El viejo, hundido en el sillón de mimbre desde el mediodía, recibía el aire sano de primavera mientras la música de su juventud se le metía por los oídos y le arrancaba de la memoria las vivencias de los días que quedaron atrás. Para revivir el pasado prefería la tranquilidad del jardín, que acogía siempre a estas horas a un grupito de carcasas inservibles, como decía el viejo al referirse a los otros asilados, quizás para destacar la idea del divorcio que muchas veces practican el alma y el cuerpo, pero que estaban dispuestos a compartir algunos gustos como la música de antes, los recuerdos y hasta el silencio. Fuera de eso, el dominó y las jornadas televisivas, no había mucho más que hacer en aquel lugar donde la resignación, el vaho agrio e inconfundible de los cuartos con sus colchones preñados de viejos orines involuntarios y los sudores de cuantos los usaron, la osteoporosis y la monotonía se mezclaban para darle al asilo de ancianos su propia personalidad.
Mientras el vejo meditaba, una de las carcasas inservible se le acercó, le puso sobre el hombro su mano tan delgada que parecía que iba a romperse en cualquier momento y le dijo: No te me duermas ahí, viejo. Acuérdate que hoy tenemos que darle patadas a eso dos sacos de huesos de Rufino y Estrada en el dominó.
—Esos dos no aprenden —sentenció el viejo, sabiendo al vuelo de quién se trataba el recién llegado.
—Los que parecen que no aprenden son los dos tipos extraños del otro día —dijo Antonio señalando a las dos figuras que atravesaban el jardín—. Dice la enfermera que son de no sé cuál compañía y que quieren firmar un contrato con el asilo pero parece que a los directores no les gusta la idea. Hace falta que se den por vencidos, a ver si no les vemos más la cara de tranca esa.
—Coño, verdad que sí. Mira que yo les buscaba un nombrete y no daba con él, pero lo de cara de tranca les queda pintado.
—Bueno, te espero adentro —dijo Antonio, único paciente con más años que el viejo en el asilo y a quien este le profesaba una autentica simpatía, antes de emprender la retirada.
—¡Aguanta ahí, Antonio!
—¿Qué pasa ahora, viejo? —preguntó Antonio intuyendo que se avecinaba alguna incomodidad resultado de las incontables manías de su amigo.
—Chico, creo que le voy a decir a Margarita que me recoja para reunirme con la familia —soltó de carretilla para luego de un silencio en el que pareció reflexionar sobre lo dicho, continuar—. Tú sabes que yo llevo aquí un camión de años, van a ser veinte dentro de tres meses, y no es que no me guste pero estoy un poco cansado del asilo. Al principio, tú lo sabes bien, tomé la decisión de venir porque estaba un poco jodido de salud y no quería estorbar en la casa pero ya estoy bien y, mi hermano, son ochenta y nueve abriles y contando. Extraño la casa y la familia, y si a eso le sumas que uno se cansa de la rutina de aquí… oye, hay días en que uno se levanta cansado de lo mismo con lo mismo…
—Bueno, viejo, tú sabrás. Piénsalo bien, después no estés extrañando el dominó ni la musiquita ni la tranquilidad. Si quieres, cuando te vayas, pasa a saludar a los socios de vez en cuando.
—¡No faltaba más! Eso no hay ni que decirlo —le dijo el viejo con una sonrisa en la que se descubría la dentadura postiza recién estrenada.
Días después, el esposo de su hija Margarita recogió al viejo desde temprano y por primera vez en veinte años el octogenario salió del asilo. Desde el retrovisor el yerno pudo comprobar la cara de asombro del viejo, quien pegado a la ventanilla escrutaba cuanta cosa aparecía en el camino, con tanta dedicación que sus ojos parecían querer despedirse de las cuencas y posarse en los rincones para ver mejor. A pesar de que los cambios citadinos le llamaban la atención, prefirió recostarse en el asiento y descansar un poco la vista ya que, al parecer, a su lista de achaques se sumaba también el uso de espejuelos para ver de lejos porque, para colmo, creyó haber visto un edificio que pasó de tener veinte pisos a sólo diez, una calle que se estrechó, semáforos caminando y un auto convertido en moto.
Al llegar a la casa, cuyas puertas sorprendentemente desaparecían al paso de ellos, fue recibido por Margarita y sus nietos, quienes se lanzaron sobre el viejo poniendo a prueba la consistencia de aquel esqueleto de ochenta y nueve años de edad, soltando por el camino los regalos cuidadosamente envueltos para el abuelo. Acabadas las muestras de afecto, comenzó a desnudar de papel de regalo las dos cajas que ocultaban un suéter que el viejo señaló era idéntico a uno de su juventud, sólo que aquel era rojo y éste azul, y un par de zapatos de vestir que le negaron la entrada del calcañal en la primera probada. Dudando de si la medida escogida se ajustaba a su pie, hizo un segundo intento y esta vez los zapatos le quedaron pintados, ante la mirada incrédula del viejo, como si aquellos hubieran crecido de un momento a otro. Al mirarse en el espejo con el suéter recién estrenado pensó que le estaba patinando la cabeza pues resulta que ahora aparecía un rojo intenso en la fibra textil del atuendo, antes azul. Después de los regalos, la cena y un día cargado de sucesos inexplicables, el viejo se echó en la cama con la esperanza de que el reposo le enderezara un poco el pensamiento.
En los días que siguieron, el viejo continuó presenciando eventos extraños similares a los acontecidos la fecha de su salida .Al cabo de una semana donde se le notaba incómodo, como una uña cuando le quitan el dedo como decía él, sin estarse quieto en ningún sitio de la casa, inspeccionando todo a su alrededor como desconfiando de lo que veía y con cambios súbitos en su estado de ánimo, el viejo resolvió visitar a su amigo Antonio, el del asilo.
—Chico, creo que me estoy volviendo loco. No, no me mires así, que es verdad.
—Viejo, aquí el único loco que hay soy yo. Lo que tú tienes son manías y caprichos de viejo. ¿A ver, qué te duele? —le dijo Antonio sin alarmarse y acostumbrado a las cosas del viejo.
—No, coño, esta vez es en serio, así que escúchame. Contigo es con el único que yo hablo. Tú sabes que a mí hay que matarme para oírme decir que me duele un pelo. Aparte, si abro la boca, capaz que me manden para un loquero.
—¿Pero cuál es el problema, viejo? —lo interrumpió Antonio.
—Este que está aquí, tu hermano, debe estar loco de remate, o si no ¿cómo se explica que hoy mismo cuando me levanté, la cama donde pasé la noche se convirtiera en un sofá y el escaparate en un gavetero? Los hechos son tan reales que al principio pensé que podían estar pasando de verdad pero si fuera así por qué nadie dice nada y yo soy el único que parece un gato en una perrera. Ayer mismo miré por la ventana y si el muro del malecón no se elevó, no habían dos o tres tipos flotando en el aire y la calle no se hizo más estrecha entonces o mi vista está en un estado de salud terminal o a mí me patina el coco. A mi nieta la miro y me parece como si el pelo le cambiara de color. En el apartamento las cosas cambian de lugar y forma, hasta los pasillos me los mueven a cada rato. No digo yo si siempre estoy preguntando dónde queda el baño. Sí, mi hermano, haces bien con mirarme así. El día que me recogió el marido de Margarita vi desde edificios caminando hasta carros transformistas, eso sin mencionar que el color del ambiente cambiaba como si uno lo estuviera sintonizando y la estatua del parque municipal dejó de ser un obelisco para tomar la forma de una madre con un niño en brazos. Para colmo de males descubrí que tengo poderes ¿Escuchaste esto, Antonio? ¡Poderes! Resulta que pienso en una canción y como por telepatía se reproduce en el audio local, al sillón de la sala cuando se me hace incómodo por lo duro, le salen cojines y justo anoche cuando a punto de mearme en la cama lo que más deseaba en el mundo era un baño para evitarle el mal momento a la familia, el baño se materializó a mi alrededor para luego desaparecer como por arte de magia ¿Me entiendes ahora? No, si yo lo único que quiero es virar para acá porque si de algo estoy seguro es que todo comenzó cuando salí de este puñetero lugar.
—Coño, viejo: o tú me estas vacilando o lo tuyo es serio —sentenció Antonio como encontrando las palabras que lo sacaron de la sorpresa.
Poco tiempo después el viejo regresaba al asilo de ancianos con el aire de quien pertenece a un lugar de raíz. Cuando la enfermera de guardia, que no tenía más de veinte años, le preguntó el motivo de su reingreso, el viejo alegó que para él que el mundo se había vuelto loco y, en un arranque de sinceridad, comenzó el relato de la odisea de las últimas semanas. Apasionadamente el narrador se afincaba a los hechos para no pasar por alto ni el mínimo detalle de su cuento surrealista cuando la risa de la enfermera se hizo demasiado evidente.
—¿Le parece gracioso, señorita? —se interrumpió, indignado.
Ella, reponiéndose, contestó: Discúlpeme, mi viejo, pero lo que usted me está contando no tiene nada de raro. Es más, a usted lo que le ha pasado es que se dejó impresionar por la tecnología o, más bien, por la nanotecnología que en los últimos diez años se ha metido en todos lados. Entiendo que usted, con más de cuatro lustros en un lugar sin acceso a la red, que pocas veces se asoma al área audiovisual y que se entera de los cambios por las conversaciones con los demás pacientes, esté ajeno a los recientes avances, pero debo decirle que hace ya algún tiempito, quince años si mal no recuerdo, se firmó el decreto 1010 que autorizó a la Empresa Nanotecnológica Estatal y otras similares a comenzar el proyecto de ciudad inteligente. Prácticamente todos los objetos tienen una estructura atómica compuesta de redes de nanobots inteligentes conectados a la red. En otras palabras, mi viejo, eso explica los cambios de colores, el movimiento de los pasillos de la casa, lo del carro, lo que me contó del edificio debe pasar seguramente como en el mío que se contrae cuando tiene pocos inquilinos para ahorrar energía y se desplaza a zonas con mejores vistas según las regulaciones urbanísticas. Las calles cercanas a los puertos se estrechan en los horarios de menos tránsito y el malecón se eleva cuando sube la marea. Las personas que flotan usan calzado inteligente, su nieta se tiñe con un producto nanotecnológico que le hace cambiar el color del pelo de acuerdo a su estado de ánimo y no me extraña lo de la estatua pues hace unas semanas fue el día de las madres así que es de esperarse la conmemoración de la fecha en lugares públicos.
—¿Y qué me dices de los poderes? —dijo el viejo, entendiendo muy poco y como queriendo salvar lo que quedaba de la historia original
—Es que en nuestros organismos también tenemos nanobots. Hubo una regulación alimentaria hace unos años a partir de la cual hoy casi la totalidad de la población ha ingerido sistemas inteligentes de nanobots a través de alimentos industriales comunes como los que ofrecemos aquí ¡En verdad ha estado aislado, mi viejo! Esos sistemas inteligentes se conectan de alguna manera con las neuronas y a través de la red transmiten, digamos, la información de un gusto a un objeto que tenga una estructura basada en nanotecnología, el cual, a su vez, cambia de forma o de color. Sé que parece un trabalenguas pero créame, es lo más común. Por eso es que su suéter cambió a rojo, se reproduce la música que imaginamos y usted vio cómo el baño de su casa apareció como por arte de magia.
El viejo prefirió poner cara de a quien se le revelaba una gran verdad porque ya a esta altura no le importaba si el que estaba loco era él o ella. Cuando la joven acuñó su readmisión, sintió un alivio al poder pasar entre los olores poco agradables, los horarios celosamente cumplidos, la monotonía alarmante y el dominó, lo poco que le quedaba en el convento, o mejor, en el asilo. Era tanta su pequeña felicidad que incluso se atrevió a saludar a los tipos misteriosos que atravesaban el jardín, a quienes iba a ver más seguido en los próximos días ya que finalmente habían conseguido la firma para que la Empresa de Nanotecnología Estatal iniciara la modernización del recinto lo antes posible.
Daryl Ortega González