Las palabras de su esposa resonaban en su cabeza produciéndole coraje. Cuando Patricia se enteró de que sus suegros estaban enfermos le sentenció; “Si visitas a tus padres, no vengas a casa”. La posibilidad de contagio era muy probable, a pesar de que él había prometido tomar todas las medidas necesarias de higiene, su mujer fue inflexible. Así que esta sería la primera navidad que no viera a sus viejos.
Le llamó a su madre por teléfono y la voz de la mujer sonaba desconsolada al enterarse de que no los visitaría. Había hecho sus tradicionales tamales sólo para él, y a Carlos, casi se le salieron las lágrimas al escuchar todas las bendiciones de ella.
A pesar de esto, no le dijo a su madre que no los visitaría por orden de su esposa, se inventó mil excusas y al final confesó que tenía miedo de que estuvieran enfermos y que se contagiaran él, su esposa y su hija.
“Le compré a mi nieta un regalo muy bonito, espero que en los próximos días puedas pasarte por la casa para mandárselo”.
Terminó la llamada descorazonado, y decidió que si no podría ver a sus padres, tampoco vería a sus suegros, quienes en palabras de su esposa “estaban totalmente saludables y no había riesgo de contagio”. Así que le anunció a su mujer que si quería ir a la cena a casa de sus padres con su hija, lo harían solas; él saldría a trabajar en su coche, argumentando que en Nochebuena se ganaba muy buen dinero y con los gastos de la temporada, debería aprovechar cualquier oportunidad de tener un ingreso extra. Carlos había sido afectado por los recortes de personal en su empresa cuando esta ya no pudo sostenerse debido a la pandemia, y su puesto en el área de publicidad, fue de los primeros en ser eliminados. Al menos le habían dado como parte de su indemnización el auto empresarial, que ahora utilizaba para trabajar de chofer particular.
A su esposa no le importó mucho, los padres de Patricia nunca habían visto a su yerno con buenos ojos y por ellos mejor que no fuera a la cena, para poder disfrutar de la compañía de su hija y nieta sin tener que ver la cara del “fracasado” Carlos, como le llamaba su suegro.
Las dejó en la puerta de la casa, prometiéndoles que regresaría a la una de la mañana para recogerlas, y de inmediato se conectó a la aplicación.
Pasaron más de veinte minutos sin recibir ninguna solicitud de viaje, así que se estacionó en un centro comercial que lucía tétrico y vacío. A lo lejos volaban cuetes que estallaban en el cielo con luces multicolores y Carlos recordó las navidades de su infancia cuando su padre lo llevaba a comprar enormes bolsas de cuetes para divertirse con sus primos.
El frio calaba hasta los huesos, pero no encendió la calefacción para ahorrar gasolina, desde que quedó desempleado las cosas no iban bien en la casa, Patricia quería seguir su estilo de vida si no lujoso, al menos “respetable”, que para ella significaba mantener las apariencias con sus amigas. Con las restricciones de salud pública, las actividades sociales de su mujer se habían reducido, lo cual les había ahorrado cantidades considerables de dinero, sin embargo, ella seguía utilizando las tarjetas de crédito como siempre lo había hecho y se había indignado cuando él le propuso reducir los gastos.
Un indigente caminó cerca del coche y se dirigió a un contenedor de basura del supermercado probablemente en busca de latas para vender. A Carlos la época le parecía amarga desde hacía años, pues su esposa insistía en pasar las fiestas con su familia y buscaba excusas para no tener que ir con los suegros. Y éste año, la excusa había sido perfecta.
Carlos se frotó las manos para calentarse y cruzó los brazos viendo como el vagabundo se alejaba por un callejón.
Despertó temblando y observó la pantalla de su teléfono celular, había transcurrido más de una hora desde que se había conectado y no habían llegado solicitudes de viaje, en el mensaje de la pantalla se leía “Ten paciencia, hay viajes cerca de la zona donde te encuentras”.
Lanzó una queja y encendió el auto, un par de minutos después, la calidez del interior del vehículo le dio un poco de consuelo. Se decidió a trasladarse hacia el centro de la ciudad, pensando que quizás ahí habría mejor oportunidad de encontrar pasaje.
No pasaron muchos minutos para que recibiera una notificación, “El usuario Johann te está esperando”. La ubicación de su pasajero era la vieja central de autobuses y Carlos se dirigió presto hacia el lugar.
El hombre que estaba parado en la banqueta era alto y bien vestido, portaba un sombrero Homburg y una gabardina negra. En su mano derecha sostenía una pequeña maleta de viaje y en la izquierda una sombrilla que lo cubría de la helada brizna que ya se cernía sobre la ciudad.
Carlos se acercó y el hombre, después de cerrar y sacudir su sombrilla, entró al auto.
“Buenas noches” dijo el pasajero con un acento extranjero.
“Buenas noches, señor” respondió Carlos mientras confirmaba la identidad del hombre. Notó que tendría alrededor de setenta años, de rasgos finos y arrugas prominentes en su rostro. Sus ojos eran claros pero en la oscuridad del vehículo no pudo distinguir de qué color eran. Su mirada era una mezcla de amabilidad y la fatiga de alguien que ha trabajado durante toda su vida.
Carlos consultó la ubicación del destino de su pasajero en su celular, y sus ojos se abrieron desorbitados al mirar que el lugar al que debía llevar a Johann, se encontraba a tres horas de distancia.
“¿Es correcta esta ubicación?” preguntó al pasajero. El hombre con una amable sonrisa le confirmó que debía ir a un rancho que se localizaba en una zona desértica.
Juan sopesó las circunstancias, si bien un viaje tan largo le garantizaba una buena ganancia, había escuchado malos comentarios de este tipo de traslados en los foros de internet, los cuales consultaba regularmente desde que había entrado en el negocio de chofer de aplicación.
Además, eran las ocho de la noche, suponiendo que fuera y regresara directo a recoger a su esposa e hija, llegaría probablemente después de las dos de la mañana.
“El lugar está muy lejos señor, no estoy seguro de poder llevarlo hasta allá en Nochebuena, usted comprende que debo volver por mi familia”.
El hombre le dirigió su cálida sonrisa y con gran amabilidad respondió.
“Oh, lo comprendo, es terrible tener que trabajar en una noche tan importante. Si usted gusta, podemos cancelar el viaje y pediré a otro conductor, no hay problema”.
Carlos pensó con rapidez, no había conseguido ningún viaje en más de una hora, y ahora tenía uno que le reportaría al menos tres mil pesos. Era la ganancia de un par de días con un solo viaje.
Le indicó a su pasajero que haría el servicio y que se pusiera cómodo, pensó que una vez que lo dejara en su destino enviaría un mensaje a Patricia indicándole que pasaría por ella más tarde.
Salió de la ciudad conduciendo con precaución, pues el asfalto estaba resbaladizo. Hizo alunas preguntas de rutina al extranjero, pero por lo demás no hubo mucha conversación. De vez en cuando, Carlos miraba por el retrovisor a su pasajero, quien observaba el paisaje oscuro con un rostro que reflejaba una inmensa paz, era atractivo de cierta manera, pensó que tenía pinta de actor de cine.
En el radio, la música de jazz ligero daba una atmosfera de tranquilidad. Carlos comenzó a aburrirse después de unos cuarenta minutos y comenzó una conversación.
“Y… ¿Qué lo trae en medio de Nochebuena a ésta ciudad?” preguntó Carlos con el tono más amable que pudo.
El hombre le sonrió desde el reflejo del retrovisor y se bajó la bufanda que llevaba, mostrando un alzacuello de sacerdote.
“Vengo a realizar el trabajo de Dios” respondió.
Continuaron charlando por mucho tiempo, la voz del hombre era tan envolvente como lo era su personalidad. Le contó que era un sacerdote que trabajaba en un área especial en España y que había sido enviado para un trabajo especial en una granja. A pesar de que le daba curiosidad saber más, el sacerdote esquivaba las preguntas acerca del trabajo y se limitaba a describir partes sueltas de su vida. Le contó que había nacido en Suiza y se había ordenado como religioso hacía mucho tiempo, había sido capellán durante las guerras Balcánicas y en el Oriente Medio, y que era la primera vez que había estado en México, pero que por la urgencia de la situación y encontrándose de viaje por Texas, era “el más cercano” de los sacerdotes que podían llevar a cabo la tarea que tenía en manos.
El sacerdote hizo que la conversación girara en torno a Carlos, su familia y su situación. A pesar de que él nunca había sido practicante –para pesar de su madre- se consideraba católico y el pasajero que llevaba, parecía examinar como un psicoanalista las palabras del conductor. Lo cual fue muy agradable.
Cuando ya se encontraban cerca del destino, el cielo se aclaró mostrando una bóveda llena de estrellas y una luna menguante de lo más hermosa. El termómetro marcaba que en el exterior la temperatura era de tres grados bajo cero y las palmas desérticas, brillaban como si fueran de plata a la luz de la luna.
Carlos atisbó en el horizonte una enorme estrella, tan grande que parecía un planeta, se quedó un rato hipnotizado por la brillantez de la misma, pues su tono no era blanco, sino rojizo. El sacerdote le puso una mano en el hombro derecho y le dijo; “Es ahí a donde vamos, es nuestra guía”.
Después recargándose en su asiento le hizo una propuesta a Carlos.
“Si me esperas a completar mi trabajo, y me llevas de regreso a la estación, te pagaré el doble de la tarifa, de cualquier forma, es difícil que encuentres más viajes en esta zona y yo tampoco encontraría un viaje de regreso”.
Carlos preguntó al sacerdote que cuanto tardaría en su tarea, si fuera solo dar un recado o algo por el estilo, no habría mucho problema. Cuando el clérigo le confirmó que no pasaría más de una hora, Carlos asintió. La compañía de aquel hombre era agradable y sería mejor regresar con alguien que hacerlo solo. Además, no podía despreciar una propina de esa magnitud, así que aceptó con gusto.
El mapa marcaba un punto en medio de la nada, no había señalizaciones, así que Carlos tomó un camino vecinal que calculó, los llevaría al punto de destino. Los baches del trecho lo hacían maldecir en su interior.
Divisaron a lo lejos una granja, la luminosidad que hacía a las palmas gordas brillar, no aplicaba en esa construcción, pues el lugar era tan oscuro que parecía como si lo hubieran pintado de negro, incluso las luces del auto parecían ser absorbidas por la granja, lo cual hizo que el estómago de Carlos diera un vuelco. Por el retrovisor, miró que el padre se persignaba y comenzaba a decir una letanía en voz baja.
“Acércate lo más que puedas, pero apaga las luces ahora”, le ordenó, Carlos tragó saliva, estaba poniéndose nervioso pues su presencia en el lugar parecía ser rechazada por alguna fuerza invisible, a pesar de que la calefacción estaba encendida, sentía un extraño frio en los huesos. Pero aún así, obedeció al sacerdote, apagó las luces y condujo despacio hacia la granja. Desde adentro se escuchaban cánticos y por algunas rendijas y ventanas tapadas, brotaba un brillo extraño y ambarino como de luz de veladoras.
Había tres autos estacionados afuera, una mula trataba de darse cobijo en unos arbustos.
Carlos se detuvo aparcando detrás de los autos, el padre se abalanzó con firmeza entre los asientos del coche y girando las llaves, las extrajo del encendido y las introdujo en su abrigo.
“Puede que esta noche veas cosas que te hagan temer, pero recuerda que eres solo un mensajero y estarás protegido por Dios, no tardaré mucho”.
Carlos no tuvo tiempo de protestar, el sacerdote salió del vehículo empuñando una enorme pistola con lo que parecía ser un silenciador y se dirigió hacia la cabaña oscura con cautela.
Carlos estaba nervioso, no sabía de qué se trataba aquello, pero pensó que quizás el hombre no era un sacerdote, quizás era un asesino loco o algo por el estilo y si cometía algún crimen, él sería declarado cómplice. Decidió que tendría que hacer algo, temblando de miedo y frio, bajó del auto y caminó detrás de Johann. Al pasar por los coches aparcados, notó que eran lujosos y que cada uno de ellos tenía una palabra rotulada en el vidrio trasero; Alnitak, Alnilam y Mintaka. Luego escuchó los cánticos que salían de aquel lugar, parecía como si se llevara a cabo alguna fiesta. Se acercó al padre quien al verlo, le hizo una seña para que no hiciera ruido y después el hombre empujó la puerta de la cabaña con suavidad y entró.
Los gritos dentro del lugar llenaron la noche, a pesar del silenciador, el ruido de las balas rasgó la oscuridad. Carlos corrió hacia la puerta y vio que Johann había disparado a varias personas. Se llevó las manos a la cabeza cuando vio la escena.
Entró con cautela, en el suelo había tres hombres mayores muertos, dos de tez clara y uno negro. Un hombre mayor estaba tirado sangrando de la cabeza junto a una mujer que abrazaba un bulto.
“Entrégalo, arrepiéntete y conserva tu vida” le ordenó Johann a la mujer, que lo miraba con odio. El sacerdote le apuntó a la cabeza.
“¡NO!” gritó Carlos, pero el religioso disparó a la mujer en medio de la frente. Esta cayó despacio al suelo como si su último acto fuera el de proteger al infante que abrazaba, el cual quedó al descubierto. Para sorpresa de Carlos era un bebe, y parecía recién nacido.
Corrió hacia el padre cuando vio que este apuntaba su arma al niño.
“¿Qué ha hecho? Es usted un loco, ha matado a una familia”
“Carlos, estas a punto de atestiguar la muerte del anticristo, nunca podrás hablar de esto con nadie, pero sabrás que fuiste parte de la historia de Dios en la tierra”.
De su gabardina, Johann extrajo un puñal enorme, decorado con símbolos raros y comenzó a rezar en lo que parecía Latín. Se hincó frente a la criatura, quien había comenzado a soltar gemidos leves y levantó el puñal sobre su cabeza.
Carlos corrió hacia él y lo detuvo de las muñecas, justo cuando iba a asestar el tajo al infante. Por el impulso ambos cayeron hacia atrás y comenzaron a luchar por el arma.
Johann era viejo, pero su fuerza era la de un joven. A pesar de que Carlos tenía buena condición física, no lograba doblegar al clérigo, quien a pesar de la lucha, no parecía perder la amabilidad.
“Carlos, no cometas un error, él debe morir o el futuro de la humanidad será la eliminación, las señales ya las has visto, la última es esta pandemia. ¡Debe morir!”
El hombre se zafó de Carlos y lo arrojó al suelo, sosteniendo aún el puñal en el brazo y dándole la espalda al bebé, que lloraba con sonidos extraños. El sacerdote miraba a Carlos con compasión y él, tirado de espaldas, lo contemplaba con espanto.
De pronto algo atravesó la espalda del sacerdote brotándole por el abdomen. Su rostro se contrajo en una mueca de dolor y giró la cabeza hacia atrás.
El bebé estaba de pie, su lengua larga como la de una serpiente, era lo que había atravesado al religioso. A pesar de ser solo un recién nacido, el rostro del niño mostraba una horrenda sonrisa burlona.
Carlos estaba aterrorizado.
Johann tomó con su mano derecha la lengua que lo traspasaba, el niño comenzó a balbucear con una voz profunda y sus pequeños pies comenzaron a estirarse en dos extremidades flacas y largas. La voz del infante no provenía de su boca, sino de lo más profundo de su garganta, eran palabras en algún lenguaje raro y sonaban amenazantes.
Johann con tranquilidad le ordenó a Carlos; “Toma esta arma, y córtale la cabeza, yo lo detendré, hazlo rápido”. Un viento helado entró por la puerta seguido del sonido de miles de ánimas y bestias invisibles que provenían de afuera, relinchidos, ronquidos y barritos de animales. La mayoría de las velas se apagaron dejando al cuarto de madera sumido casi en tinieblas.
Carlos tomó el puñal y se dirigió hacia la bestia que ya estaba casi a la altura del sacerdote, con quien forcejeaba con la lengua atrapada.
Carlos se acercó por un costado y levantó el arma. El ser giró la cabeza hacia él y le dijo con la inequívoca voz de su hija “Me voy a comer a tu madre y a tu padre en el infierno, voy a violar y a devorar a tu esposa y a tu hija si no te inclinas ante mí en este momento”.
Con los ojos inyectados de terror, Carlos asestó un golpe en el flaco cuello de la bestia cercenando la cabeza de un tajo. Esta cayó al suelo y casi de inmediato los sonidos infernales de la noche se apaciguaron.
Johann cayó al suelo, la lengua que lo atravesaba se fue encogiendo hacia la deforme cabeza que yacía inerte a unos pasos.
Johann trastabilló pero logró mantenerse en pie. Sacó su teléfono celular y comenzó a tomar fotografías de lo que quedaba de la bestia. Después las envió a algún destinatario junto con un breve mensaje que a Carlos le sonó como italiano. Sacó la tarjeta de memoria del aparato y la acercó a una vela, consumiéndola en segundos.
Después se desplomó en el suelo, Carlos se dirigió hacia él tratando de ayudarlo a incorporarse. El hombre comenzó a sangrar de la boca y de la nariz.
“¡Vamos padre, lo llevaré a un hospital!”
“Es muy tarde, he visto a muchos hombres morir en batalla para saber que es mi final” sacó un fajo de billetes de su abrigo y se los entregó a Carlos “Una pequeña propina por tantas molestias” le dijo. “Debes irte, y si alguien te pregunta, solo me has dejado aquí y no viste nada… Un último favor, arroja esas velas sobre el pesebre, hay que quemar todo esto”.
A la una de la mañana su mujer le llamó preocupada, quería saber donde se encontraba. Carlos le dijo que se quedara en casa de sus padres, había surgido un problema y tendría que arreglarlo, pero la consoló diciéndole que había ganado muy buen dinero esa noche.
Llegó pasadas de las dos de la mañana a casa de sus padres. Ellos ya estaban acostados pero cuando lo vieron llegar su madre se deshizo en abrazos. Rato después estaba sentado a la mesa frente a un humeante plato de tamales y por primera vez en años, con los ojos cubiertos de lágrimas, juntó sus palmas e hizo la bendición de los alimentos.
Santiago Pérez