Mientras los empleados reían y esperaban ver el espectáculo en la ventana, Martín se preparaba para el gran momento. Se había disfrazado, tenía plumas, gafas en los ojos y guantes de albañil; se paraba sobre la baranda del edificio monstruosamente alto. La tirolesa estaba tensa, firme a pesar del viento. Martín no sentí más que las gigantescas ganas de deshacerse de los nervios. Las manos puestas en el metal, aseguradas con las trabas que había diseñado. La gente detrás, el abismo de la ciudad por delante. Respiró profundamente. Cerró los ojos, fingió calmarse, giró su cabeza hacía el público y con la vista en ellos, y la de ellos en él, comenzó a gritar, a gritar como si nada más importara, a gritar para sacar el miedo, a gritar para gritarse diciendo que era posible y después de un momento, luego de la estupefacción, ellos también estallaron en gritos y flashes con él, y la terraza del edificio se llenó de locos apoyando a otro loco en su locura.
Y saltó
El aire silbaba a su alrededor. Las manos en firme sumisión sobre el metal.
El momento ingrávido, los gritos lejanos y los miles de ojos y luces fotográficas saliendo entre los enormes edificios transformados en compartimientos inmóviles. Y Martín moviéndose entre ellos, tomando velocidad, pataleando sobre la nada. Pasando por donde todos ven pero nadie atraviesa. Las plumas temblaban en su espalda, volvían a volar. Martín abría un nuevo camino y la transtirolesa urbana se hacía realidad.
El recorrido no duró más que diez minutos, menos de lo que cualquier colectivo, cualquier auto, cualquier zapatilla cualquier bicicleta haya logrado. Atravesó la ciudad en tiempo récord, de forma gratuita y casi con casi nada de materiales. No pasó un mes hasta que en cada terraza el sueño de la tirolesa se hiciera realidad.
Miles y miles de tironautas invadían el aire virgen, se trasladaban en un santiamén a sus trabajos, a los baños, a las casas de enamorados, y se abrieron centros comunales de aterrizajes. Pronto se llenó todo de cables pero todos podían usar cualquiera ellos, nadie podía venir en la dirección contraria dada las leyes de newton y ningunas otras, “Las tirolesas son de las manos del pueblo” solía repetir el galardonado Martín. “Figura cachetona, de surfista reformado, con mirada puesta en el horizonte más que en las olas” lo describían los diarios.
Las terrazas de muchos edificios se convirtieron en lugares públicos, la gente bajaba aunque nunca hubiese subido, situación extraña vivida por las viejas de noticias aún más viejas. Hombres de saco y corbata, niñas de trenzas, niñas de corbatas y hombres de tranzas saltaban hacía el túnel abierto de cualquier tirolesa.
Y la ciudad fue futuro durante un tiempo hasta que el burocrático pasado y sus propiedades vinieron a recordar cómo ha de funcionar el presente. Martín se negó a que su invento fuera de pago, a que se cobrara un centavo por deslizarse entre el aire. Pero es mi techo, es mi terraza, mi vereda, mis árboles, mi calle, mi cable, mi trabajo, mi aire, mi vista, mío. No importa. Se fomentó el uso de los centros comunales de aterrizaje. Y poco a poco se volvió de mal gusto volar en tirolesa por cualquier lado, no vaya a ser que alguien se escandalice. Pero la transtirolesa aún servía, y servía mucho a quienes las usaran, su uso se propago a los puntos neurálgicos de la ciudad, centros municipales, universidades, colegios, parques, cualquier lugar medianamente concurrido tenía una red de tirolesas que desembocaban en algún pequeño playón y en un parpadear la gente atravesaba el cielo sobre sus pies y estaba ya en otro lado.
El efecto que tuvo la tirolesa superaba el del mero urbanismo. La adrenalina, el viento fresco en la cara, el cuerpo lanzado hacia la nada, zarandeado como si fuera algo exento al alma, todo hacía que el ánimo del mundo cambiara, la ciudad se veía distinta, no sólo por los cables, sino por los ojos llenos de cielo de sus habitantes. La transtirolesa sirvió de efecto antiestresante. Cada persona sea embarazada, contador, estudiante de la escuela de cadetes o bellas artes, científicos y kiosqueros, nadie podía evitar gritar y sonreír en el momento que se lanzaba hacía delante con sólo un cacho de metal en la mano y un precipicio bajo los zapatos. A no ser por las viejas de viejas noticias, la gente respiraba, iba de lugar en lugar sólo por el hecho de ir, creaban carreras, gigantescos colchones de aterrizaje, cientos de miles de almohadas como abrazo de bienvenida luego del fugaz viaje.
Aunque otro grupo se vio prontamente afectado. Y mientras el fenómeno crecía, la ola de choque comenzó a desatarse.
Los choferes de transporte público fueron los primeros.
No podían acercarse a la casa del reconocido Martín, su terraza, ahora por entero de su propiedad, se había convertido en la dirección central de aterrizaje por lo que el playón estaba siempre lleno. Por lo que se buscaron otras formas de manifestación. Los cortes de calle se miraban por arriba, insultados por arriba, escupidos eran quienes no apoyaran las tirolesas. Pero a los choferes, acostumbrados a lidiar con insultos, le resultó indiferente aunque sus estómagos eran de difícil negación.
El hambre golpeó al servició público de transporte y como bien puede esperarse, en cada grupo se encuentra un desquiciado. La línea del 128 estaba poblada por padres de familia a no ser por Sanches. Sanches era un hombre de rasgos angulosos, mirada excesivamente fija y medicada. El sujeto se volvía insoportable en las charlas, no soportaba ser la mierda que él mismo señalaba y criticaba, por lo que espantaba a más no poder.
Esa tarde no se medicó o no se duchó pero salió corriendo con un serrucho en mano.
Luego de la hora pico, cuando el cielo se llena de tironautas volviendo a casa aprovechando los altos riscos del centro de la ciudad, un serrucho cortaba metal. El sonido de los dientes raspando no tardó en atraer las miradas, en paralizar una ciudad más silenciosa, sin tanto motor. El serrucho crujía y una multitud en manada se abalanzó sobre Sanches quien detenido, golpeado, apresado y tildado de indeseable ya por un grupo muchísimo más grande que el de la línea 128. Pero la noticia se esparció y una tarde, ocurrió el primer accidente. Vecinos dicen haber escuchado de madrugada el raspado del serrucho, otros que un hombre con una pinza, o una moladora.
Le pudo haber sucedido a cualquiera pero lo sucedió a un joven que salía de la escuela, en esa edad donde no se es un niño ni adulto, y la audiencia se siente identificada y a la vez paternal.
El cable se cortó en pleno viaje, y el aterrizaje terminó de sacudir el cuerpo del chico. Fue un incendio para el consagrado inventor y todo el movimiento logrado. La idea de gratuito y seguro fue tachada de imposible en el consiente colectivo, y más aun, el miedo a las tirolesas era de fácil compra. Los choferes aprovecharon el momento, lamentaron la muerte pero llenaron de gritos los noticieros, y al miedo le sobrevino la reglamentación y así las tirolesas quedaron reducidas. El mundo volvió a dividirse y la discusión se tornó en sí o no a favor de la universalización a partir de un caso o un error. Pero en ese caso fue la vida la que se perdió. Pero sólo fue uno. Pero pueden ser más. Pero puede que no. Pero puede que sí.
La justicia accionó, no cortó pero congeló el uso, había salidas clandestinas, griteríos y pies sobre el cielo ilegales pero eran los menos.
El sueño de una transtirolesa oceánica quedó flotando y las empresas petroleras y aerolíneas aéreas respiraron. Al igual que las tirolesas entre ciudades, o las ya vistas tirolesas con asientos, dobles, o triples se metieron en cajones y se antepuso la lucha interminable con quienes deciden la justicia. Las cápsulas tiroleadas, los vagones aéreos, las cables retractiles, el todavía hipotético camino autoformado sostenible, todo quedó varado para que algún día, algún surfista, no le haga caso al miedo y cambie al mundo.
Juan Francisco Barbagallo