Retorno

Era tarde y el sol amenazaba ocultarse más pronto de lo que esperaba. Los altos cerros formaban una enorme muralla alrededor del angosto valle y al pie de la carretera los árboles hacían sombra con su enorme follaje. El camión me dejó justo en la entrada del camino que conducía a la casa de mi abuela. Soplaba un viento frío. Me arropé con los brazos. Eché un vistazo al pesado costal que llevaba como equipaje y me pregunté cómo diablos haría para llevarlo conmigo. Desde atrás, sin advertirlo, una vocecita débil pronunció mi nombre. Giré de un salto y vi a un hombre alto y famélico, de piel tostada y rostro enjuto que esbozaba una horrible sonrisa dejando ver sus dientes enverdecidos de tanto masticar hojas de coca.
Su presencia era sobrecogedora; parecía enfermo, frágil. Me saludó con reverencia. Le señalé mi equipaje y de inmediato, aunque con mucha dificultad, levantó el bulto hasta su espalda y caminó raudo por la trocha. Yo, que lo miraba desde atrás, pensé en sus pasos vacilantes, que parecía que en cualquier momento se iba a caer aplastado por la pesada carga. Pero continuó firme y no me quedó más remedio que seguirlo. Oscurecía y los insectos nocturnos comenzaban a entonar desesperados chirridos.

Un rato después, se oyeron lejanos ladridos de perros que cada vez se hacían más intensos. De pronto tres de ellos aparecieron sobre nosotros, ignoraron a mi compañero y sin dejar de ladrar se dirigieron a mí mostrando con furia sus enormes dientes. Estaba a punto de gritar por ayuda pero uno tras otro reconoció en mí olor un tono familiar. Bajaron la cabeza y agitaron sus cuerpos meneando la cola. Esa demostración, sin embargo, no me dio tranquilidad. En la oscuridad no se podía confiar en nadie y mi corazón seguía palpitando a mil. Me apresuré a avanzar y en pocos minutos llegué hasta un llano abierto que estaba tenuemente iluminado por la luna.
Caminé hasta el patio de cemento y desde ahí pude ver la vieja casa donde crecí con mi madre, mis hermanos y mi abuela. Al sentir el piso irregular, descascarándose por el paso del tiempo, un tufillo a nostalgia me detuvo…

Recordé los años felices que pasé en este mismo lugar, en esta casa, hace ya mucho tiempo. De las veces que jugaba con mis hermanos, persiguiendo gallinas y patos; de cuando hacíamos largos paseos por la orilla del río con los pies descalzos, mientras comíamos la fruta que recogíamos de los árboles. Me acordé de mi madre difunta y su risa de pájaro; las caricias de mi abuela; los peones, las flores… Después que aquellas imágenes inundaran mis recuerdos, una profunda tristeza se apoderó de mí.
Los perros, como entendiendo el pesar que me ahogaba por dentro, me acariciaron con sus hocicos y sus helados cuerpos. En ese momento los observé detenidamente y advertí, consternado, que sus cuerpos estaban enflaquecidos, cadavéricos, hasta el límite de la muerte, como si hubieran atravesado por una hambruna terrible. Uno de ellos tenía un corte de forma triangular en la cabeza, parecía que le hubieran herido varias veces con un machete. Se podía ver el hueso blanco del cráneo y en los bordes oscuros, donde aún había sangre, se agolpaban decenas de moscas, haciendo un zumbido estremecedor. Me asusté y pensé en cómo era posible que un animal con esa herida podía seguir viviendo. Cerré los ojos, inflé mi pecho y solté un largo suspiro.
El frío penetraba mis huesos. Caminé hacia la entrada de la casa de cuyo interior se dejaba ver una luz amarilla que bailoteaba a través de la ventana. Llegué hasta la puerta y al encontrarla ligeramente abierta empujé. Del otro lado, frente a mí, estaba ella, mi abuela completamente ciega tratando, sin lograrlo, de mirarme con sus ojos emblanquecidos por las cataratas. Su pelo canoso, su piel arrugada y la expresión demacrada de su rostro me acusaron, por haberla abandonado y dejarla a su suerte. Gruñó palabras que no comprendí y cuando sus manos desorientadas encontraron mi pecho, un nudo se formó en mi garganta. Quise decirle «¡abuela, te eché tanto de menos!» Pero arranqué en llanto y la abracé con todas mis fuerzas.
Sentí la calidez de su cuerpo, ese que tanto me hacía falta. Le pedí perdón por no haber venido antes. Inventé excusas como que el trabajo, la ciudad, la lejanía, mi nueva familia, todo aquello me impedía darme un tiempo para venir a verla… Y me creyó. Con su infinita bondad creyó todo lo que le contaba y me invitó a pasar. Seguí sus pasos lentos hasta una silla, en mitad de la sala, donde se sentó.
El tipo que trajo mi equipaje esperaba adentro, de pie. La expresión de su rostro a la luz de las velas parecía la de un cadáver. Tenía los ojos hundidos y la mirada perdida en el techo, como un difunto en su cajón, a la espera de que algún misericordioso le pasara los dedos para desplegar sus párpados y dejarlo dormir en el sueño eterno.
Mi abuela me pidió que me sentara. Tomé otra silla y me ubiqué frente a ella. Miré sus ojos ciegos cargados de lágrimas y, después de un largo silencio, con labios temblorosos me dijo: Hijo, no debes sentirte mal por venir a verme. No guardo resentimientos contigo ni con nadie. Al final del camino todos vuelven a casa. Por eso estás aquí… Yo cuidaré de ti como cuidé a tu madre y juntos esperaremos hasta que todos nos volvamos a reunir, en un lugar mejor y seamos una gran familia de nuevo.
Sudé frío y comencé a temblar. Tomé sus manos cálidas y las apreté contra mi pecho. Le supliqué que me mintiera, que me ocultara la verdad, esa que muy en el fondo, sabía era cierta. Que yo, los perros y aquel hombre, todos estábamos muertos. Del otro lado de la habitación una risa de pájaro me conminó a que aceptara mi destino.

(Cuento ganador del 3er lugar del concurso Nyctelios 2020)

John Puente

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