El repiqueteo

Era la tercera vez que mi vecino preguntaba por mi esposa. Me escozaba el ardor y los sahornos de decirle lo que había ocurrido realmente con ella, y más, el futuro aciago que le deparaba si volvía a indagar una vez más acerca de nuestras vidas. Si el mundo lo supiera, creo que también me comprendería.

No todos los días una señora dama pierde la unidad de su arete. Objeto tan colgado bien ajustado que ni el soplo de una brisa caprichosa te ha de mover. Excepto una fuerza mayor a la par de un caballo desenfrenado, pero como carecíamos de tales animales, sólo supuse que dos bestias lo podían conseguir. Cuántas vergüenzas por hincar el dedo antes de tiempo, o adjudicar pensamientos demasiados equívocos, así que, la descarada de mi mujer no tendría reparos para seguir ocultándolo y el cobarde de mi vecino de echarme la culpa a mí. Quiero explicar, que sí lo visité, porque era una cuestión digna que se debía resolver. Pero no. Le había impuesto la búsqueda de un martillo que no necesitaba, y la exigencia de unos clavos de cobre que no sabía para qué se usaban, y, lo usé, del todo. No recordaba desde cuándo se mudaron, sólo sí, que venían de un poblado que Poseidón reclamó para sí en un mar de leva y la devolvió en un lodazal de escombros. Su esposa era una señora ya avanzada, que, debido a una ablución en el alba, quedó asmática para toda la vida. Por la ventana me enteraba de los chismes domésticos, los reclamos nocturnos y las sospechas de una amante furtiva. El desconsiderado de mi vecino, se sacudía la piel muerta de su querida esposa con la emergencia de una mujer, tanto que había cosechado su fortuna para que otro la disfrutara.

Josefina de mi alma, tú nunca me harías algo parecido o más vil que esto. Nunca te faltó nada, y cuando requerías, todo te lo proveía; jamás te abandoné para que tú me traicionaras, para que me ofendieras de esa manera, y peor, con la imagen de un rival que no soportaba. ¿Qué hice, Josefina? ¿O qué no hice?… Seguro eran desvaríos, ella casi no salía de casa. Pero encontré, debajo de la mesa del jarrón indio, un cacho de carnero decorado, que, si no fuera porque llevaba el otro en la mano, diría que no se parecían. Suspendido, con los clavos y el martillo del mal nacido de mi vecino, regresé a casa como si me hubiera mordido la lengua. ¿Qué se puede decir cuando uno se colma de coraje? ¿A quién se recurre con salvedad antes estos hechos? La amaba tanto y la seguiré amando durante cada ocaso, pero, ¿quién me podía afirmar a mí, de que esto no volvería a suceder?

Por eso le aplasté la cabeza. Le di un solo martillazo que chorreó la pared contigua. La arrastré desde el baño a la mitad del patio. Allí cavé una fosa, tiré dentro y la sepulté junto con un centenar de sábilas que arranqué de los materos. Que me diga cualquiera, ¿no haría exactamente lo mismo? Porque si no era ella, era yo, y si no fuese yo, seria él. Tampoco es que esperaba la gratitud de una zorra menos en esta vida, pero les había cercenado la herida a muchos. No preví, sin embargo, de que teniendo vecinos tan cerca, alguien colocara sus ojos y orejas en el patio.

El desgraciado del vecino fue primero, que me preguntó si podía devolverle el martillo. La vecina de la otra cuadra, extrañada porque no había asistido al juego de barajas. Y mi cuñado, porque ya llevaba tres días que no lo visitaba. Y tocaban y tocaban la puerta, con un palpitar que me agriaba el estómago. Sabía que por un momento ya no me iba a servir negársela a todo el mundo, ni aunque se hubiera ido en barco ni aunque montara una mula en búsqueda de un dentista. Pues la siguiente mentira ya debía ser más embustera que la anterior. Entonces tocaban la puerta, y ensayando en el espejo del salón, descubría que no había nadie. Otra vez, cuando me hervía el agua del café, volvieron a tocar con el mismo repiqueteo. Ni en el asomo de una silueta vertiginosa. Pero ya no sólo era de día, sino también de noche, y no quería abrir por temor a que el bromista se convirtiera en un ladrón.
Y a toda hora, tocaban la ventana, las paredes, el techo, y mis precauciones más rápidas no daban para desenmascararlas. Alguien me había visto, sabía que mi mujer no marchó a ningún lado, sino que la tenía enterrada detrás de la casa. ¡Santa María, te imploro! No me veía en una cárcel, a pasar los años en pena, ni mucho menos darle la vergüenza a mi madre de un hijo ejecutado. Josefina, ¿por qué tuviste que hacerme esto? Si ha de existir un culpable eres tú, señora del vicio. No habrá descanso eterno mientras el Diablo sepa tus andanzas. Quiero que sepan, que no obtuve ningún remedio benigno a este escollo. Fui a la gaveta de la biblioteca y desempolvé la pistola de mi señor padre. Todavía están tocando la puerta. Si por obra del destino leen esta carta, seguramente ya se habrán ido los tambores.

Fred Trespalacios

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