistando. Ninguna persona de poder, de dinero y medianamente reconocida se quería quedar atrás. Y ninguna lo hizo.
Cuando cumplí quince años tuve una celebración modesta pero divertida; jugamos juegos de mesa, mi madre preparó mi comida favorita, mi padre me horneó un pastel, Rufino pasó todo el día a mi lado y mi hermana rechazó la invitación para abordar la nave camino a la quinta colonia en Marte que ya estaba lista para ser habitada y yo volví a soñar, pero esta vez no soñaba en Marte, soñaba con las estrellas. Quería estudiarlas, entenderlas, pero sobre todo quería saber qué había más allá de ellas, no todo era Marte, debía haber algo mucho más allá.
El tiempo pasó, más lento, más pesado, en este punto la economía ya se había venido abajo, los gobiernos se habían derrumbado pues no había gobernantes que los sostuvieran, las universidades se habían cerrado hace años pues no había nadie lo suficientemente preparado para enseñar y las religiones habían colapsado pues los predicadores o se habían marchado o habían dejado de creer. La última nave camino a Marte partió y ya nadie tenía el dinero, el poder, los conocimientos o la fe para construir una más.
Cumplí veinte años y jugamos juegos de mesa, preparamos mi comida favorita, Rufino durmió todo el día, mi hermana horneó un pastel y yo soplé veinte velas y deseé veinte veces no volver a rompernos. Nosotros, aquellos quienes sobrevivimos al caos lo hicimos porque desde el principio entendimos que no era para nosotros, no importaba cuán fuerte lo deseáramos, cuantas historias creáramos o cuanto lloráramos, nunca estaríamos ahí y tal vez eso fue lo que nos salvó y poco a poco, después de años de esfuerzo, cansancio y desesperanza volvimos a nacer.
Construimos nuestra nueva Tierra en la antigua, en medio de un mundo roto, que estábamos volviendo a unir y los olvidamos. Olvidamos a todos aquellos que se fueron, ya nadie recuerda sus nombres, sus caras, ni cómo era el mundo cuando ellos estaban.
Angélica Margarita Vargas González