Sabía que podía encontrar a Elvio en la casa del doctros Mariano. Todos los sábados a esta hora se reúnen para discutir el curso de su sociedad y cuestiones generales. Estaba seguro de que en el consultorio daría con él, y entonces él me diría dónde encontrar a Natasha, que últimamente se ha convertido en una persona sumamente escurridiza y parece ser una completa imposibilidad para mí dar con ella: su teléfono no responde. He perdido ya la cuenta de mis innumerables intentos de contactarla. En su departamento no está nunca y temo que voy a estropear la puerta si continuo golpeándola. Ella nunca sale. No está, o se esconde. No lo sé. Esto me está volviendo loco. Todo lo que no sé. Pero lo que sí sé con certeza es que los rumores no pueden ser ciertos. Ella no hubiera sido capaz de semejante cosa. Así que tengo que hablarle pero para eso debo encontrarla, y ninguna de sus amigas sabe dónde está o no me lo quieren decir.
De manera que sólo me queda Elvio. Él siempre fue leal y sincero. Si sabe dónde encontrarla me lo va a decir.
Ya casi llego a la casa de Mariano y con espanto compruebo desde la esquina que las ventanas del consultorio están cerradas. Eso sólo puede significar que no están ahí. Quizás se hayan reunido en otro lugar o tal vez hayan quebrantado su habito de encontrarse los sábados. ¡Por Dios! ¡No hoy! No puedo seguir esperando. Esta duda me quema como una brasa ardiente. Necesito que Natasha me diga que no es cierto, que no lo hizo. Yo sé que ella nunca cometería un acto semejante, nunca se ensuciaría de esa manera. Algo tan inmundo, tan indecible.
Llegué hasta la puerta de la casa y golpeé varias veces. Después toqué el timbre repetidamente. Cuando Mariano abrió la puerta me pareció un milagro aliviador. Haber ganado la lotería no me hubiera causado una alegría semejante.
—¿Está Elvio? —le pregunté sin saludarlo.
—Sí, pasá. Estamos tomando un té.
Mentira. Estarían tomando brandy. Siempre toman brandy estos dos borrachos. Mariano me condujo por el corredor hasta la biblioteca. Por alguna razón hoy habían decidido tener su encuentro en este lugar en vez de usar el acostumbrado consultorio, lo cual me pareció que tiene mucho sentido. Nunca entendí porqué se encontraban en el consultorio. Cuando vi a Elvio sentí una emoción tranquilizadora. Estaba sentado en un cómodo sofá tomando sorbitos de una taza de té.
—Elvio, ¿qué decís? Necesito hablar con vos de inmediato —estaba seguro de que en esa taza había cualquier cosa menos té.
—Eloy, qué sorpresa —me dijo con una sincera sonrisa en el rostro.
—Vení, sentate, le estoy contando a Mariano una historia verdaderamente sorprendente que escuché de un paciente.
Elvio es psicólogo y escucha toda clase de historias. Yo no tenía el menor deseo de escuchar nada de eso, tampoco la paciencia para ello. Además las dudas me estaban corroyendo como un ácido y en lo único que podía pensar era en encontrarme con Natasha. Tenerla cerca. Escuchar de sus propios labios que todo esto era un mero sinsentido, una rara ilusión, porque era demasiado retorcido e inmundo para ser verdad.
—No, Elvio, solamente necesito que me digas dónde encontrar a Natasha.
—¡Ha! Se compró un auto nuevo.
—Sí. Eso escuché, pero no me interesa su auto. Sólo quiero encontrarme con ella. ¿Sabes dónde está?
—Estará manejando, desde que tiene el auto es casi lo único que hace. Es un Peugeot 504 muy lindo. El color es un azul un poco brillante, pero tiene muy buen andar.
—Muy bueno lo del auto, pero quiero saber dónde está ella.
—Oíme una cosa. Estoy en el medio de contarle a Mariano esta historia sorprendente. Quisiera que la escuches, a ver qué te parece.
Entonces Elvio retomó la historia de su paciente y me pareció que sería demasiado imprudente interrumpirle. Después de todo era yo el que sentía el apremio. No me pareció correcto irrumpir en medio de su reunión e imponer mis necesidades, así que me armé de paciencia, me acomodé en el sofá y me dispuse a escuchar.
La historia que narró fue mas o menos así: » El paciente me dijo que el creía, mas allá de cualquier duda, que el tema del doble no es un mito literario, sino una realidad del mundo. Me dijo que él no necesitaba creer las historias que abundan en la literatura o en los diálogos de la gente, porque él tenía su propia historia.
Me contó que a la edad de veintitrés años había trabado amistad con un personaje bastante singular. Su nombre era Yabricio y debido a ciertas circunstancias familiares había desarrollado una madurez un poco precoz y algunas peculiaridades de carácter. Cuando tenia veintiuno se había marchado hacia Brasil para abrir un restaurante en sociedad con cierto personaje local. Yabricio tenía además algunas peculiaridades físicas. Su espalda tenía la delineación propia de un físicoculturista, aunque él nunca se había dedicado a esa actividad. Había ademas un gesto muy característico en sus modos, un movimiento que él hacía con el brazo acompañado de una expresión facial que resultaban sumamente distintivos y de alguna forma, una marca personal. De manera tal que este muchacho, Yabricio, resultó ser una influencia para mi paciente que desde hacía algún tiempo tenía el anhelo de convertirse en un viajero y ponerse así en contacto con las cosas del mundo.
Impulsado por el ejemplo de Yabricio y de algún modo inspirado por él, mi paciente decidió perseguir su propio destino como viajero y lanzarse a los caminos de la tierra, de esta manera fue que llegó hasta un pueblo llamado David, y luego hasta Bocas del Toro, una remota geografía caribeña. Fue ahí, en ese escondido lugar, donde dio a parar con un personaje que parecía ser una replica casi idéntica de su antiguo amigo Yabricio.
Este nuevo personaje era de origen italiano, su nombre era Paolo y era al menos diez años mayor que Yabricio. Sin embargo las similitudes entre ellos eran sorprendentes y no se agotaban en lo físico. Existía una cierta e inequívoca energía que era idéntica en estos dos hombres. No sólo su pelo y su cara eran increíblemente parecidos, lo eran también su estatura y su contextura física. Aquella singular forma de la espalda de Yabricio, mi paciente la comprobó también en Paolo y su manera de hablar, su modo de moverse eran idénticos. Cuando mi paciente sorprendió a Paolo llevando a cabo ese gesto que era tan característico de Yabricio y una marca distintiva de su personalidad, no sólo se sintió abrumado por el asombro o la sorpresa, si no que además supo, estas cosas me dijo él, que estaba enfrentándose a una rareza del universo, a un caso muy extraño de la duplicación de un mismo hombre. Había encontrado en Paolo al doble de Yabricio.
Mi paciente me dijo además que había también coincidencias en las historias personales de ambos hombres. Le escuchó narrar a Paolo que a causa de razones familiares había emprendido su vida como hombre de negocios a los veintiún años, cuando se mudó a una región distinta de su natal Italia para abrir en sociedad con un piamontés un restaurante.
Este era sólo un ejemplo. Había otros. Pero lo que a mi paciente más le sorprendió fue la semejanza espiritual entre estos dos individuos que parecían compartir una misma esencia, un mismo espíritu.
Para cerrar el relato, mi paciente me dijo que estos dos hombres habían tenido para él un significado especial. Ambos habían dejado algo en él, o lo habían ayudado a crecer: Yabricio le había presentado el ejemplo de que nada tenía que esperar para ponerse en marcha y convertirse en un viajero. Paolo fue la persona que le sugirió que en tiempos de necesidad podía pedir ayuda a la luna, y con esta simple frase abrió para él la senda del desarrollo espiritual.
Por último me dijo que sólo un rasgo físico los diferenciaba: los ojos de Yabricio eran verdes y amarillos. Los de Paolo eran celestes.»
Así concluyó Elvio su tedioso relato.
—Entonces, ¿qué les parece? —cuestionó Elvio y nos miró expectante.
Mariano empezó a decir algo, pero yo no podía tolerar mas de esto.
—Discúlpenme —interrumpí—. No quiero ser maleducado, pero realmente tengo otras cosas en la cabeza en este momento. Elvio. ¿Podrías por favor decirme en dónde encontrar a Natasha?
—Sí. Claro —dijo Elvio con un poco de sorpresa—. No me di cuenta de que tenías tanto apuro. Va a estar a las cinco en punto en el café Van Gogh. Ahí se encuentra con sus amigas. ¿Se puede saber qué pasa?
—No pasa nada —le dije de inmediato. No me atrevía a confesar la tormenta incontrolable que se estaba desatando en mi interior.
Entonces me puse de pie y con una tenue vacilación me acerqué a él y me quedé mirando su taza de té. Él me miró sin decir nada. Entonces me incliné e intenté aproximar mi nariz a la taza.
—¿Que haces? —me dijo Elvio.
—Quiero oler tu té.
—No es té —me dijo—. Es brandy.
Me fui de la casa y me puse a caminar a un paso muy apresurado aunque el tiempo me sobraba para llegar antes de las cinco al café Van Gogh. Eran las cuatro y únicamente tenía que caminar unas quince cuadras.
Me sentía sumamente entusiasmado por saber que en tan sólo una hora podría ver a Natasha y aclarar toda esta confusión horrible. Pero a su vez me sentía sumamente irritado por el hecho de que Elvio me hubiera demorado tanto tiempo con su narración absurda. Darme la información que necesitaba le hubiera tomado sólo algunos segundos, y yo no hubiera tenido que escuchar su cuento idiota.
Dos cosas sabía yo sobre Elvio. Una de ellas es que él es un ávido lector de la literatura fantástica. La otra es que es un mentiroso.
Seguramente había estado leyendo: William Wilson o El retrato de Dorian Grey y ahora quería convencernos de que esa fantasía de el doble es algo real y que normalmente ocurre en el mundo.
Me pregunto que tan idiotas cree que somos. Pero bueno. Estas cosas ahora no eran importantes. Lo único trascendente en este momento era aclarar todo este asunto con Natasha. Y mientras pensaba en esto la vi caminando en frente mío por la vereda opuesta. El corazón me dio un salto en el pecho y grité su nombre. No se dio vuelta, así que corrí hasta ella y le puse una mano en el hombro.
—Natasha —le dije.
Pero cuando se dio vuelta con un salto cuenta me di que no era ella. No sólo eso, si no que en realidad no se parecía en nada a ella. Le pedí disculpas y seguí caminando. Esto me pasaba todo el tiempo. Desde que me enteré de todo este asunto veía a Natasha en todas partes.
Ya estaba cerca del café. En poco tiempo más terminaría todo este indecible infierno que me estaba quemando las entrañas. Porque sabía que ella me iba a decir que no era cierto, que nada de eso había sucedido. Si se tratara de una aventura romántica, yo podría entenderlo. Después de todo ella es tan humana como lo soy yo, y cuando tuve ese pequeño romance veraniego, ella fue comprensiva y me perdonó. Yo podría perdonarla también si se tratara de algo así, pero esto, esta monstruosidad… No podía ser cierto.
Llegué hasta el café unos diez minutos antes de las cinco y me quedé esperando en la puerta. Me alegraba poder confiar en la puntualidad de Natasha que nunca fallaba.
Esos diez minutos me parecían un océano de tiempo. Entonces, para entretenerme, me dedique a observar a los autos que paraban en el semáforo de la esquina. Un entretenimiento muy torpe, pero cualquier cosa que me distrajera me resultaba un alivio.
Entonces vi su auto aproximándose por la calle del café. Si. Era su auto nuevo. Sin embargo no era un azul tan brillante como había dicho Elvio, sino mas bien un poco verdoso. Pero era ella, la vi bien. Con su pelo castaño ondulado y su sonrisa inmensa. Pero… ¿quién era el tipo ese que iba con ella? No lo había visto nunca.
Entonces su auto se acercó al café, pero no disminuyo la velocidad, si no más bien siguió andando y sólo se detuvo cuando llegó a la esquina porque el semáforo estaba en rojo.
Con un dolor inmenso, las brasas que llevaba dentro mío se avivaron una vez más. ¿Qué estaba pasando?
Corrí hasta el auto. La ventanilla del lado derecho estaba baja. Sin prestar la más mínima atención al pasajero, le hablé a Natasha. Sólo que no era ella. Otra vez mi imaginación y lo conflictivo de mis emociones me habían engañado. Esta mujer apenas tenía un tenue parecido con Natasha.
Entonces, por primera vez, puse mis ojos en el rostro de este hombre que me observaba con una expresión de magnifico asombro.
En su cara vi algo para lo que no estaba preparado. Vi sus ojos, su nariz y su frente, la forma de sus labios y de su mentón. Vi también una profunda cicatriz debajo del ojo izquierdo, vi las arrugas de su frente. Vi a su vez en su expresión, una manera distintiva de abrir los parpados y revelar sorpresa de un modo particular que había conocido en tan sólo otra única persona en este mundo. Todos estos detalles observé en un solo instante y por ese horroroso momento creí estar parado frente a un imposible espejo.
Excepto por el color ligeramente mas claro de su cabello, me encontré enfrentado a una perfecta replica de mí mismo.
Eloy Kamiski