Despertar

El Pan pesa unos 93 kilos, y es alto, llegando al metro noventa. Más bien del tipo francés, una baguette refinada, y de buena harina. Camina un poco inclinado hacia la izquierda, tal vez más por sus ideologías que por su escoliosis. Jubilado desde hace unos años lleva bien la última etapa de la vida, y a pesar de ser un Pan mayor, no se siente un Pan viejo, aunque su miga polvorienta delate su verdadera edad. Es optimista, intenta seguir activo, que el tiempo no lo seque, pero el tiempo seca, tarde o temprano.

El Pan siempre tuvo pesadillas, ya desde que era un bollito sin leudar. Nunca pudo deshacerse de esos terrores nocturnos y cada noche grita pidiendo ayuda para salir de donde está. Pega extraños alaridos y se mueve como si alguien lo estuviera amasando. En un comienzo, la mujer del Pan lo sacudía suavemente para sacarlo de su angustia, pero con el paso de los años, las caricias fueron perdiendo delicadeza, y empezaron los golpes. Cada mañana ella amanecía con la mano izquierda hinchada y adolorida, y el Pan con alguna rotura irreparable. Ninguno de los dos se acordaba de nada pero ambos comenzaban a desgastarse, especialmente él, que cada día perdía más corteza, volviéndose un frágil alimento para palomas.

La que develó el misterio de este suceso fue su hija, Mercedes. Fue justamente el día que cumplía seis, esa madrugada la despertaron los gritos de su Papán (como lo llamaba). Siempre los oía, pero nunca se había animado a ir hasta ese cuarto tan tarde. Escucharlo sufrir le daba sed, una sed terrible, y era imposible cortar el círculo “miedo, agua, pis”. Entonces pasaba lo inevitable: desvelarse aguantando al máximo las ganas de orinar, y no lograrlo. Todo ese ritual evasivo devenía en un colchón que siempre estaba húmedo, y con aureolas amarillas imposibles de sacar. Mientras la vejiga se rendía y el líquido iba saliendo sin remedio, ella intentaba distraerse de su vergüenza, buscando formas de animales en el empapelado de la pared. Casi siempre encontraba dos o tres, hasta que la última gota ponía fin al desafortunado evento.

La nena, entonces, cubría con su mantita el charco, y se volvía a acostar arriba. Pero esa noche, la llegada inesperada de una actitud valiente, más propia de un adulto que de un chico, la ayudó a levantarse de la cama. Una voz, que era su propia voz, le decía que “basta de dolores de panza, que basta de pijamas empapados, que basta de olor a encierro, y que basta de ser miedosa”. Se puso sus pantuflas de perritos, salió al pasillo y esperó unos minutos, agarrada del marco de la puerta. Eran solamente tres metros hasta el baño, pero en la mitad de esa corta caminata, estaba el hueco oscuro donde habitaba su mayor angustia: el sufrimiento de su padre, al que no podía ayudar.

Se asomó por el espacio entreabierto. Veía sólo los pies de ambos moviéndose, escuchaba los lamentos, y no sabía si entrar o escapar, pero entró, y cuando ya se había acostumbrado un poco a la oscuridad pudo verlos. Su Papán dormía profundamente, pero sostenía los brazos en el aire, y los movía muy rápido, como un bicho cuando queda patas para arriba, luchando desesperado para volver a su posición. No estaba del todo segura si su mamá estaba despierta. Tenía los ojos cerrados, pero muy apretados, y fruncía la boca. Qué sola se sentía en ese espacio agobiante, estando ellos tan lejos, tal vez a millones de kilómetros de la casa, y viviendo otra historia a la que ella no tenía acceso. Quería hacerlos volver, o dormirse ahí, y así poder encontrarlos en alguno de sus sueños, para que puedan cuidarla. Su Papán ahora volvía a hablar en voz alta, pero no se entendía lo que pedía. Se acercó a él y tironeó de la sábana. En voz bajita le susurró: “Papán, despertate”, pero no funcionó. Estaba a punto de volver a intentarlo cuando, súbitamente, el brazo de la madre dio un violento giro de ciento ochenta grados, impactando contra la cara y el cuerpo de su marido, y haciendo saltar costras por todos lados. Ese sonido a galletita rota, la destrozó a ella también, que se quedó quieta, mirando lo que iba quedando de esa consumida figura paterna. Comenzó a llorar, y el llanto fue tan fuerte que terminó trayéndolos a ambos de vuelta. No había forma de calmarla, y sólo recién cuando el Pan se pegó los pedazos de miga y costra que fue juntando del suelo, recién ahí pudo calmar su dolor, volver a hablar, y contarles lo que había visto. Los tres se deshicieron en un abrazo. No había forma de detener el paso del tiempo, pero si de frenarlo un poco más. Al final es cierto eso de que los chicos vienen al mundo con un Papán bajo el brazo.

Bárbara Menicha Schtirbu

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