La voz del Profeta es clara, pausada, para que la escuchemos atentamente y sin perder detalle. Sus palabras son sencillas y sus instrucciones son repetidas todos los días al amanecer a través de los radios de onda corta que todos teníamos en el búnker. Así sabemos que ya es otro día, porque la estática se interrumpe y la voz del Profeta se nos regala. Aquí adentro, cobijados por la tierra, El Profeta nos ha mantenido con vida durante muchos años, por eso le estamos muy agradecidos: él nos da la comida libre de gérmenes, el agua filtrada y desinfectada, él recicla el dióxido de carbono en sus plantas para regresarnos oxígeno puro a través de las ventilas de los cubículos. El crea el hipoclorito de sodio para desinfectar todos los días los pasillos del búnker y recicla nuestros desechos para mantenernos libres de enfermedades.
Hoy cumplo veintiún años y estoy en el Salón de Pruebas para que Los Cercanos al Profeta me evalúen. Ellos, cubiertos con trajes sellados y de rostros ocultos por máscaras de respiración autónoma, nos ducharon con chorros de agua en los que el bendito cloro se percibe. Nuestra piel desnuda se resecará y se caerá pero estaremos libres de toda suciedad, del pecado original de los ácaros, las bacterias y los virus con los que fuimos infectados al nacer; por los errores de nuestros ancestros. Nos enjuagaron con agua tibia y nos hicieron pasar por una báscula donde apuntaron nuestro peso. Somos seis hombres y tres mujeres. Uno de mis compañeros no pudo evitar que el pecado se manifestara en su cuerpo y recibió una patada en los genitales. Temblaba de miedo y eso estaba bien porque alejaba los malos pensamientos de mi mente. A él lo echaron del Salón a pesar de su llanto de vergüenza y sus ruegos. A los demás nos dieron overoles tyvek, guantes de goma y cofias y nos ordenaron seguirlos. Dos de Los Cercanos portaban armas de fuego, que conocía por los dibujos hechos por mi padre, ellos nos ordenaron que hiciéramos dos filas.
Las pruebas físicas fueron extenuantes: nos hicieron saltar cincuenta, cien veces, doscientas veces, anotando siempre cuándo se rindió cada uno. Me dolían los pies cuando sólo quedé yo en pie, pero seguí saltando hasta que uno de ellos me ordenó que me detuviera. Sin darme tiempo para descansar, ordenaron a los otros que se pusieran de pie. Una de las chicas se quejó de que estaba cansada y de inmediato fue expulsada del Salón. Quedábamos siete candidatos. La siguiente prueba exigió que sostuviéramos en las manos una barra a la que se le fueron agregando discos de diferentes pesos, y de nuevo se tomó nota de cuántos kilos fue cada uno capaz de sostener antes de dejarla caer. Me sentí orgulloso de nuevo por ser yo quien hubiera podido cargar más.
Otra persona, de sexo indeterminado, apareció por la puerta que estaba al fondo del Salón de Pruebas y uno de Los Cercanos armado le dio la lista en la que aparecían nuestros nombres. Dijo el mío y me ordenaron que lo siguiera. Ambos cruzamos por la puerta y me encontré en medio de un salón frío y oscuro.
“¿Amas al Profeta?” Preguntó alguien, respondí que sí y me golpearon: primero en el estómago, después en las costillas y luego en la cabeza. “El Profeta daría su vida por ti, ¿tú la darías por él?”. Resoplando, afirmé. Caí al suelo donde varias veces me patearon. “¿Renunciarías a tus padres, a la comodidad de tu cubículo, por él?” Sentí que la consciencia me abandona pero escupiendo sangre y saliva, de nuevo dije que sí. Los golpes continuaron, pero yo perdí el conocimiento.
Cuando abrí los ojos, estaba en una habitación blanca, pulcra. Me recibieron la limpieza de las sábanas y la cama de hospital bajo un techo libre de moho y tan bien iluminado, que me lastimaba los ojos. Estaba vestido sólo con una bata corta y blanca, y pude ver en mis brazos los moretones producidos por la golpiza. Entonces la voz del Profeta se escuchó claramente en un altavoz. Me hablaba de la promesa de una Nueva Tierra, en que la Pandemia habría terminado y todos ascenderíamos a un mundo libre de contaminación, de parásitos, de enfermedades y de dolor. Un soleado paraíso terrenal donde los justos morarán durante generaciones, siempre guiados por la sabiduría del Profeta.
La voz me preguntó si creía en esto con todo mi corazón y yo respondí que si, llorando después. Su voz me respondió que le agradaba oír eso y de la única puerta batiente de la habitación salió una mujer vestida con su respectivo overol, que no es blanco sino gris, y me entregó una bandeja en la que había una lata de atún abierta y un cubierto de plástico envuelto pulcramente en una bolsa de plástico transparente. Además se me ofreció una botella de agua hecha de plástico, sellada, en cuya etiqueta se veía el logotipo del Profeta. Sólo en el Cumpleaños del Profeta se nos repartían raciones como esa, y sentí que aquella agua tan pura y aquel pescado tan delicioso, eran el mejor regalo de cumpleaños que nunca había recibido.
Sin la voz del Profeta para avisarme del nuevo día, sumido en el silencio y durmiendo a intervalos regulares, no sabía cuántos días había pasado recuperándome en aquel cuarto. Al cabo de siete comidas, que sentía me eran entregadas de forma irregular, la mujer del overol gris me entregó un overol de plástico grueso, unas botas de hule y una mascarilla con respirador completo. Supe entonces que me había ganado el derecho a formar parte de Los Expedicionarios, y sonreí lleno de gratitud. Me vestí y después de asegurarme que el traje estuviera completamente sellado, acompañé a la mujer.
Un largo pasillo que cruzaba delante de otras puertas igualmente blancas y numeradas nos recibió. Avanzamos hacia un elevador al final del pasillo, y ascendimos por él durante varios segundos.
Cuando las puertas se abrieron, me encontré con otros Expedicionarios, todos anónimos hombres y mujeres con la misma cara de máscara y piel de plástico, calzados con botas de hule. Aunque intuí que varios de los menos corpulentos eran quienes sobrevivieron las mismas pruebas que yo, era evidente que los Expedicionarios de mayor rango son los que sostienen armas largas.
Y así fuimos expulsados del Búnker que hemos llamado hogar durante toda nuestra vida. La luz del sol quemaba los ojos, pero el ahumado del visor de la máscara nos protegía. El sol causa un resplandor ámbar en el cielo, y una bandada de pájaros, seguramente transmisor de la gripe aviar, volaron asustados cuando las puertas se abren chirriantes. Delante de nosotros, un hierbazal se extendía ocre y sucio hasta donde alcanzaba la mirada, y unos cuantos árboles (iguales a los de las fotografías viejas) salpicaban el terreno que rodea el Búnker. Uno de los líderes nos hizo una seña para que lo siguiéramos y emergió flanqueado por otros dos Expedicionarios armados, y comenzamos la marcha.
Descendemos la ladera, a nuestra espalda la entrada al búnker parecía sólo un muro de piedra de menos de dos metros de alto con la compuerta exterior gris y cerrada. Más allá la bruma nos impedía ver con claridad, pero la silueta de los corrompidos edificios se destacaba en el horizonte. Una carretera hacía una curva en donde terminaba la ladera, y los líderes nos señalaron qué rumbos debíamos tomar para hacer nuestro trabajo. Los Expedicionarios patrullamos la propiedad privada alrededor del Búnker del Profeta.
Finalmente, caminé carretera abajo y tomé el sendero que uno de los líderes me indicaba, descendiendo hasta una meseta en la que hace mucho hubo un parque y un área de descanso con mesas, ahora invadida por maleza sucia. Debería patrullar solo y reportar cualquier cosa extraña que vea. Me gustaría, pensé, tener un arma, pero son escasas y solo Los Cercanos pueden portarlas.
Descendí aun más hacia la ciudad y me encontré con los límites de la propiedad, ahí donde los infectados fueron crucificados boca abajo para que expiaran los pecados de sus virus. Aunque mis padres me habían hablado de esto, no pude evitar detenerme en seco, atermorizado.
Entonces lo vi. Era como de mi edad pero su piel estaba morena por el sol y su cabello negro revuelto era agitado por el aire sucio. Vestía una camisa de color pardo y unos pantalones azules extrañamente limpios para vivir en el exterior. Estaba arrodillado delante de una de las cruces, colocando un ramito de flores silvestres. En cuanto me escuchó se puso en pie sobresaltado, alzando los brazos. Pero luego de un rápido examen bajó los brazos y se acercó con precaución hacia mí. Tal vez estaba desarmado pero no dejaba de ser peligroso. Su nariz no rezumaba mocos verdes ni lloraba sangre, su piel no estaba cubierta de pústulas, ni tenía la mirada perdida, ni le colgaba un hilo de baba de su boca idiota. No parecía muy diferente a mí. Pero tenía que ser un infectado, no portaba traje, no podía ser de otra manera.
Me dijo su nombre y que sólo había ido a ponerle flores a su madre. agregó que yo era uno de esos tipos que vivían encerrados en la montaña desde hacía tiempo por miedo a la enfermedad. Me dijo también que la Pandemia había terminado y se acercó a mí sonriendo. Pero no le creí. De haber tenido un arma me habría defendido de la mano sudada y llena de tierra que extendió hacia mí, llena de inmundicia. Di un traspié y caí de espaldas. Insistió en que el ambiente era seguro desde hacía mucho tiempo, que no necesitaba el traje y extendió la mano para tocarme la mascarilla.
Grité y me puse de pie, le di un empujón y lo derribé al suelo. ¿Cómo se atrevió a tocarme? ¿No sabía que si me contaminaba, El Profeta me expulsaría del búnker? Enfurecido, comencé a golpearlo y a gritarle. Él era fuerte, más fuerte que yo a pesar de ser igual de flaco, repelía mis golpes con facilidad. En algún momento, agarró con firmeza la mascarilla y gritándome que no fuera estúpido, me la arrancó.
En cuanto aquel aire lleno de polen, alérgenos y suciedades innombrables tocó mi cara, me cubrí la nariz, cerré los ojos y sin contener más el terror, grité.
Uno de los Expedicionarios mayores me llamó tan fuerte que lo escuché a través de su mascarilla. Abrí los ojos para buscarlo y vi que el muchacho de la ciudad lo miraba, y alzando los brazos retrocedió temblando. Busqué a tientas mi mascarilla, pero el infectado la sostenía aún en su mano. Él se dio la vuelta y apenas empezó a correr cuesta abajo, un breve repiqueteo grave de balas sale del arma del Expedicionario y el cuerpo del niño cayó, desapareciendo entre la hierba.
Me puse de pie, llorando. Mis lágrimas no se han convertido en sangre y hay un olor agradable en el aire, muy diferente al del encierro y el desinfectante, aquel olor brotaba de los pinos, pero no sabía qué era. Miré al Expedicionario y le informé que estoy bien, que voy a recuperar mi máscara.
Él sólo respondió que no me moviera; alzó su arma, y sin titubear… hizo de mi su blanco.
Abraham Martínez Azuara