Salir franco el fin de semana completo, Luis, que por suerte está apostado en el campo de la séptima zona militar, decide pasar esos días en casa de su familia en la colonia Niño Artillero, su orgullo: la «army boy». De regreso pasó a saludar alguna exnovia que, sin perder el tiempo, lo dio de baja y ya anda con alguien más, ella se lo pierde por pendeja. No está muy animado de llegar a casa que digamos, sabe que para nada lo recibirán con gusto exagerado: mamá trabajando, papá fue por cigarros hace años, su hermana en la facultad de enfermería, los más pequeños en la calle, a nadie de ellos le hace mucha gracia que él forme parte de las fuerzas armadas de este país. A muchos en este país ni siquiera les hace mucha gracia las fuerzas armadas ya de por sí. Compra de pasada un hamburguesa con piña para cenar. Tal vez una sesión de videojuegos lo distraiga un poco mientras su casa se puebla. Battlefield, el cuatro para ser más preciso. Abracadabra.
Javier termina su turno en el puesto callejero, es el diler autorizado en la colonia más céntrica del pueblito mágico que a esta hora ya huele a pan. Nadie se mete con él, los policías saben el enjuague, el alcalde se hace de la vista y billetera gorda, sus clientes, desde los mocosos de primaria hasta los ruquillos que juegan domino en la plaza saben que es de confianza lo mismo que su mercancía. Recoge su tenderte de tachas, polvos mágicos, hierbasbuenas, pipas de formas raras y se va a casa. Alguna vez el vecino, que se estrenó de policía rural se la quiso hacer de pedo por andar distribuyendo droga, el pobre no sabía ni qué rollo. Una llamada bastó para que pasaran por él, le regresara la mercancía y el arma decomisada y se lo llevaran a dar una vuelta al cañón, tablazos en las nalgadas incluidos, el wey terminó cambiándose de casa, se fue a Sabinas. Ni aguantan nada. Una cena de huevo con chorizo y tortillas de harina le caería bien. Mamá ya la debe tener lista. Papá tal vez cene algo parecido en el penal de Miahuatlán en Oaxaca. Un baño, cena y a jugar videojuegos.
La vida virtual es un agasajo enajenante. Enciendes la consola, prendes tu pantalla plana, te conectas los audífonos para no molestar a los presentes, el micrófono te dejará coordinar la órdenes y alcanzar el objetivo. Siempre te ha gustado portar armas y matar gente, debes reconocerlo. Los jueguitos bobos de carreras de autos, el fifa o mamadas como el Mariobros simplemente no son para ti. Lo tuyo es la adrenalina mezclada con sangre. Los juegos de estrategia y matazón. Eliges el servidor que te parece mejor, claro, el Trump´s wall tiene los mejores mapas. Escenarios realistas de ciudades con guerra de guerrillas, tanques, muertos, helicópteros, jeeps, más muertos, bazukas, granadas y obviamente más muertos, debes liquidar a los treinta y dos inocentes del equipo contrario, ese, ese y no otro es el objetivo y triunfo del juego, para ello debes coordinarte a la perfección con tu comando, debes obedecer órdenes y sobrevivir. Es la vida real sin el dolor de las balas ni el hedor de la muerte. Buscas a tu equipo, si es la misma gente con la que siempre sueles jugar ya no habrá pleito por ganar el helicóptero o el puesto de comandante. Quien dirija comandará, el resto obedecerá. Nunca desprecies el papel de médico militar, es tan útil para conservar la vida como tus habilidades de apuntar y disparar para arrebatar la vida. Telas Poncho alias Javier, alias el diler en la vida real, se encuentra en las entrañas de la red con su compañero inseparable Tlatoani Guerrero alias Luis, alias el army boy en la vida real. Ambos saben que aquí algo tienen de asesinos, de sicópatas. Sólo aquí, se justifican siempre. Iniciar sesión.
Tras el fin de semana, pleito de por medio con su madre, hermana y demás parentela, Luis regresa al cuartel. «Amanece» dicen los Caifanes y el plan será hacer hoy ejercicios de ataque aéreo porque planean un asalto fuerte contra los que se salieron del huacal, no entienden los cabrones y se sienten más fuertes que la marina y más huevudos que los militares. «Matarile al maricón» cantaba una canción vieja que le tocó escuchar alguna vez en un vuelo de reconocimiento. Se calza su uniforme, botas, casco, lentes oscuros, y ganas de joder. Desde su nido de la ametralladora del Black Hawk ve salir el sol sobre las nubes que acaban de dejar abajo. El viejo y confiable Siorsky UH-60, el mismo donde le fascina disparar en el videojuego que ya es su vicio, le sudan las manos y se acelera su corazón, justo como le pasa al encender la consola. Si la adrenalina fuera un afrodisíaco Tlatoani Guerrero estaría más erecto de como amanece por las mañanas. A romper culos se dice.
Las nubes cubren el cielo y no dejan ver la cima de las montañas, casi llegan tan bajo como la entrada de la gruta. En cualquier otra circunstancia eso anunciaría un día de malas ventas, no en el caso de la mercancía que expende, en la banqueta justo frente a la escuela primaria para mayores señas, y con total impunidad para mejores fortunas. Telas Poncho sabe que sus clientes asiduos consumidores frecuentes y adictos a los viajes extraordinarios son como los carteros gringos: ni la lluvia ni el granizo, ni solazo ni el friazo detienen a los buenos samaritanos que dejan su lana y se llevan sus dulces. Viene una granadera carga de policías, Javier se saca de la parte trasera de su pantalón su escuadra semiautomática y la pone sobre la mesa de exhibición. Le hace señas a su ángel de la guarda que está apostado en la azotea en la tienda de enfrente con un rifle de mira telescópica. Un saludo asintiendo la cabeza del conductor del vehículo policial es contestado de igual manera por el atento comerciante. Nada, no pasa nada, ya ni siquiera le sudan las manos ni se le altera el corazón. Sigue viendo las nubes, tal vez se acerque una tormenta. No se quiere mojar.
Telas Poncho y Tlatoani Guerrero se conocieron por pura coincidencia en el famoso videojuego de guerra. Ambos se armaban de su alter ego y se sentían más perros de lo que hacían en la vida no virtual, como si eso les hiciera falta. Mataban, traicionaban, robaban material, tendían emboscadas hasta que uno se percató de la existencia del otro. Estaban en bandos contrarios y siendo rivales apreciaron sus respectivas habilidades. El destino, como dios, es ludópata y le encanta jugar a los dados, así que uno de tantos algoritmos los reunió. Se dieron cuenta que juntos «buenos» y «malos», así entre comillas porque todos eran peores, así, sin comillas, luego entonces podrían hacer más daño, alcanzar más fácil sus objetivos y disfrutar de la saña con la que eliminaban a sus rivales. Una jugada maestra los puso en el mismo comando, uno tenía el gusto por el vuelo en aves de metal, Luis; el otro, Javier, se le daba mejor el ordenar. Se dieron cuenta que sus capacidades se complementaban, que sus objetivos eran los mismos, que disfrutaban de joder al prójimo sin importar quién fuera. Se hicieron amigos virtuales pero, dadas sus respectivas ocupaciones, nunca compartieron datos personales o a qué se dedicaban. Ambos intuían que uno era un perro con rabia y el otro un toro con amplias astas, así que más valía no atravesarse en su camino. Jugaban partidas que ganaban con cierta facilidad. Se tenían confianza y un código de comunicación. Si uno mataba a un rival difícil levantaba ambas manos formando un círculo enorme en señal de triunfo; en cambio si eran abatidos y no recibían ayuda pronta, antes de la muerte levantaban ambos brazos y pintaban dedos. Créditos del videojuego.
Aquel día pintaba para ser glorioso. Xbox uno on. Tlatoani Guerrero como siempre se hizo de la ametralladora del helicóptero. Salida rápida, vuelo raso, factor sorpresa. En la banqueta de siempre Javier mira al cielo y ve los nubarrones cargados de lluvia, hombre precavido vale por dos así que revisa su impermeable y el cargador de su escuadra, no le gustan las sorpresas. Sobrevuelo bajito que deja apreciar la carretera de entrada al pueblo, es un mapa nuevo, tal vez el servidor de siempre, dejan atrás el convoy que servirá de apoyo una vez iniciado el tiroteo. Le sudan las manos y se ahoga en adrenalina. Extraña a Telas Poncho y desearía que estuviera aquí, tal vez hoy juegue en el equipo contrario.
El carraspeo del radio de su vigía pone en alerta a Javier, espera la señal y esta le llega «Eh, morro, pélate, viene la marina bien pesada». Xbox dos on. Justo detrás de su halcón con walkitoki Telas Poncho ve pasar al otro halcón negro con las aspas de su rotor levantando polvo y rugiendo en el aire. Veloz vuelo rasante de reconocimiento. A buscar refugio. Javier deja su puesto y corre a la tienda que le queda a una cuadra, conoce este mapa como la palma de su mano, la señora dueña se espanta pero el no quiere esconderse ahí, sale al patio y brinca la barda, ha entrado al negocio lavacoches del pueblo donde guardan su mercancía.
El helicóptero gira en redondo a una mayor altura, segunda pasada y empiezan a ver movimiento, «dale a las ratas donde no lastimes gente» es la orden que le llega por sus audífonos, Luis siempre ha obedecido órdenes en línea y en vida, sea la orden que sea. La adrenalina te dejará correr a toda velocidad y por ello Javier se ha escondido en la fosa del taller, escucha a lo lejos los primeros disparos del suelo al cielo. Guerrero Tlatoani reporta que están siendo atacados, les dan luz verde para repeler el fuego enemigo. Javier sospechaba que iba a llover, lo que nunca imaginó es que la lluvia sería de plomo y no de agua. Las balas que entran al taller atraviesan la lámina del techo y daña el coche que le sirve de escudo, ha salido ileso. Corre con todo lo que puede.
Tercer vuelo rasante y es fácil apreciar desde su puesto la dispersión del enemigo, chamacos mugrosos que salen de todos lados y abandonan el pueblo, blancos más fáciles y menos riesgosos, a despoblado no hay posibilidades de acrecentar las dianas de daños colaterales. «No dejen heridos», órdenes son órdenes. Telas Poncho guarecido en el huerto al lado de la funeraria dispara con lo que puede a la panza del helicóptero queriendo recrear las hazañas de la pantalla plana deseando que esa balita lo derribe y le ayude a ganar a su equipo. Se vale soñar. Escucha por los radios que el convoy a entrado al pueblo, corre, Forrest, corre. El nido del halcón negro hace su trabajo y derriba ratas de todos los colores. Que tus campiñas con sangre se rieguen, Tlatoani recuerda vagamente alguna estrofa perdida del himno nacional que nadie canta porque nadie se la sabe. En la pantalla una herida de bala o algún acuchillamiento no duelen aunque sí desesperan sólo mientras llega el médico a regresarte vida y que puedas seguir jugando. En la vida real Javier siente que la piel le arde y la sangre se pierde, avanza que ya no corre por la labor de don Nicanor. Su halcón está muerto y el otro se escucha que viene de regreso.
Cabo Luis, a las tres en punto tiene una cucaracha dele con todo, como si hiciera falta que se lo ordenaran; tranquilamente lleva cuarenta bajas que son de las que se pudo dar cuenta, qué le dura este pendejo, adrenalina y erección. Primer pase le vuela la pierna izquierda a Telas Poncho, cae al suelo y Tlatoani le pide al piloto que regrese para apreciar su obra. En el piso Javier Poncho sabe que ha perdido la partida y se gira en el borde de su conciencia, ve las nubes obstruidas por la nave que lo sobrevuela. No disparen, ordena Luis Guerrero, el herido hace una seña levantando ambos brazos y pintando ambos dedos. Desde el piso empapado de hierro Javier ve que el operador de la ametralladora levanta ambos brazos formando un círculo enorme en señal de triunfo.
Algo en ambas almas se estremece.
La ametralladora escupe lo que le queda.
Alguien a gritos y empujones hace despertar a Luis, eh, pendejo, ya párele, pinche sicópata, ya no le queda nada a ese wey. ¿No funcionan sus audífonos o qué, cabo?
El sudor y las lágrimas se mezclan en ese crudo despertar ahora que empieza a desfondarse el cielo. La lluvia se ve tan real, son unos genios los diseñadores de los gráficos en tercera dimensión. La adrenalina poco a poco regresa a su nivel. Me quiero desconectar, ya no quiero jugar.
Regresamos al cuartel.
Xbox off.
Samuel Carvajal