El Chocolate dio un tumbo cuando su llanta del lado del copiloto alcanzó a golpear en el fondo de un bache de la carretera oculto parcialmente por el agua estancada tras la tormenta. Luego de volantear por algunos metros para no perder el control y ser lanzados a la cuneta, Nestor recuperó el rumbo, pero la dirección se cargaba pesadamente al lado de su compañero de viaje, y supo que la llanta se había ponchado.
—¡Chingadamadre, entenao, mira cómo me dejaste! —Polo se sacudió como pudo las gotas de coca cola de la guayabera, pero supo que la mancha café iba a quedarse ahí para siempre si no la enjuagaba pronto con abundante agua. Luego bajó el vidrio y se empinó la lata vacía de refresco, comprobando que la mitad de su contenido había quedado afuera de su panza redonda y la otra mitad adentro. La arrojó por la ventanilla negando con la cabeza, mientras el vehículo disminuía su marcha.
Una brevísima inspección al rin y al neumático fue suficiente para saber que tendrían no sólo que cambiarla por la de refacción, sino que además tendrían que comprar una llanta nueva. Le costó más trabajo a Nestor vaciar la cajuela que cambiar la llanta, y es que en ella no sólo cargaban sus maletas, sino además un montón de cosas tan variopintas como un multímetro, diez metros de soga, dos juegos de dados incompletos, una pistola de hidrolavadora de un carwash, un cartón vacío de cervezas e incluso una aspiradora Koblenz con todo y mangueras, que algún día Nestor llevaría a reparar. Echó la llanta desecha en el tapete del asiento trasero del Chocolate y volvió a meter el tilichero a la cajuela, mientras Polo maldecía entre dientes, tallando con insistencia la guayabera. Hubiera preferido que su medio hermano le ayudara, pero la verdad era que toda la vida había sido un güevonazo. Por eso su padre los había mandado a chingar a sus respectivas madres (que no tenían la misma) y corrido de la casa para que se buscaran un trabajo en alguna de las maquiladoras de la frontera. Pero los dos se habían gastado el poco dinero que tenían en la parranda de despedida de Polo y ahora sí estaban, como decía su papá, con el agua hasta los aparejos. Nestor no sabía que era un aparejo, pero sí qué era la mierda y dónde estaba su cuello, precisamente el lugar al que esta le llegaba en ese momento.
Ahora estaban en medio de la nada, a mitad de la carretera Ribereña y todavía lejos de Laredo, un letrero les indicó que Los Herrera estaba cerca. Polo preguntó cuánto quedaba de gasolina y si llegaría hasta allá. Después de darle una ojeada al tablero para confirmar lo que ya sabía, le informó que ni de chiste llegarían. Además se estaba haciendo de noche y a ninguno de los dos les hacía gracia la idea de andar manejando de noche, a riesgo de toparse con un “malito”.
—¿Cuánta lana nos queda, entenao?
Nestor bufó y negó con la cabeza. Como si su carnal no supiera que estaban en ceros.
—Es que no quiero dormir a bordo de la carretera… Ira, por qué no mejor te metes aquí donde dice Los Herrera a ver si hay un motelito barato pa’ pasar la noche. Igual y nos ligamos unas gringas bien acá que anden turisteando y…
—¡Ay, no mames! Mira le voy a dar pa´lla nomás pa´ que no estés chingando y ya te calles.
—Ta bueno, güey. Puta, qué genio…
Los Herrera era un pueblito a bordo de un camino rural, a veinte minutos de la Autopista Federal número dos, al sur de la frontera con Texas. Ya había caído la noche cuando el Chocolate exhaló su último aliento, compuesto de sedimentos, vapores de gasolina y aire, justo delante de la bomba despachadora de una gasolinera, en la que un oxidado anuncio de Petróleos Mexicanos, aún mostraba al charrito que usara como mascota mucho antes de tener un águila.
—Buenas noches, Don —Polo salió del asiento del copiloto y se dirigió a un hombre de edad avanzada que estaba sentado en una mecedora, leyendo un periódico en el que se apreciaban en la primera plana unas nalgas demasiado grandes para ser naturales.
—Buenas —respondió el señor exhalando humo, para luego darle una calada a un cigarro que sostenía junto al periódico, sin voltear a verlo.
—¿Nos puede dar cincuenta de la regular? Es que vamos a Laredo…
—Con cincuenta no van a llegar hasta allá, echénle medio tanque de jodido —respondió el viejo antes de escupir el cigarro al suelo.
Nestor contuvo la respiración cuando una breve ráfaga de viento movió la colilla encendida un metro, acercándola a donde estaba una de las bombas; pero el viejo masculló una mentada de madre y de un pisotón la extinguió. Luego caminó hasta la bomba, tomó la pistola y abrió el tapón del tanque de gasolina —¿Entonces cuánto le van a echar?
—No, pues cincuenta pesos… —sonrió Polo sacando de su cartera su último billete.
El viejo se lo arrebató, volvió a decir algo entre dientes y negó con la cabeza, para después clavar el pico de la pistola en el cuerpo de Chocolate y proveerle una magra ración al mueble. Unos segundos después sacó la manguera y la colocó en su sitio, para volver caminando pesadamente a su mecedora.
—Oiga, Don, una pregunta más si no es molestia… ¿No sabe si hay aquí algún motel donde podamos pasar la noche?
—Acá a la vuelta está la pensión «Helenita» pero si no traen dinero ni vayan, pinches muertos de hambre —sacó un cigarro del bolsillo de su camisa y después de encenderlo, arrojó descuidadamente el cerillo al suelo. Luego se acomodó las verijas y se sentó para seguir leyendo el periódico de nota roja, sin voltear a verlos.
No fue difícil dar con la pensión y merendero porque tenía un letrero que la anunciaba sobre su fachada blanca. Era uno de esos terrenos en los que hay una decena de cuartos, y una casita al frente donde vive quien se encarga del negocio, con un terreno cercado con alambre de púas a un lado, para estacionar los vehículos. El Chocolate se acomodó por un lado de la entrada, la aguja del combustible apenas si se había levantado pesadamente de la raya que indicaba “vacío” cuando volvió a desmayarse. Polo y Nestor bajaron de él, pidiéndoles cada uno a sus respectivas madrecitas que les hicieran el milagro de que les rentaran un cuarto por cien pesos la noche. Quien sabe, igual y por ser dos las que intercedieran ante Dios, tendrían más probabilidades.
El merendero era un cuartito de seis por dos que tenía cinco mesitas de lámina que alguna vez fueran patrocinadas por cerveza Carta Blanca. Al fondo se veía la puerta abierta de una habitación, en la que el resplandor azulado de una televisión y la voz del presentador de noticias de la noche, eran perceptibles. Polo dijo un “buenas noches” fuerte y claro, y una figura delgada vestida con un delantal emergió de la habitación y caminó afuera, con toda la prisa que sus chanclas de pata de gallo se lo permitieron.
—¿Qué se les ofrece? —detrás de los gruesos lentes una señora morena de cabello gris y apretado en una trenza los miró, entre curiosa y desconfiada.
—Vamos a Laredo pero traemos mucho sueño… —Polo se recargó en un mostrador y exponiendo los dientes, mostró su mejor sonrisa— ¿No nos vende un cafecito para aguantar hasta allá?
La señora asintió y ellos se sentaron en una de las mesas. Ella sacó de un trastero dos tazas de peltre, dentro de las cuales vertió un café negro de olla, que olía muy bien para ser recalentado del desayuno.
Polo observó en un nicho en la esquina del cuarto un altar a la Santa Muerte, delante de la cual habían colocado un vaso de vidrio lleno de pennies con agua y unas hojas de sábila atadas con un listón rojo. Había también en los muros algunos recortes de papel periódico con encabezados sensacionalistas que hablaban de apariciones de objetos voladores no identificados en la carretera Ribereña, el chupacabras y supuestas fotografías de fantasmas y apariciones. También había varias notas acerca de las apariciones del Niño Ahogado en Ciudad Guerrero, cuando fue inundada para construir la Presa Falcón, y notas policíacas en las que se veían la fotografía de una muchacha de alrededor de veinte años.
—¿Lo quieren especial o normal? —les preguntó ella.
—¿Qué tiene el…?
—¡Normales por favor, si es tan amable! —interrumpió Polo a su hermano. Ya luego le explicaría que “especial” no es porque tuviera piquete, sino una pastilla de metanfetamina que algunas veces los traileros piden para aguantar despiertos muchas horas.
La mujer colocó las tazas delante de ellos y después se sentó para sacarles plática
—¿Y a qué se dedican, jóvenes?
«Somos unos pinches vagos sin oficio ni beneficio, ni dinero” pensó Nestor mientras le daba un largo trago al café, pero Polo respondió muy serio: Somos investigadores de lo paranormal.
—¡Válgame Dios! Si ya decía yo que había percibido una energía muy intensa cuando entraron. De verdad que ustedes me cayeron del cielo —la señora apretó las manos delante de ella y después se santiguó—. Es que desde hace varias años he sentido una presencia, mire usted, cuando yo era joven y mi esposo aún vivía, no me va a creer que una noche se nos atravesó una muchacha, y aunque mi esposo quiso frenar… ¡la atropelló! ¡Y Dios Bendito, ahí mismo que se muere! Mi esposo dijo que yo me desmayé de la impresión, pero clarito recuerdo que vi su espíritu elevarse al cielo en la noche. ¡Yo me acuerdo cómo nos miraba con odio!
—¡Ándele! ¡Vio un desplazamiento corpóreo! —Polo se puso una mano en la boca y Nestor se tapó la cara. Ahí estaba de nuevo su hermanito, enredando a la doñita con ese don de gentes y facilidad para escupir pinches mentiras, dándole cuerda a la señora para ganarse su simpatía. Labioso y marrullero, como él solo. Lo había visto zafarse de oficiales de tránsito que le pedían mordida cuando no traía un cinco, y más de una vez regatearle a una teibolera y conseguir un acostón por casi nada. Una cosa era chingarse a mordelones y putas, pero ¿tendría tan poca madre como para engatusar a una señora de la tercera edad? Hundió la cara en la taza, a ver si ahí quedaba algo de vergüenza, pero sólo vio su propio reflejo deformado.
—Sí, mire—continuó la dama—, es que yo he sentido de nuevo la presencia de la niña y el padre no ha querido venir a echar agua bendita que porque tengo tratos con los malitos… como si el no les recibiera las limosnotas, ¡y en dólares!… pero bueno, yo quisiera saber si usted me pudiera ayudar, porque ya tengo varias noches sin dormir. Nomás quiero que me contacte con la niña y sepa que le pido perdón a nombre mío y de mi difunto marido, qué no era nuestra intención hacerle ningún mal.
Nestor miró a su hermano con un “no lo hagas” en los ojos y Polo le puso la mano en el hombro, asintiendo ceremonioso.
—Señora, esto no lo hacemos por dinero sino por beneficio del prójimo. Podemos hacer una sesión espiritista aquí mismo. Por eso no le vamos a cobrar. Pero esto de invocar a los espíritus desgasta mucho, y no vamos a poder manejar lo que resta de la noche. Si pudiera facilitarnos un cuarto para descansar y seguir el viaje mañana, se lo agradeceremos mucho.
Polo le dio un lento sorbo a su taza, esperando pacientemente la respuesta de la mujer, pero a esas alturas ya sabía cual sería.
Después de acomodar sus maletas en un cuarto y darse un baño, Nestor utilizó el multímetro para detectar campos magnéticos, que por supuesto los hubo, alrededor de los contactos y apagadores del cuarto de la señora y el merendero. Tras “haber encontrado lecturas anormales”, el de la guayabera manchada con coca cola pidió un vaso de vidrio con agua y un huevo crudo. Lo reventó y tras algunos minutos estudió las hebras formadas por la clara, y el rostro humano, doliente, que la señora Helena pudo también ver sobre la yema. Efectivamente, había una presencia en la habitación.
Se sentaron los tres de nuevo a la mesa con el vaso de vidrio y su huevo místico reventado dentro. Nestor comenzó un rezo inusual entre dientes, alzando la voz en las partes que si recordaba del Padre Nuestro y del Ave María. Pidió a Polo que apagara las luces y en su lugar encendieran una veladora. Tras unos minutos, vieron la flama parpadear
—¡Se quiere comunicar con nosotros! —dijo en voz baja Nestor, quien comenzó un interrogatorio, a lo que la vela “respondía” con ligeros temblores sobre el pabilo. Después de una hora y conforme la flama dejaba de moverse, resolvió que el espíritu necesitaría de la señora un sacrificio de un día de ayuno, y un triduo de misas después de la semana santa.
Mientras la señora roncaba sonoramente en su habitación, Nestor y Polo se acomodaron cada uno en las camas individuales de uno de los cuartos de la pensión. El investigador de lo paranormal debutante contaba algunos dólares que la agradecida mujer había suplicado que le aceptara después de aquel servicio.
—No mames, entenao, a lo mejor ya encontré mi vocación. Podemos hacerle como la señora Nina que leía las cartas, pero más chingón: imagínate, a la otra le ponemos la pistola del carwash a la Koblenz, me la puedo poner en la espalda y hacernos llamar Los Caza…
—¡Cállate a la verga, pinche Nestor! ¡No lo digas o te juro, que me voy a parar y te voy a dar de putazos hasta que te desmayes!
Abraham Martínez Azuara