Fuera de la ciudad

Busqué dentro de la caja, implorando para que alguno de los ejemplares me ayudara; fui revisando y desempolvando cada uno de ellos hasta llegar a uno que se llama “El secreto de la vida”. En el resumen redactado por la editorial en la parte posterior, comentaba que en su contenido entregaba diversas fórmulas para modificar, retrasando o adelantando, la llegada a cero del cronómetro…

Era mi último martes, lo sabía, todos lo sabían: mi esposa, mis hijos, mi familia, mis amigos, hasta mis compañeros de trabajos. Miré el reloj: no podía evitarlo, desde hacía casi un mes me obsesionaba saber la hora. La pantalla de mi reloj decía las veinte veinticinco, en números grandes y en unos más pequeños, 518400, 518399, 518398. Percibía como todos habían modificado su comportamiento conmigo, mi esposa me miraba extraño, incluso podría jurar que cada vez que salía del baño, tenía los ojos enrojecidos, cada noche me abrazaba y se ubicaba en mi pecho mientras yo leía, me perdonaba las cosas que solían enojarla y me soportaba todo: mi mal humor, mis momentos de soledad e, incluso, cuando le respondía sí a sus preguntas, sin siquiera escucharla. Mi hijo mayor todos los días quería jugar conmigo, a cualquier cosa, a lo que yo quisiera, me decía, y lloró casi dos horas seguidas cuando su mamá le rompió una taza de unos monos feos que a él le gustan que yo le había regalado para su cumpleaños. Mi hijo menor cada jornada después del trabajo me esperaba con un dibujo hecho por él mismo. Entre los dos se peleaban para que les leyese un cuento por las noches o para que les diera la mano para salir a la calle, o para llegar primero a abrazarme cuando regresaba del trabajo. El único amigo que me quedaba no se cansaba de mirarme con esos ojos llenos de compasión, incluso, muchas veces lo sorprendí intentando averiguar cuánto marcaba mi reloj, él aún no podía entender que yo no quisiera que ninguna persona supiera cuándo sería mi último momento, ni que quisiera mantener ese número sólo para mí, ni que no quisiera desahogarme con él.

Ese último martes, toda mi familia estaba reunida, un día extraño para hacerlo, no obstante, desde hacía unas dos semanas que mis parientes buscaban cualquier excusa para juntarnos, hasta esos primos y tíos que jamás veía, querían ir a mi casa a cenar con nosotros, sorpresivamente mi esposa estaba más deseosa que nunca de poder recibirlos. La verdad es que yo no quería ver a ninguno de ellos y mucho menos tenía ganas de comer, llevaba casi seis kilos menos después de mi manía por la maldita cuenta regresiva.
En esa cena todo partió mal para mí, en el forzado brindis que mi esposa hizo por la familia se me rompió la copa, todos intentaron disimular, fingir que no habían visto el mal augurio. Mi mujer corrió a cambiarme el vaso, sin embargo, esa sensación de angustia no me la quitó nada, ni siquiera mi comida favorita, la cual ni probé pero silenciosamente le regalé al perro que desde hacía un tiempo me seguía a todas partes.

Llevaba casi una hora en la bodega de la casa examinando los libros de la abuela, guardados en esa caja desde su muerte luego de que los salvara de ser quemados, más por curiosidad que por otra cosa, por mi madre. Nadie más sabía dónde estaban ni que existían aún. Mi abuela siempre había sido tratada de bruja y mentirosa y, mi madre apenas pudo destruyó cuanto pudo de ella. Lo cierto es que a pesar de las infamias que toda la ciudad hablaba de la anciana, nunca nadie pudo explicar porqué había vivido más de cien años y se rumoreaba que ella tenía la capacidad de, constantemente, modificar el horario de su reloj, cada vez que quería o incluso, de congelar el movimiento de su artefacto y que sólo llegó a cero cuando se aburrió de vivir…

El viernes era mi último día de trabajo: 302400, 302399, 302398. Todo comenzó difícil, por no decir mal. Desperté con mucho sueño, no dormía bien hace muchas noches. Esa madrugada en particular no dejé de angustiarme con mis pensamientos hasta que amaneció, por lo que cuando me levanté para ir al trabajo apenas podía abrir los párpados, no tuve cuidado y rompí el espejo del baño con lo que además de sentenciar varios años de mala suerte, desperté a mi esposa. Su primera impresión fue horror puro, luego comprendió que el mal presagio era para mí y no para ella y se calmó e intentó tranquilizarme a mí.
Caminé el trayecto a mi trabajo intentando disfrutar el paisaje, pero no ocurrió. En la empresa me hicieron sentir que era mi despedida en todo momento con sus atenciones, con sus abrazos, cuando lo único que yo deseaba era olvidarme del cronometro de mi reloj: 295200, 295199, 295198. El conserje, con el que habíamos llegado juntos a la empresa hacía doce años, me apretujó entre sus brazos y me dijo que estuviese tranquilo, que de esa forma aprovecharía mejor estos días, pero yo no quería sus consejos ¿cómo él podría saber algo de este día si él aún no lo vivía? Durante mis años en la empresa yo había participado en varias despedidas, unas veinte o un poco más diría yo, por lo general eran días agradables, de esparcimiento y convivencia, dependiendo del grado de relación que uno tuviese con el festejado. Sólo una vez había despedido a un amigo y si bien estuve preocupado de todos los detalles, nunca me detuve a pensar qué podría sentir el festejado, porque él asumió la situación con calma y recién ahora viviendo su misma situación, lograba comprenderlo y admirar su reacción.
La mayoría de los festejados se mantenían en silencio, algunos saludaban y agradecían educadamente, unos pocos lloraban de la emoción con tanta muestra de cariño; yo en cambio, no quería nada de eso, sólo deseaba salir corriendo de ese lugar y no volver a ver a esas personas, a ninguna de ellas.

El salón central del edificio estaba abarrotado por los doscientos trabajadores de la empresa, con mesas repletas de comida y bebidas, todos querían saludarme o conversar conmigo. Yo asentía por cortesía pero no estaba interesado en escuchar ninguna cosa de las que me pudiesen decir. El inicio de un video que recopilaba mi trayectoria fue la gota que rebalsó el vaso, no soporté más la situación, me cubrí la cara, fingí un ataque de llanto y me dirigí al baño con la mirada de todos los trabajadores a mi espalda.
Encerrado en un cubículo, esperé. Ninguna persona se atrevió a interrumpirme, todos respetaban cualquier acto o deseo que tuviese ese día. Me senté, observando cómo desperdiciaba mis últimos momentos: 284400, 284399, 294398, en esa fiesta sin sentido. Por lo que escapé por la ventana del baño y nadie lo impidió.

Me emocioné y abrí el libro que acababa de encontrar, era bastante grande e incómodo de sujetar, sólo la introducción contenía alrededor de setenta páginas, las hojeé rápidamente aunque en varios sectores vi las palabras: advertencia, alerta y cuidado, me la salté completamente, no tenía tiempo que perder, también lo hice con el capítulo que explicaba cómo adelantar el reloj, el cual ni revisé para no confundirme. El episodio que me interesaba contaba con casi doscientas planas, no pude examinarlo con detención pero intenté hacer un listado con las acciones que más habían resultado en otras personas. Las ordené en grado de dificultad para iniciar con las más fáciles…

El domingo en la noche, la última noche: 86400, 86399, 86398, después de treinta y dos noches dormí siete horas de corrido, tras decidir que no aceptaba mi destino. Al día siguiente, mi último día: 43200, 43199, 43198, 43197, mi señora había preparado un día de campo con toda la familia, todos habían pedido el día libre y hecho una planificación muy extensa y detallada para que esa jornada fuese especial. Pero necesitaba ese día para salir a cambiar mi destino. No podía confiar mi plan ni en mi familia, ni en mis amigos, ni en mis cercanos, no lo entenderían, tratarían de hacerme cambiar de opinión, llorarían o se angustiarían, o todo a la vez. Sabía dónde debía buscar, lo supe desde que había tomado la decisión de llevar a cabo esta tarea, aunque antes debía deshacerme de mi familia, quienes tenían todo listo en la sala para cargar el automóvil e irnos. Me encerré en el baño, aduje problemas estomacales, todos me entendieron y decidieron irse con mi hermano con la promesa de que me iría tan pronto como me sintiera mejor. Ellos se marcharon y me dirigí a la bodega de mi casa.
Me demoré casi dos horas en atrapar el gato del vecino y poder darle un beso, quise buscar otro tras observar que el reloj se mantenía igual, ya había comenzado a dudar de no haber seguido correctamente las instrucciones sobre el color o el tamaño del gato, pero consideré que, tal vez, fallar con las características físicas del animal era mejor que fallar con la cantidad de besos. Luego, me demoré casi cuatro horas en encontrar tres perros blancos juntos, y cuándo lo hice, me dije ¿y ahora qué? También dudé sobre el color de los canes, uno de ellos era casi gris, debido a que tampoco se movió el cronómetro al hallarlos. Sin embargo, hasta ahí llegó mi buena suerte porque no pude hallar el trébol de cuatro hojas ni tampoco una mariposa blanca, por más que tanteé todo el parque por casi cuatro horas más. Tampoco tropecé con ningún cuervo: además necesitaba dos, no obstante, ni siquiera sabía dónde o cuál era su hábitat para iniciar mi indagación. Desesperado, llevé conmigo los restos rotos del espejo de mi baño al cementerio de la ciudad donde los quemé y los enterré.

Finalmente llegué a mi casa: muy tarde, sabía que estaba desierta. Era un acuerdo con mi esposa que ellos no estuviesen cuando mi cronómetro llegara a cero. Miré el reloj, eran casi las veinte y veinticinco. 10, 9, 8, 7…

André Mauricio Leiva Miranda

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