Canción de luna

Ashanti nació una noche tormentosa.

Presagio quizá, de la vida azarosa que habría de llevar.

Creció entre sirvientas, comida gourmet,

finas telas y todo aquello que el dinero podía comprar.

¿Zapatos nuevos?

Más de los que en vida llegaría a necesitar;

¿viajes, juguetes, caprichos?

Todo estaba al alcance de su mano, sin apenas pestañear.

Todo excepto el calor de hogar ni una mano amiga

o la quimera del afecto carnal.

Cuando pequeña,

nadie parecía notar la constante melancolía en sus ojos azules,

tan profundos como el mar;

perdía la noción del tiempo en el jardín,

persiguiendo mariposas e imaginando aventuras,

más allá de su prisión infantil.

Sus padres viajaban todo el tiempo

y ella se quedaba al cuidado de niñeras,

amas de llave o alguno de los criados que ella tanto despreciaba.

El resentimiento no tenía nada que ver

con el mísero estatus social, ni con que fueran mestizos o gitanos;

los odiaba por la compasión que veía en sus ojos,

porque sabía que cada uno de ellos esperaba algo

a cambio de las atenciones que le prodigaban.

El paso a la adolescencia no la hizo sentir mejor,

así que Ashanti prefería ocultarse en su amado jardín,

aspirar el aroma de las flores, recorrer los pinos

y perderse en el confín de la tarde

hasta que la oscuridad de la noche traía consigo la luna.

Esa esfera brillante y fugaz

que sin falta acudía a su cita.

Era la única que sabía de sus secretos,

que la escuchaba sin quejas, con parsimonia y lealtad absoluta.

Sí… la luna era una amiga y confidente

que incluso le regalaba de vez en cuando

una serenata de grillos y baladas de rehilete.

Pero hoy todo sería diferente: Ashanti no estaba sola en su cita nocturna.

La acompañaban sus demonios,

esos que solían recitarle que nadie la amaba en realidad.

Mientras miraba el resplandor de la luna,

se quitó el vestido de seda que envolvía su cuerpo;

lentamente se despojó también de su ropa interior

y de los aretes de zafiro que adornaban sus orejas.

Desnuda, pudo admirar cada cicatriz que había desde la base de su fino talle

hasta el interior de sus muslos:

cortes irregulares que llenaban el vacío de su vida,

convirtiendo el dolor en dulce panacea…

Ashanti se quitó los zapatos.

Soltó su delicado cabello y enjugó una lágrima…

Acarició por última vez cada curva rosácea con fervor.

¡Amaba sus cicatrices!

Pero ya no quería seguir desvaneciéndose en la nada.

Dejaría su cofre de tesoros a la vista

para cuando la encontraran:

pétalos de rosa para mamá y hojas de menta para papá.

Varios tallos de espina para Nicandro,

el caballerango mulato que alguna vez le hizo el amor

a cambio de un par de monedas de plata.

Hilos y aguja para su nana;

clavos de olor para la ayudanta.

Finalmente, cientos de luciérnagas en un frasco de cristal

para su única amiga: la luna.

¡Oh, luna indulgente, canta para mí, en esta noche ausente de estrellas!

Como respuesta, ¡un rayo estruendoso!

que al mismo cielo estremeció…

Ashanti sonrió, al escuchar acercarse la tormenta.

Sin dudar,

se encaminó al precipicio que bordeaba la finca familiar.

Podía sentir la brisa acariciar su rostro

y las gotas de lluvia empezando a caer:

primero suaves, distantes, arrulladoras.

Y después de unos minutos,

cortantes como navajas, hirientes y amenazadoras.

El agua fría mojando su cuerpo

y las rocas salientes invitándole a dejar de ser…

Ashanti cerró los ojos.

Se imaginó cantando la canción de luna

y saltó al vacío sin rencor.

¡Por fin abrazaba el infinito!

Y finalmente, el vacío también la consumió…

Evelyn Guadalupe Cáceres Villafuerte

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s