Se sentía raro aquel silencio en el aula de Érica donde era habitual el escándalo y no pasaba un segundo sin los contantes ruidos de todo tipo: las envolturas de gomizúcar, los rebotes de las holobolas con mensajes o el tintineo de fichas Siesta, intercambiándose en secreto. Pero no ese día.
Érica inclinó la cabeza para leer más de cerca los folios digitales en la superficie cristalina de su pupitre. Odiaba los exámenes. Eran demasiadas preguntas. La maestra Cecilia decía que tenían que ser bastante para que fuera más fácil aprobar, pero Érica seguía estancada en la primera: Mencione tres de las causas que provocaron el éxodo humano por la galaxia.
No tenía ni idea, reconoció. Ella había nacido en la estación. Nunca vio la Tierra ni ningún otro planeta. Bueno, sí la había visto en grabaciones, pero de nada le servían ahora esos paisajes con montañas y blancas cascadas. Le daban sólo tres puntos de asistencia para un montón de incisos, mejor guardaba la ayuda para los más difíciles. ¡Ah! ¿Qué sentido tenía? Se lamentó resignada y oprimió el ícono de la lechuza. Esta planeó bajo la pantalla de su apoyabrazos y fue a posarse en el renglón de la pregunta.
—El fenómeno de la migración galáctica humana no inició verdaderamente hasta las décadas posteriores al año 4320, con el término de la repartición de todas las órbitas del sistema solar —ululó la sabia lechuza con una voz femenina que sólo Érica escuchaba a través de su gargantilla.
El pajarraco hizo una reverencia y voló de vuelta a su percha en una esquina de la pantalla. Érica le puso el codo encima para ni verla. ¡Vaya desperdicio! No había ayudado en nada. ¿Para qué tenía que aprenderse lo que hicieron unas gentes viejas hacía tropecientos años? Ella creció en esta mugrienta estación; era todo lo que recordaba. Sus abuelos, que sí vivieron en la Tierra, fueron los que llegaron a la estación Akaya-5, una pirámide de basura flotante en medio de la nada y nunca le contaron el porqué se fueron en primer lugar. Bueno, el abuelo siempre hacía el mismo cuento: “Nosotros partimos de la Tierra con un litro de agua verdosa, dos latas de carne vencida y tres respiradores de mierda para todo el viaje”, escribió Érica con orgullo en el cuadro bajo la pregunta y pasó a la siguiente. Al cabo de media hora y usadas sus otras dos lechuzas se dio por vencida. Su gargantilla emitió un leve pitido para avisarle que ya le estaba dando fiebre. Estiró la mano hacia la mochila y zafó la mascarilla de oxígeno. Siempre que tocaba examen de historia le daba aquel mareo. Su madre aseguraba que a medida que creciera se acostumbraría al aire de la estación. ¡No era el aire, era esa asignatura! Transfirió el examen a la palma de su mano, lo estrujó hasta formar una holobola y la lanzó para que fuera rebotando en cada pupitre hasta llegar al frente. La profesora atrapó la esfera de luz y frunció los labios, molesta, mientras los otros estudiantes se quejaban.
Érica, sin importarle mucho, arrastró su mochila para demorarse y echó un vistazo al puesto de Lolo. Este se había quedado dormido sobre la pantalla y un riachuelo de saliva bañaba a la pobre lechuza. Le dio una patadita al pasar por su lado y el niño despertó sorbiendo por la nariz.
—Te espero en los globos —esbozó Érica sólo con sus labios.
—¡Chist! ¡Fuera! —silenció la maestra.
Érica no tuvo que esperar mucho. Lolo salió enseguida, un poco triste y soñoliento, pero sonrió al verla. Era el último día de clase. ¿A dónde irían primero? Un viaje en globo, por supuesto, lo más divertido y barato aparte de las siestas animadas.
Llegaron a la escalinata de la torre de ascenso y afortunadamente montaron de últimos. Apretujados junto a la puerta doble pudieron espiar por la ventanilla mientras el enorme huevo se elevaba a través de aquel tubo transparente. Vieron todos los barrios de aquella cara, bloques de apartamentos idénticos y cuadriculados como un tablero descolorido y sucio. Entonces, el globo atravesó las compuertas del techo y emergieron al vacío del espacio. ¡Ahora venía lo mejor! Durante la ingravidez se abrazaron patas arriba para disgusto de los otros pasajeros. Y a medida que sobrepasaban el horizonte la estación empezaba a mostrar sus otras caras triangulares, pero la preferida de ambos era la de arriba. ¡Y ahí estaba! Como una extensa alfombra de césped inmaculado, salpicado de charcos azules y colinas con castillos en sus laderas boscosas. Un crucero enorme estaba bajando al puerto. Sus turbinas fulguraban como soles a medida que atravesaba las nubes de aquella atmósfera azul y abierta al espacio, sin techos grises ni luces fluorescentes. Pero la burbuja en que viajaban terminó de describir su arco de elevación; volvió a hundirse hacia los fondos de la cara oculta y la gravedad los tiró de cabeza al suelo.
Érica se despidió de Lolo en el corredor de su piso y luego entró al apartamento. El abuelo estaba medio dormido y conectado a los aparatos de respiración.
—Abuelo, tengo hambre —le reclamó mientras se tocaba el chichón.
El viejo negó sin decir una palabra desde el interior de su escafandra de medicación.
Mamá no había llegado. El apetito empezó a darle dolor de cabeza. Optó primero por una ducha de vapor y luego cayó rendida en la hamaca. Antes de dormirse recordó quitarse la vieja ficha Siesta de la gargantilla. Estaba aburrida de soñar lo mismo de siempre. Prefería las feas pesadillas claustrofóbicas a las tontas siestas animadas de los aliens que dirigían la estación. Ojalá tuviera fichas divertidas como las que su papá y Beto solían comprar, añoró Érica; pero ellos estaban trabajando en las minas de un cometa hacía más de un año. Apretó los párpados para no pensar en ellos, ni en comida, ni en los lagos de la cara de arriba.
—¡Érica, apunta bien y dispara! —le grita su hermano y ella, despistada, examina el revólver plateado en su mano. Aprieta el gatillo y le tumba el sombrero al bandido que sale corriendo a toda prisa. Beto salta a un caballo y extiende la mano para que ella monte detrás. Ambos se lanzan a la carrera pero el corcel del bandido les llevaba ventaja. Dejan atrás el polvoriento pueblo y una locomotora con interminables vagones les corta el paso ocultando al villano tras una nube de arena y vapor pero siguen las huellas en la tierra roja del desierto. Érica alcanza a ver la sombra que huye bajo el puente. El tren cruza por lo alto mientras ellos descienden al río. El agua está helada. Érica se sujeta a las riendas para no ser arrastrada por la corriente. ¡Maldición, estaban perdiendo el rastro! No, ella salta a la orilla y olfatea como una india hasta hallar las pisadas que se adentran en la boca de la cueva.
—Espera, sostén la antorcha —Beto la enciende con un encendedor plateado.
Se oye el eco de las piedras. Los muros del túnel brillan con vetas doradas y más adelante un hombre enmascarado usa un pico y saca chispas en la oscuridad de la mina.
—¡Es él! Está robando el oro, atrápalo —exclama Beto alumbrando más adelante.
Érica desata la cuerda de su cinturón, prepara un lazo y lo avienta sobre el ladrón que se retuerce en vano pues ya lo están arrastrando de vuelta a la luz del sol.
—Y ahora, veamos a quién tenemos aquí —bromea Beto y desata el antifaz en la cara del fugitivo.
Érica se ríe al ver la ridícula cara de su papá disfrazado con aquel bigotazo postizo.
—¡Diablos! Vale ya, comisarios, me han atrapado. Tomen, esto es todo lo que tengo —el padre bandido también sonríe con sus dientes de oro y un montón de monedas se desbordan en las manos de Érica. Estas se desparraman sobre los guijarros cuando Érica se lanza a abrazar a los hombres.
Se cayó de la hamaca con los brazos abiertos y rodó por el piso de la recámara. Era un nuevo día y mamá ya se había ido. De pronto recordó el sueño, emocionada se palpó y encontró una ficha Siesta colocada en la ranura de su gargantilla. Era nueva y dorada como moneda de oro. De un lado traía la cara de un joven vaquero y de la otra al bandido bigotudo. Besó cada lado y la guardó con cuidado en el estuche que había dejado su mamá recién la noche anterior. ¡Tenía que contarle a Lolo! Esas siestas animadas de los aliens eran basura comparadas con lo que ella acababa de soñar. Pero antes tenía que escribir un mensaje a su papá y a Beto para preguntarles cómo habían creado aquella ficha. ¡Guau! ¿De dónde podrían haber sacado semejante historia? Se preguntó Érica mientras se colaba en la cocina y destapaba los contenedores destinados a ella.
Javier Pérez Rizo