El ciclo de las flores

Jonás salía cada mañana a su jardín, con la esperanza de verlo por fin florecer. Este año la primavera se hacía de rogar y parecía venir con retraso. Seguía esperando a las niñas de sus ojos, esas maravillosas flores multicolor que encandilaban al resto del vecindario y de las que tan orgulloso se sentía cuando asomaban cada año. Acabó perdiendo la ilusión y la esperanza tras varias semanas de decepción y decidió tirar finalmente la toalla.

Aquella mañana se quedó en la cama, sin ganas de visitar su triste jardín falto de color y alegría. Aunque ya jubilado, estaba acostumbrado a madrugar y hacía ya rato que se había despertado, pero se sentía completamente desganado. Entonces un leve cosquilleo le recorrió la mejilla. Se incorporó y sobre su regazo se posó levemente una pequeña y extraña flor que no supo identificar. Era de un color gris muy pálido y metalizado, y parecía brillar con luz propia. Tras unos instantes de perplejidad, se levantó rápidamente y salió afuera. Lo que vio le dejó boquiabierto. El jardín estaba completamente cubierto de flores como aquella: pequeñas, plateadas y brillantes. Jamás había visto ese tipo de plantas, pero ahora cubrían su jardín. Y no había rastro de ningún otro tipo de vegetación.

Se pasó el resto del día estudiando y analizando aquellas extrañas flores sin llegar a conclusión alguna. No tenían parentesco con ningún otro vegetal conocido y su estructura era inusual, atípica. Tenían el aspecto de flores, pero Jonás estaba casi convencido de que ni siquiera se trataban de un tipo de vegetal. Al menos, no uno que él conociese. Ya avanzada la noche, el cansancio pudo con él y acabó durmiéndose intranquilo y con una mala sensación premonitoria.

Al día siguiente se despertó inquieto. Las flores del jardín habían aparecido también por toda la casa y cubrían incluso un buen perímetro en el exterior. Una multitud de vecinos se apelotonaba en torno a ellas, observándolas con curiosidad y recelo. A Jonás le entró un ataque de pánico y no se atrevió a salir. Quería gritar, avisar a sus vecinos de que se marcharan lejos de allí pero tuvo miedo de que le tomaran por un loco.

Dos días después las flores cubrían toda la pequeña ciudad. Dos semanas después, cubrían ya todo el país y seguían extendiéndose. Poco después no quedaba lugar en todo el hemisferio norte donde no hubiese florecido aquella desconocida planta. La alarma mundial había saltado antes de que las flores comenzaran a brotar también en la piel de los seres humanos, pero parecía imposible encontrar alguna sustancia que las combatiera.

La primavera llegó entonces al hemisferio sur, y las flores comenzaron a extenderse por lo que quedaba del planeta, con cierta timidez al principio, pero con un avance imparable y letal.

El último instante de consciencia que tuvo Jonás fue durante los primeros embates del otoño. Su cuerpo desnudo e inmóvil reposaba en el jardín, cubierto de flores plateadas que empezaban a marchitarse. Llevaba ya meses así, desde que las primeras florecillas brotaron de su propio cuerpo. Notaba cómo le mantenían vivo, pero era incapaz de moverse. Tras el caluroso verano, cuando las temperaturas ya habían empezado a descender, vio cómo las flores empezaban a marchitarse y, de un día para otro, su consciencia se apagó. En la primavera posterior, volvió a despertar. Sobre su cuerpo y a su alrededor, aquellas pequeñas y malditas parásitas comenzaban a florecer una vez más. Un nuevo ciclo. Por todo el planeta.

En la superficie de la luna, a donde ya nunca más podría volver el ser humano, reposaban un puñado de pequeñas semillas plateadas. Estas, menos afortunadas que las que alcanzaron la Tierra, no habían conseguido germinar en el entorno yermo del satélite.

Igor Rodtem

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