—¿Dónde está tu papá? —pregunta la maestra y busco un rasgo que lo distinga entre el flujo de padres que se arremolinan en la portería.
—El de la camisa azul, junto a la bicicleta —le digo.
Papá saluda al otro lado de la acerca. Una vez que lo divisa la maestra le devuelve el gesto y me autoriza a salir. Yo arranco desaforado por el pasillo de losetas de granito. Cada seis losetas freno y vuelvo a correr, de ese modo hago que mis botas nuevas derrapen. La fricción de mis botas produce un chiflido agudo, como cuando aprietas un patico de goma. Al final del pasillo tomo impulso y de un salto ejecutado de manera rimbombante, supero la escalerita de la entrada para aterrizar en cuclillas. Agáchate niño y vuélvete a agachar, escucho reproducirse la pegadiza canción a la par que la mochila atestada de libros me golpea rítmicamente la espalda. Ya en la portería papá me revuelve el pelo, se inclina y me besa, al hacerlo hinca su bigote hirsuto en mi mejilla, la misma mejilla que luego masajearé fastidiado.
—¿Cómo te fue hoy? —pregunta papá.
—Bien, lo mismo de siempre.
—Y las botas nuevas, ¿son cómodas?
—Sí, y chiflan.
Entonces papá saca del bolsillo de la camisa un pequeño cubo de colores. Me lo muestra, pero justo en el momento en que lo voy a agarrar retira la mano. Nunca se cansa de hacer ese truco que tanto me irrita. Finalmente pone el pequeño cubo a mi alcance. Yo lo tomo veloz, reímos y luego él se voltea a inspeccionar la cadena de la bicicleta. Entre tanto, hago volar el cubo (que a la vez está integrado por cubos más diminutos) unos centímetros por encima de la acera (sin sacarlo aún del empaque) y emulo ruidos de motor con mi voz. Y es sólo ahora, en el instante que pretendo que el cubo es una nave, cuando me percato de ellos. Dos hombres encorbatados que nos miran desde el otro lado de la calle. Nos miran, conversan, y graban notas de voz en sus tabletas. Sus rostros me resultan repulsivamente conocidos. Así que los evito y vuelvo la vista a papá, que ya ha arreglado la bici.
Se requiere fuerza para levantar una bicicleta enorme como la de papá, pero él la levanta de la acera, donde suele parquearla cuando me espera, y de un tirón la coloca en la calle. Yo no alcanzo los pedales, por eso no puedo montarla hasta que curse el sexto grado. A veces creo que ese grado nunca llegará. Como si estuviera demasiado lejano o no existiera.
Desde el momento que papá monta en la bici suena el timbre del manubrio para apresurarme. Desempacar el cubo policromado me ha resultado engorroso porque el plástico se ha fundido con el cartón en una esquina del empaque. Casi logro abrir la envoltura por completo, pero el timbre de papá me exacerba y desisto, de modo que guardo el cubo en la mochila y me enhorqueto resignado en la parrilla de la bici.
Salimos despacio. Los primeros pedalazos hacen rechinar las bielas. El fresco de la tarde ahueca el cabello rubio de papá, infla su camisa como la vela de un galeón y roza mi cara. Veo pasar a mi lado las mismas calles, las mismas fachadas, los mismos perros de todos los días. Hay un perro que merodea por esta zona. De algún modo sé que nos perseguirá al vernos. Y en efecto, ahí está el perro. Tiene un pelaje gris, casi como un lobo. Nos sigue con rabia así que elevo las piernas temiendo que me alcance. Luego se detiene como si se lo hubiesen ordenado, y se va a olisquear un poste. Me aterra como el primer día.
Conozco el camino a casa de memoria. Ahora la pelota de esos niños que juegan al fútbol en el parque de la avenida se escapará a la calle. Luego rodará entre las llantas de la bici, rebotará en el contén y se internará de un brinco en un portal. Siento envidia de ellos, que ya se han cambiado de ropa y han merendado. Nuestra casa queda a un kilómetro de la escuela. Aunque pareciera que está mucho más lejos, casi inalcanzable. De repente siento un ruido que me es familiar, miro a un lado y me percato que un asa de la mochila roza con la llanta trasera. Entonces la recojo en un nudo rápido, sagaz, como si hubiera repetido la acción cientos de veces antes.
Seguimos avanzando. Veo el consultorio médico que me indica que estamos cerca de mi supuesta casa. Hay algo del consultorio que me inquieta. No sé si son las agujas o el olor a medicamentos que gravita siempre a su alrededor. Mientras analizo esto, mi pie derecho se desliza lentamente del cono donde lo apoyo. Presiento que algo está por suceder, pero no puedo mantener el pie en el cono. Es casi inevitable que se resbale la bota y se atasque entre los rayos de la llanta trasera. En efecto, mi pie se retuerce. Suelto un quejido y papá frena la bicicleta asustado. Yo empiezo a quejarme del dolor, un hilo de baba se escurre de mi boca y pende, casi rozando la calle. Papá se desmonta manteniendo la bicicleta equilibrada, estira una pierna para activar el fijador y da la vuelta por detrás de la parrilla para asistirme. Está más asustado que yo, que tengo en pie retorcido entre los rayos. Despacio, comienza a ensanchar los rayos, como si temiera infligirme más daño en el proceso, aplicando sólo la fuerza exacta para desatascar mi bota. Luego de unos forcejeos, logra liberarme el pie.
Ahí están los dos hombres encorbatados de nuevo, recostados en un vehículo, observando cómo mi padre me carga y me coloca a salvo sobre una balaustrada de un portal. Siguen tomando notas. Adivino una acusación en sus semblantes, como si dudaran de la capacidad de él para cuidarme. Entonces miro el rostro afligido de mi supuesto progenitor, que no termina por acostumbrase al accidente, que desabrocha mis cordones y masajea mi pie desnudo, remordido cuando me pregunta si me duele. No sé si me duele, pareciera que sí. Duele como se supone que me duela ver mi nueva bota destrozada, con la que no podré derrapar mañana. Duele como se supone que me duela este pie que mi padre envuelve en su mano tremola. Pero lo único que me duele es su mirada extática.
Entonces veo acercarse a los hombres. Pero papá no responde. Se ha quedado inerte como un maniquí. Le ruego que despierte, golpeo su pecho con los puños cerrados. Él no reacciona. Luego lo abofeteo. Y nada. Así que me apoyo con las manos detrás de la espalda en la balaustrada y me dejo caer lentamente. Salgo rengueando por la acera hasta un poste de telefonía, tras el que oculto el cuerpo. Sólo expongo la cabeza de vez en cuando, para mirar a los dos encorbatados manipularle el cráneo a mi inalterable padre. No comprendo por qué, él que es tan fuerte que levanta una bicicleta, permite que le retiren su cerebro sin ofrecer resistencia. Simplemente permanece quieto, mientras ellos le extraen el compartimento cóncavo del cerebelo y le dejan una horrenda calva en su cabello rubio. Uno lo examina, el otro guarda notas de voz. Luego ambos caminan en dirección al poste desde donde observo a papá. Él permanece detenido en la acera. Apuesto a que mañana no se acuerda.
Armando Ochoa Pérez