Nyx se levanta por las noches para peinar las olas del mar primordial. La oigo cuando desciende de su lecho y camina por la habitación. Crujen los antiguos tablones del piso lamentando siglos de abandono y la presencia de ella. Luego los escalones lloran torturados por sus desnudas pisadas que bajan con espasmódico ritmo. Vigilo siempre desde la habitación que está al pie de las escaleras, justo debajo de su cuarto. La veo pasar con la mirada perdida, su cabellera negra cual estela atrás de su presencia evanescente, espectral, enfundada en su bata blanca. Mientras avanza, un viento invisible la golpea intentando desgarrar su nívea presencia. Con sigilo salgo de la estancia donde me oculto y la sigo. Sé que su mirada, abierta al caos de la noche, está ciega al presente. Dejo que llegue a la puerta que da a la vereda que dirige a la solitaria bahía. Sin ver, ella siempre la abre, esté puesta o no la llave, y sale.
Hoy dudo en alcanzarla. Menos desde lo que presencié anoche: los tentáculos que burbujeaban en las aguas. Uno de ellos, mucho más grande que el faro que resguarda la costa, se elevaba sobre un encrespado mar sin que hubiera tormenta. Nyx, a la par que peinaba oscuros símbolos en las olas, vociferaba en una ignota lengua, provocando la lujuriante reacción en el gigantesco apéndice. Este se retorcía sobre sí en blasfemas caricias para luego erguirse intentando alcanzar a la Luna. Era tan fuerte su propio roce que rajó su piel y un líquido negro, lento, fétido a la razón, salió de sus heridas. Nyx continuó danzando en la playa excitando a los demás tentáculos a que alcanzaran la remota y cada vez más diminuta presa. Minutos antes del amanecer ella calló y se derrumbó inconsciente; se sumergieron las atrocidades recubiertas de ventosas y miradas. De nuevo la recogí para llevarla a su habitación.
Me han dicho que debo dormir durante el día y que la cuide por las noches. Que no será por mucho tiempo y podré, entonces, saldar mi deuda. Por fin, me animo y salgo en pos de ella. Tomo la vereda a la bahía mientras en el horizonte se empieza a anunciar lo que hoy será Luna llena. Nyx ya llegó al borde de las siniestras aguas y está peinando las olas con una danza obscena, ultrajante. Los tentáculos más pequeños brotan, se retuercen, se destrozan entre ellos y los restos se precipitan junto con ese líquido rezumante, negro y sucio. La Luna asciende lentamente, enorme e inocente. Cuando está en su máximo y redondo esplendor, Nyx se detiene y grita una blasfemia en una horrenda lengua que hace sangrar al mundo.
No soporto lo putrefacto de las palabras, los abismos eternos que resuenan en cada sílaba, pero no puedo detenerme: debo alcanzarla y callarla. Ella vuelve a golpear al cosmos con la atroz invocación y el tentáculo mayor, cubierto de heridas que supuran almas, rompe de súbito la superficie del mar, alcanza a la Luna y desgarra su brillante faz. Extenuado por ese titánico esfuerzo, se desploma y se hunde. Las pestilentes aguas me bañan y soy arrojado contra la vereda. Casi ahogado, me levanto buscando a Nyx: sigue de pie mientras el mar regresa a la bahía. Callada, no deja de observar el cielo así que sigo su mirada.
La herida de la Luna lacerada se ha abierto y supura desde su interior una legión de enormes ojos que gotean hacia la bahía, hacia nosotros. El tentáculo mayor sale de nuevo, me toma y me ofrece a su amante estelar.
(Cuento ganador del 1er lugar del concurso Nyctelios 2020)
Eduardo Omar Honey Escandón