Tres semanas después de haber recibido sus nuevas corneas virtuales comenzaron los problemas. A pesar de que el médico de Genoplast, la empresa de soluciones médicas más grande de América, le aseguraba que no había razón de qué preocuparse y que los implantes funcionaban correctamente, lo cierto es que Harold estaba insatisfecho. Claro que estaba agradecido de haber recuperado la vista gracias a Genoplast. Después de que una IED explotara frente a él en la guerra con China matando a tres compañeros, amputándole ambas manos y dejándolo ciego. La empresa le había devuelto sus manos y ahora hasta su visión. Pero no estaba del todo contento; con sus manos no tenía problema alguno, no se podía decir que estas prótesis fueran estéticas en el sentido estricto de la belleza, pues eran de un color amarillento y transparente, dejando ver el interior compuesto de articulaciones metálicas y cables, pero eran funcionales y además imitaban muy bien el sentido del tacto, eran anatómicamente correctas y resistían el uso rudo mucho mejor que las extremidades naturales. Las corneas por otro lado lo estaban volviendo loco, la visión era perfecta, claro está. Mucho mejor que antes de la explosión. Sin embargo estaba plagada de anuncios publicitarios, lo cual le molestaba.
Harold no podía mirar algo en la calle sin que de inmediato algún tipo de anuncio apareciera frente a sus ojos relacionado con dicho objeto. Eran translúcidos y no interferían con lo que el usuario veía pues como aseguraba Genoplast, estaban diseñados para no poner en riesgo las actividades que se estaban realizando, pero a él le causaban dolor de cabeza.
Después de su amarga separación se había decidido a tener una cita con una chica que había conocido por medio del programa de reinserción a la vida civil para veteranos heridos en la guerra, la maldita visión plástica se pasó toda la noche enviando ofertas de varias marcas de condones, páginas de consejos “para ligar”, locaciones de moteles de paso y hasta un anuncio religioso que sugería no caer en tentaciones carnales. Estaba tan distraído que provocó que la chica pensara que quizás Harold había quedado un poco trastornado por su vida militar así que cuando él la invitó a una segunda cita, la mujer fue muy directa al explicarle que no había sentido ninguna conexión con él y que pensaba que la mente de Harold divagaba en vez de estar disfrutando la velada.
El médico le indicó que la única opción para anular la publicidad, era pagar por el servicio Premium, y el servicio médico de Harold como militar pensionado no lo cubría, así que si quería tener el paquete completo, tendría que cubrirlo de su bolsa. La pensión de Harold no era suficiente para darse ese lujo, no desde que su esposa lo abandonó y le había quitado todo, incluyendo a su hijo, por el cual ahora debía pagar una manutención que le dejaba muy poco dinero para poder costearse el triste apartamento donde vivía. Cierto era que cuando regresó, amputado y ciego, se había convertido en una persona violenta. Aun ciego y sin manos, durante un exabrupto causado porque su mujer no había querido traerle más alcohol, Harold la había aprisionado con sus muñones y a base de rodillazos le había roto las costillas. Cuando Junior se acercó llorando tratando de separarlo de su madre, Harold le había asestado un puntapié en la cara noqueándolo de forma terrible. Harold no vio esto y tampoco lo recordó. En su estado de ebriedad, había quedado inconsciente junto a su familia en el piso después de haberlos atacado. Tampoco vio las marcas y moretones en su esposa e hijo. Quienes sí las vieron fueron los policías, la trabajadora social y el juez, quien dictaminó que Harold no estaba en condiciones de permanecer junto a ellos y sólo tendría acceso a su hijo una vez al mes bajo visita supervisada. Su estatus como héroe de guerra lo salvó de ser internado en la prisión para personas con discapacidades, pero esta y muchas otras de sus acciones habían destruido su matrimonio.
La depresión se hizo latente de inmediato en Harold, quien en muchas ocasiones al estar sumergido en su eterna noche planeaba como quitarse la vida, lo cual por sus discapacidades parecía una tarea bastante compleja. Una enfermera venía a diario a darle de comer y ayudarlo en algunas labores de higiene básicas, pero la mujer hablaba poco y tenía un carácter inflexible. Harold la imaginaba como un luchador de sumo con la cara de Kathy Bates. Estaba harto de todo, ahí afuera un mundo con los mayores avances que la mente humana hubiese concebido jamás, estaba viviendo la primera paz en décadas, la cual se había alcanzado por el sacrificio de gente como él y ahora estaba olvidado y solo, pudriéndose día tras día en una habitación diseñada para darle el confort más básico. Una vida de plástico que se activaba con el mando de su voz.
Su asistente virtual se llamaba Sandra, cuya voz melodiosa, no disfrazaba el hecho de ser una conciencia computacional. Al principio Harold la había visto como su única amiga, pero pronto descubrió que Sandra estaba muy lejos de parecerse siquiera a un humano. Así que sus conversaciones iban únicamente de ordenarle preparar la cena en la arcaica cocina tecnológica, a pedirle que le hablara sucio mientras él se masturbaba frotándose con la almohada. “Ni siquiera una paja decente me puedo hacer”, pensaba en su desgraciada existencia. Lo cierto es que Sandra fue quien sugirió hacer una cita en Genoplast. El gobierno acababa de aprobar un contrato muy criticado por el público, en donde le otorgaba a la empresa una renta sin precedentes a cambio de atención para los discapacitados, entre ellos los ex militares.
Fue así como después de una entrevista con los representantes del laboratorio y una evaluación médica, el doctor asignado a su caso le comunicó que era un candidato perfecto para recibir las manos biónicas y la visión plástica. Tras una larga operación y una más larga estadía en el hospital de la farmacéutica, recuperándose y aprendiendo a utilizar sus recobradas capacidades, Harold salió un domingo listo para recobrar su vida. Y lo primero que hizo al llegar a su casa fue pedirle a Sandra que proyectara en la pantalla virtual una película pornográfica y se masturbó durante varias horas.
Incluso su ex le permitió visitar a su hijo fuera de la fecha programada, “sólo unos minutos” le había advertido, y el chico se asustó al ver las nuevas manos de su padre; cuando Harold trató de abrazarlo, su hijo se apartó con un gesto de espanto en su rostro, lo cual le rompió el corazón puesto que era la primera vez que podía verlo de verdad y esta era la imagen que guardaría de él. Su ex mujer había opinado que más que el miedo por sus nuevas manos, era el terror que el chico guardaba por el maltrato que había sufrido de él.
Harold pensó que esta nueva oportunidad que se le estaba abriendo era una bendición y decidió trabajar duro para lograr ser una mejor versión de sí mismo.Pronto vinieron nuevos retos. El ejército dictaminó que ya no debería ser considerado un discapacitado y le dieron la opción de retornar al servicio militar, o perder su pensión. Harold estaba asqueado de su tiempo como soldado, se dio de baja para comenzar una vida normal. Había sido especialista en artillería láser, lo cual en la vida civil no servía como una calificación para conseguir algún trabajo bien remunerado, así que obtuvo un empleo como cocinero y se prometió dejar el alcohol. El trabajo era arduo, sobre todo porque para él era humillante ver que chicos a los que les doblaba la edad le dieran órdenes y lo despreciaran. La sociedad estaba cambiando y la nueva generación no tenía respeto alguno por los veteranos de guerra. Además de que su sueldo era muy bajo y la manutención de su hijo absorbía el 60% de su paga. Tuvo que mudarse a un departamento modesto, sin cocina tecnológica que le preparara sus alimentos, sin enfermera que lo ayudara a limpiar el desorden y sobre todo sin Sandra. Eran servicios que no se podía costear.
Ahora, frente al médico que le mostraba los diferentes paquetes para mejorar su visión plástica, Harold sabía que estaba condenado a soportar los aspectos negativos de su vista. Pronto la situación con los “pop ups” en la periferia de su campo de visión se fue agravando, al grado de llevarlo a cometer errores en su trabajo debido a las distracciones. En una ocasión, mientras le pasaba una sartén de acero a un compañero, Harold le quemó la mano al otro empleado causándole una herida en el antebrazo muy severa. Las manos de Harold estaban diseñadas para no ser afectadas por el calor, y aunque sí sentía la temperatura de los objetos, no le causaba dolor alguno. Trató de explicar al gerente que era debido a una falla de sus corneas, pero las constantes fricciones entre él y los otros empleados, llevaron al jefe a tomar la decisión de ponerlo como empleado de limpieza.
—Ahí no serás un riesgo para los demás —le había dicho.
Las cortas horas al mes en las que podía visitar a su hijo, eran interrumpidas de forma constante por un montón de anuncios de juguetes y videojuegos que no podía regalarle al chico, a pesar de que las imágenes no tenían sonido, lo cierto es que de alguna manera las prótesis estaban programadas para invadir su mente, Harold sentía que estaba escuchando un anuncio a un volumen elevado.
Su hijo nunca se sentía del todo a gusto con él, y trataba de acortar las visitas excusándose para ir al baño o diciendo que tenía que hacer tareas escolares.
En una de estas sesiones, mientras su hijo trataba de distraerse de su presencia con un sapo biónico, los comerciales se intensificaron, eran anuncios políticos pues estaban cerca de las elecciones y la saturación en los ojos de Harold era terrible. Explotó gritando que se detuvieran y amonestando a su hijo por no ponerle atención en el poco tiempo que podían verse.
—¿Cuál es tu puto problema? Vengo aquí unas horas al mes y ni siquiera me prestas atención. Estas son mis manos te gusten o no, y son las que me ayudan a darte de comer. Soy tu padre y me debes respetar.
Su ex esposa entró corriendo y cargó al chico pegándolo a su pecho, mientras le gritaba que se largara de ahí, y que hablaría con la trabajadora social.
Los siguientes días fueron un infierno para Harold, la publicidad era más invasiva que nunca. Los anuncios se superponían unos sobre otros y por primera vez tuvo miedo de caminar por la calle pensando que podría tropezar al no ver por dónde iba. En las noches, al tratar de conciliar el sueño, las imágenes de anuncios de cigarros electrónicos, mueblerías, cadenas de restaurantes y telefonía cerebral no le permitían mirar la ansiada oscuridad por más que lo intentara. Uno de los anuncios le llamó la atención, el de una marca de whisky que antes consumía a diario. Visualizó los créditos en su tarjeta bancaria y ordenó dos botellas. Un dron llegó a su ventana minutos después con el paquete, en el tiempo en que transcurrió entre su pedido y que el alcohol fuera entregado, visualizó muchos anuncios de marcas de comida chatarra y muñecas sexuales robot. Se bebió la primera botella en poco tiempo. Alcoholizado, caminó torpemente hacia la encimera donde había dejado la segunda para abrirla. Tropezaba más por la cantidad de publicidad que se atravesaba en su camino que por el alcohol. Imágenes navideñas, chocolate, productos de limpieza le impedían ver por dónde caminaba.
Se dejó caer en el sofá y gritó “Sandra, toca algo de punk”. Sonrió al darse cuenta de que la última vez que había estado ebrio, aún tenía a su asistente virtual para ofrecerle música. Se levantó a trompicones y se dirigió hacia el escueto sistema de entretenimiento, el cual tuvo que encender con el control remoto, no había bajado ninguna aplicación de voz gratuita y no estaba en condiciones de buscar cómo hacerlo, así que descifrando torpemente el remoto logró encender la pantalla inteligente. Un panel se proyecto en la nada, mostrando imágenes de algún noticiero donde un hombre blanco y canoso sentado junto a un bio-reportero hacía mofa de algo. Los lados de la pantalla virtual bullían de anuncios publicitarios al igual que los ojos de Harold, quien gritó desesperado y arrojó el control hacia la imagen la cual traspasó sin afectarla y fue a hacerse añicos en la pared, arrojando vidrio liquido por toda la estancia.
Harold corrió hacia la cocina y sacó un cuchillo de carne, se dirigió hacia el lavabo y miró hacia el espejo. Las imágenes en su campo de visión le enviaban publicidad de juegos de cubiertos, servicios de plomería y desinfectante para baño. No se distinguía bien en el reflejo, en parte por la publicidad y en parte por su ebriedad, con el mejor pulso que le permitió su estado se extrajo de los globos oculares los dispositivos de visión plástica entre gritos de dolor y sangre que bajaba por su rostro.
Despertó sintiendo el suave tacto de la cama del hospital, no recordaba nada de la noche anterior. Un vecino había reportado los gritos a la policía, quienes llegaron y abrieron la puerta holográfica con su chip maestro. Lo habían trasladado a la unidad de urgencias donde lo atendieron por sus heridas.
Varios meses han pasado desde que Harold obtuvo su identificación como invidente, lo que le daba ciertos beneficios en la sociedad.
Había vuelto a un apartamento más cercano al centro, en donde consiguió un puesto en una lavandería doblando ropa y empaquetándola para su entrega. Aprendió rápido y gracias a sus manos biónicas podía extraer la ropa de las secadoras aun caliente sin lastimarse.
Se compró un dron guía barato, que lo ayudaba a caminar por la ciudad con facilidad.
Algunas veces llevaba a su hijo al acuario o al zoológico donde el chico le describía las imágenes holográficas de las distintas especies que se proyectaban detrás de las jaulas. Muchas de ellas extintas desde hacía décadas. La última adquisición del zoo, era un cyborg de un bebe jaguar fabricado en un laboratorio alemán. “Tiene muchas manchas y es de color naranja”, le decía su hijo. Un dron inteligente de los servicios de trabajo social los seguía a una prudente distancia.
Por las noches regresaba a su casa guiado por su ayudante, ordenaba al horno prepararle alguna cena ligera y se sentaba en el sofá. “Sandra, toca algo de rock suave… no, no, mejor un poco de jazz”. La voz le respondía con la amabilidad de siempre.
Santiago Pérez