Nada qué perder

Por dentro era la misma de siempre, pero la constancia del afuera es más complicada. Y es que el cansancio acumulado, la maternidad y las decepciones dejan rastros en la cara y el cuerpo. Son como un suvenir, como esos imanes feos que trae la gente de regalo cuando vuelve de vacaciones, y el “agasajado” agradece pero intenta ocultarlos al costado de la heladera, aunque siguen estando ahí.

Seguía sonriendo, pero ahora los pliegues de la boca no se iban, los pantalones no subían, y el pelo, ese maldito pelo… No recuerda cuándo fue la última vez que se bañó sin tapar la rejilla con una madeja de hebras enrolladas como víboras finitas. No le gustaba levantarlas, tenía miedo de comprobar que ese enjambre pesaba más que ella. Algunas veces fantaseó con la idea de volverlos a pegar al casco, uno por uno, como si fuera una muñeca, pero entendía que así no funciona la naturaleza. Consultó a tantos especialistas, probó tantas lociones, hizo tantas cosas extrañas para que dejen de caer, pero nada funcionó. Ni el estrés, ni las hormonas justificaban esa amarga escena en la que se pasaba cada día contando pérdidas.
La explicación llegó recién después de un año, cuando ya de su abundante melena sólo quedaban algunos mechones, luchando entre la vida y la muerte. Una noche se despertó para ir al baño y cuando estaba por apagar la luz, se le puso la piel de gallina. A través del espejo pudo verlos, se movían. No era el viento, ni ella que agitaba la cabeza. Cada hilo negro estaba de pie, haciendo fila al borde de su frente y sienes. Y así, de a uno por vez, se lanzaban al vacío.
Aterrada, escuchaba sus murmullos, voces ínfimas que lloraban antes de arrancar su propia raíz y saltar. Desesperada, quería detener ese suicidio en masa, pero no sabía cómo.
Bajó la vista, y estaban ahí, quietos en el piso. Decidió observar, esperar a ver quién era el último. A las cuatro de la madrugada volvió tranquila a la cama.

Ya no tenía nada que perder.

Bárbara Menicha Schtirbu

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