Escapar solas de nuevo

“La vida es una gran sorpresa. No veo por qué la muerte no puede ser una mayor”.
Vladimir Nabokov

Emilia se levantó a tomar agua pasada la media noche, un resplandor azulado salía de la cocina; luces de un azul intenso se proyectaban en las paredes, a ratos, se tornaban más tenues. ¿Qué diablos pasaba allí? Avanzó unos pasos más y se agachó cerca de la puerta, desde allí pudo oír gritos y risas de niños, como distantes; la voz débil y entrecortada de un viejo; conversaciones indescifrables. Sacó un poco la cabeza para saber de qué se trataba, todo salía de una enorme pantalla virtual. De un solo golpe la cocina quedó a oscuras, ahora sólo escuchaba el sollozo de su amiga Lorena.

Un mes atrás, Lorena había invitado a Emilia a su casa para que pasara tiempo con ella, asegurándole que en mayo dejaba de llover y en junio aminoraba el frío. Desde hacía ya dos años, Lorena vivía en un sitio aislado, cerca de la costa.

A Emilia le tomaría más de un día llegar al caserío, pero ya no tenía prisa. Necesitaba de alguien, los más allegados no podían acompañarla: los que habitaban su misma realidad, porque iban delante, hacía más de tres años que habían muerto, ya estaban a punto de apagarse; los otros, los que aún pertenecían al mundo de los vivos, porque ni sospechaban de esta otra existencia. Tampoco había coincidido con amigos de antes, apenas se había cruzado con algún insípido conocido; entonces, la idea de acompañar a su amiga era un bálsamo.

—¡Qué bueno verte! —gritó Lorena desde la entrada mientras corría al encuentro—. Te he echado de menos.
—Y yo a ti—le dijo Emilia entre lágrimas—. Se abrazaron fuerte por unos segundos.

A pesar de que ya casi oscurecía, Emilia no pudo disimular su asombro ante aquel sitio, le pareció tan increíble. ¿Por qué Lorena escogería ese lugar?
La cabaña era de un blanco sereno, tenía una cocina espaciosa con isla central; la luz le llegaba por las ventanas y puertas de vidrio, de piso a techo, que conectaban con la terraza.
La isla de la cocina parecía el lugar perfecto para casi todo, comer, conversar, tomar una copa. Sin darse cuenta, pasaron del pescado a una botella de vino, y de la primera botella a una segunda. Aún no terminaban de hablar de un exnovio, y empataban con la conversación de su grupo de rock preferido, y de esta última, con El diablo Ilustrado: el libro que una vez convirtieron en su biblia. Siempre que se reunían les pasaba igual. Una noche, hacía ya muchos años, casi amanecen conversando, tiradas en la arena, a la orilla de una de las playas más lindas del mundo.

—¿Buenos días, dormiste bien?
—Sí, muy cómoda —le respondió Emilia—. Me ha encantado esa lámpara de noche que parece una medusa.
—Hice café, puedes coger lo que quieras.

Hacía frío afuera. Se acomodaron en la cocina, cada una con su taza de café. Lorena no había olvidado la vieja promesa guardada en un mensaje: “…ahora tomé mi café mirando al mar y estabas conmigo, eso no lo dudes, me hace acordarme de nuestras salidas…un día nos volveremos a escapar solas de nuevo y repetiremos esta historia…”. Y allí estaban, escapadas de la enfermedad, solas, sin dolor.

—Me gusta aquí —le explicó Lorena—. Este es un lugar de poca gente, no me entero por qué llegaron aquí, no hay rostros que me recuerden a otros, no veo niños que extrañan a sus padres, ni padres que no llegaron a conocer a sus nietos.

Emilia creía estar en el paraíso, disfrutando de esa paz tantas veces deseada; aunque por momentos, dudaba merecer tanto. Cargaba en su mochila fotos, libros, y unos cuantos pecados. Leía por las noches bajo la luz de la medusa. A veces, caminaba lejos de la cabaña, y luego volvía por la orilla de la playa. Siempre supo que sentiría el olor salado del mar, aunque estuviera muerta.

Pasaban los días, parecía ridículo vivir sin relojes, sin almanaques, sin apuntes ni recordatorios, pero se sentía divino. Salvo, que algo raro pasaba con la vista y el oído de Emilia. Desde la terraza, los gritos de Lorena cuando avisaba que la comida estaba lista, ahora los oía bajitos; le parecía que el mar se hubiera distanciado de la casa; andaba con la vista fatigada y borrosa, un cansancio que no le permitía leer más de unas pocas páginas.

Emilia sospechó lo que eso significaba, pero seis meses era poco tiempo para comenzar a apagarse; enseguida advirtió que Lorena llevaba más de dos años en ese estado sin quejarse.

Fue entonces, que escuchó a su amiga Lorena sollozar aquella noche.

A partir de ese momento le entró una especie de paranoia, como la que sufren los vivos. En unas pocas horas, descubrió que la cabaña escondía secretos. Unas conexiones rarísimas quedaban escondidas bajo la isla de la cocina, de ahí la pantalla virtual; así mismo, encontró un embrollo de cables muy finos, amarillos y naranjas, que corrían hasta la base de la lámpara con forma de medusa. Sin dudas, eran esos cables los que, de alguna manera, le robaban su energía.

—Te he sentido llorar tarde en las noches, cuando se esconden las luces azules y las voces.
—Sí, yo no supe decirte antes —respondió Lorena avergonzada.

Entonces le habló a Emilia de una niña pequeña, de piel trigueña, que al reírse le aparecían dos hoyuelos en sus mejillas, igual que a su hija cuando reía.

—No, no supiste. Me hiciste creer que se trataba de acompañarnos, y lo único que querías, era aprovecharte de mi energía —le reclamó Emilia.

Lorena le cogió la cara con sus manos, y otra vez le habló de la niña de su hija, trigueña, que al reírse le aparecían dos hoyuelos en sus mejillas.

Emilia lloró toda la noche, como lloran los vivos.

Al amanecer, la isla de la cocina y la lámpara que parecía una medusa ya no estaban.

Lissette Hernández

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