Llevaban días siguiendo el rastro. Estaban cerca, Rog lo sabía. Podía olerlo.
Encontraron más huellas sobre la tierra, un par de pisadas asimétricas entre hojas cecas. Rog se agachó para inspeccionarla. Estaba fresca. Le asintió a Myra. Ella, arma en mano, ojos bien abiertos y cabello cuidadosamente amarrado, respondió con la orden de apurar el paso. Ella dirigía la cacería, la cual pronto llegaría a su fin. Torm, un joven de ojos oscuros, ansioso por probar sus habilidades con el arco de cruz, corrió tomando la delantera, aunque ese lugar le pertenecía a Myra como líder y capitana. De acuerdo con el rango, Torm incluso debía ir detrás de Rog, pero a él no le importaba. Con tan sólo verlo lleno de energía, curiosidad y una capacidad para sorprenderse que Rog extrañaba, el joven Torm le recordaba los días pasados, cuando contaba con su edad. Eso había sido antes de todo, antes de la guerra.
Torm no conocía nada de eso. Había nacido después de la paz, y eso era lo único que comprendía. No tenía idea de lo que había sido luchar contra aquellos seres que llegaron en sus naves de lugares lejanos a destruir todo lo que conocían. No, el joven Torm pensaba que aquellos días fueron de héroes, llenos de actos valiosos, donde valientes soldados se dirigían a las batallas con gritos de victoria, ganando gloria. Pero todo eso era una mentira. Cuando Torm miraba la cicatriz en el rostro de Rog, veía heroísmo. Rog veía dolor.
No lo culpes ―se dijo Rog―, deja que sueñe con fantasías. Al menos él nunca vivirá los horrores.
El bosque de este planeta era denso y húmedo, con enormes árboles de hojas tan anchas como una nave de combate. Poca luz entraba de entre las copas de los árboles, creando sombras extrañas que le recordaba a Rog de su hogar. Una alta capa de vegetación cubría el suelo, escondites perfectos para depredadores o criaturas asustadas. Pero ningún animal se podía escapar de Rog. Él podía leer las huellas de una araña. Continuaron avanzando, ahora más de prisa. Sus pisadas mezclándose con el sonido de las aves y los insectos en los árboles, lejos de los cazadores.
Igm cerraba la columna, joven de piel oscura y ojos verdes, una red en sus manos.
Rog sintió el dolor regresar a su pierna. El cansancio pronto le siguió, pero no se atrevía a quejarse, no frente a tan jóvenes y fuertes compañeros. La única que lo compendia -y sólo a medias- era Myra. Ella había estado en Eddesah, la última batalla de la guerra, la cual se había peleado tanto en la tierra como en el aire y el espacio. Fue en aquel planeta rojo, en el sistema de Iorn, donde Rog casi perdió la pierna. El capitán Maron lo había salvado, el mismo capitán que dos días después perdió la vida durante el asalto final.
Rog había luchado por tierra. Myra sobre la órbita exterior, en su AP-C39, la nave de un solo piloto tan popular en aquellos años. De los seiscientos pilotos que entraron en combate en Eddesah, sólo cuatro quedaban al terminar la batalla, Myra entre ellos. Se veía a sí misma como una heroína, una campeona de la guerra. Le entusiasmaba hablar de aquella batalla, narrándola como una increíble aventura que la llenó de gloria. Presumía sus maniobras en el aire y el alto número de naves que había derribado, sin pensar en sus hermanos y hermanas que no regresaron a casa. A Myra le encantaba mostrar su cicatriz en el brazo, orgullosa de ella. No como Rog. Él veía la suya como un recuerdo del dolor, una manifestación de lo que había sufrido, de aquellas cicatrices internas que a simple vista no eran percibidas.
«Demasiados años desperdiciados peleando» pensó Rog. ¿Cuántos amigos había visto morir a su lado? ¿Cuántas noches a la intemperie, con la incertidumbre de la aproximación de la muerte? ¿Cuántas muertes había causado? «Más de las que se podrían contar». Algo devolvió a Rog a la realidad, lejos de sus pensamientos. Agua, el sonido de un arroyo no muy lejos llegó a sus oídos. Y algo agitaba el agua, se podían oír pisadas apuradas salpicando el arroyo. «Está corriendo sobre el agua». Estaban cerca. Rog alzó su lanza, su punta eléctrica apuntando al cielo, y corrió, tratando con todas sus fuerzas de reprimir el dolor en la pierna. Torm se mantenía en la delantera, Myra corría tras él con una impresionante agilidad. Igm, al igual que Rog, los seguía con cuidado. Este planeta era desconocido para ellos, podían esconderse grietas en el suelo como en Zarmahan. La experiencia les recordaba que la mayoría de los peligros provenían de abajo y no de arriba. La persecución y la emoción de aproximarse a la presa le hizo recordar su última cacería antes de la guerra, aquel día en el que todo comenzó. Habían seguido a su presa por días a través de las colinas hasta atraparlo. A su regreso, nadie celebró la caza. Todos se encontraban callados: la guerra había comenzado.
Al haberse unido al ejército dos años antes, era parte de su deber acudir al llamado. Poco se había imaginado en ese entonces que la guerra se llevaría a su familia, su planeta y su juventud. En ocasiones le costaba trabajo convencerse de que todo había terminado. Cualquiera lo habría dudado. El enemigo había sido tan numeroso hacia el final que extinguirlo parecía imposible. Pero había sido el enemigo mismo el que se exterminó. Ni las armas ni los números llevaron al enemigo a la victoria, sólo habían creado conflicto entre ellos hasta que se mataron los unos a los otros, acabando el trabajo solos. Unos cuantos quedaban dispersos por los sistemas, escondidos y asustados. No eran nada comparado con el gran esplendor que presumieron cunado llegaron. Ahora corrían sin ropas ni armas, sucios y destrozados. Y lo mejor de todo, con precios a cambio de sus cabezas. Este que perseguían era, según aseguraba Myra, el último en este sistema. Un desertor que se había estrellado en este planeta, sin forma de escapar.
Cazar era lo que ahora hacían Rog y compañía. Viajaban de un lado a otro, buscando buenas presas. No existía una vida plena con descanso para viejos veteranos, así no funcionaba el universo. Myra era la cabeza del grupo, aunque no era la mitad de buena liderando como ella creía. Pero sin duda era la mejor localizando planteas con presas y excelente piloteando para llevarlos a su destino. Si algo tenía que admitir Rog de su líder, era su habilidad tras el timón de cualquier nave. Rog confiaba en ella. Nada malo había ocurrido en las cacerías.
Pronto alcanzaron el arroyo de agua. Sin duda la presa lo había usado para que se perdiera el rastro. Sólo tenían que averiguar en qué dirección se había dirigido. ¿Arriba o abajo? Myra les ordenó que se dividieran, pero Rog se negó. Separarse no era buena idea. Abajo, señaló, la presa no contaba con suficiente energía como para subir por la colina. Myra asintió. Se apresuraron siguiendo el arroyo, Igm y Rog buscando huellas en las orillas para identificar en qué momento la presa había abandonado el agua para adentrarse en la maleza.
No pasó mucho cuando descubrieron que la presa no había dejado el arroyo. El agua se juntaba en un estanque, dos gigantescos troncos lo flanqueaban. La presa se encontraba de rodillas. Cuando los vio, se puso de pie rápidamente. Igm lanzó la red, mandando a la presa de vuelta al suelo del estanque. La presa gritó y se retorció, tratando de liberarse. Torm se lanzó sobre él, cuchillo en mano. Myra le gritó que se detuviera. Disparó su arma, alcanzando a la presa en el hombro pero Torm no se detuvo. En vez de eso, se dispuso a dar el golpe final. Jóvenes, siempre buscando la gloria.
La presa no se rindió tan fácilmente. Nunca lo hacían. Antes de que Rog pudiera hacer algo, Torm dejó salir un grito ahogado y cayó a un lado salpicando agua a su alrededor. Rog vio como el cuchillo de Torm se había clavado en su propia garganta expulsando sangre negra. Estaba muerto.
Myra gritó con furia. Apuntó su arma y se preparó para disparar. Rog la detuvo. Él mismo lo haría. Se acercó y golpeó a la presa en la cara. Durante las batallas, el enemigo siempre llevaba casco, por lo que pocas veces les había observado el rostro, y nunca tan de cerca. Rog lo liberó de la red, lo tomó con un brazo y lo lanzó con toda su fuerza contra uno de los troncos. Con su lanza lo atravesó, clavándolo contra la madera.
Aún no estaba muerto. Bien, Rog no había terminado. Lo tomó del pelo y lo vio a los ojos, aquellos ojos redondos y cafés tan comunes en su especie. Su piel era lisa y suave, desnuda y sucia. Repugnante. Tenía pelo en el rostro y las dimensiones de su cuerpo eran repulsivas. Dos círculos rosados crecían en su pecho, por donde alimentaban a sus crías, había escuchado Rog. Tenía un agujero en medio de su panza, Rog sólo podía imaginarse para qué servía. Su sangre era roja, dibujando ríos por su cuerpo emanando de la herida. El humano, así se autodenominaban, se llevó la mano a la lanza incrustada, como si pudiera detener el líquido de abandonar su cuerpo. Rog fijó su mirada en su rostro. El moribundo murmuraba algo en su extraña lengua. Luego, comenzó a hacer algo que Rog jamás había visto o imaginado. Gotas de agua salieron por sus ojos, como sangre purificada escurriendo por su rostro.
Rog no comprendió lo que ocurría, pero en lo profundo de su ser, sorprendentemente, sintió compasión. Eso lo asustó. Con un zarpazo le arrancó la cabeza.
Adrián Reyes Rosales