Las aventuras de Sir Galante

La luz automática del pequeño departamento se encendió cuando Simón abrió la puerta, malabareando las cajas de la despensa de Amazon que venía cargando y el enorme sobre manila que se balanceaba sobre ellas. Puso las cosas en la cocina y suspiró. Había tenido un día muy pesado en la oficina. Su jefe pensaba que un pedazo de pizza a las ocho de la noche era suficiente para compensar el tiempo extra trabajado. Aun así, durante las pocas pausas que tuvo, repasó en su mente la escena de la emboscada que tenía varias semanas considerando y por fin había dado en el clavo. No podía esperar para regresar a su escritorio y continuar con las aventuras del valiente caballero Sir Galante. Se sentó y encendió el monitor de su computadora. En la pantalla estaba el documento en el que había estado trabajando ya los últimos seis años, desde que estaba en la universidad. Entonces fijó la mirada a un lado del monitor, donde estaba un pequeño muñequito con forma de caballero con armadura. El plástico tenía un intento de cromado que ya había perdido mucho de su brillo pero el plateado de la espada aún tenía lo suficiente. Siempre lo cuidó mucho, desde que se lo habían regalado cuando tenía cinco años.
—Se llama Sir Galante —le dijo su padre en ese entonces—, él te protegerá siempre.
Simón abrió el cajón de su escritorio y sacó un caballito de plástico. Ya estaba algo despintado también pero nada que un poco de pintura no pudiera arreglar. Montó al caballero y los colocó frente a la pantalla en pose de galope con su espada en alto.
Apagó la luz de la sala. Sacó su encendedor y encendió un cigarrillo, entonces comenzó a escribir.

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—¡Emboscada, suban sus escudos!
El reflejo de las puntas de las flechas entre los árboles fue la señal que necesitó Sir Galante para alertar a la tropa a su cargo. Él sabía que el camino por el oscuro bosque era peligroso pero no esperaba que el Imperio intentaría adentrarse tanto en el reino de Arturia. Tonto, pensó mientras bajaba el visor de su casco.
—¡Jed, Anton, al carruaje! ¡Protejan a la Princesa!
Desenvainó su espada con un chirrido que retumbó en el claro. El resto de los plateados caballeros le hicieron eco, no tan sonoro ante el tañido de las flechas negras que rebotaban en su escudo, pero ver la disciplina de sus compañeros le dio la confianza de lanzarse a la carga contra el enemigo. El Rey Arturo le había dado la encomienda de cuidar a la Princesa Andrómeda y no traicionaría su confianza, aunque perdiera la vida.
—¡Gawan, Irsa, a la derecha! ¡Orson, Brat, a la izquierda!
Arrió su fiel corcel, Equs, lanzándolo en una feroz carga.
Su corazón latía con fuerza mientras llegaba a la pared de vegetación, pero se calmó al saltar sobre los arbustos y ver las caras de sus enemigos. La furia lo invadió y levantó su espada que se iluminó con la luz del sol en un destello como el rayo que cortó las cabezas de dos arqueros de un solo tajo. Con un estoque rápido, acabó con un tercero que intentaba en vano usar su arco como escudo.
Sir Galante sonrió y levantó la vista, listo para arrear a Equs a la siguiente formación de arqueros. Entonces divisó otro grupo a la distancia y se lanzó contra ellos que ni siquiera esperaron a verlo para comenzar a huir. Más adelante se preparó para seguir a su cuarta presa entre los arbustos cuando estos explotaron en una cacofonía de armaduras negras a caballo. Los caballeros del imperio estaban allí.

La temperatura de Sir Galante cayó súbitamente. Su furia se convirtió en temor. Dio vuelta y se dirigió al carruaje. Detrás de él, por lo menos cuatro caballeros negros en galope lo seguían. Él podía escuchar los cascos de sus caballos chocando contra el suelo del bosque, cada vez más cerca. Estaba sudando bajo su armadura dorada, sus dientes temblaban en su boca. Pensamientos de su niñez lo invadieron en ese momento. Su mente proyectaba una y otra vez el ataque a su granja, enormes caballeros con armadura negra destrozando todo a su paso, violando y matando a toda su familia, a todo su pueblo. Sólo un pequeño niño que presenció todo a través de una rendija sobrevivió para convertirse en un caballero Arturiano. Un cobarde, pensó. El miedo ahogaba el resto de sus pensamientos cuando una flecha pasó rozando su casco. Miró hacía atrás y uno de los caballeros negros había caído.

La luz del sol lo iluminó cuando llegó al claro, la visión de la Princesa Andrómeda sobre el techo del carruaje le dio la bienvenida. Ella intentaba con dificultad tensar una ballesta, mientras sus damas de compañía sostenían sus piernas bajo su falda. Las joyas que adornaban su enorme vestido blanco eran tantas que alumbraban la oscuridad de los árboles. Pero nada relucía tanto como su larga cabellera rubia y unos hermosos ojos azules que fijó en Sir Galante y con una voz que no correspondía a ese ángel, ella gritó: ¡¿Qué demonios haces?! ¡Tú puedes ganar!

Esas palabras fue lo único que necesitó Sir Galante para dar media vuelta a su caballo. Ahora tenía alguien a quién proteger, ese niño pequeño y asustado había quedado atrás. Con una enorme sonrisa en su rostro, se lanzó contra los caballeros negros restantes. Levantó su brillante espada en alto y… ke3zusdy g1ytsdf65h

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—¡¿Por qué no me dejan en paz?!
Simón arrojó con fuerza el cigarro que ya tenía varios minutos apagado en su boca. El eco de su grito se confundió con el timbre de teléfono que seguía sonando como lo estaba haciendo desde hace varios minutos. Recordando las regañadas recibidas de su jefe cada vez que no contestaba, suspiró y tomó el teléfono. El número era desconocido, pero aun así contestó mientras encendía otro cigarrillo con su encendedor.
—¿Quién habla?
—¿Hablo con el señor Simón Fernández González?
—No quiero cambiar de compañía telefónica.
—Soy el Dr. Marlo Rodríguez, estoy hablando del Instituto de Salud Mental. ¿Está el señor Simón Fernández?
—Él habla.
—Es sobre los resultados de la investigación, señor Fernández. Sólo queremos confirmar que los haya recibido, es muy importando que los lea.
—Ah sí, un sobre manila bien grande. Sí, sí lo vi.
Simón se volvió a ver al sobre. La luz del monitor iluminando el amarillo manila sobre las cajas cafés. Amarillo semáforo, pensó.
—Si necesita levantar cargos, sepa que estamos de su lado —dijo el doctor.
—…
—¿Señor Fernández?
—Lo pensaré.
—Señor Fernández, aunque haya pasado tanto tiempo, no creo que deba dejar esto a la…
—¡Dije que lo voy a pensar! ¡¿Qué más quiere?!
—…lo entiendo. Estaremos en contacto.
—Muchas gracias.
—Hasta luego, señor Fernández. Y lo siento.
—Yo también lo siento.

El doctor ya no escuchó las últimas palabras que le dijo Simón, había cortado la llamada antes de decirlas. Dejó su teléfono a un lado y tomó el sobre. Tenía el escudo del Instituto de Salud Mental, una serpiente enroscada en una espada sobre un cerebro. Lanzó una mirada a la espada de Sir Galante, frente al monitor de su computadora y se preguntó qué haría el caballero si una serpiente gigante amenazara a la Princesa Andrómeda. O tal vez un cerebro mutante, flotando y lanzando rayos psíquicos.
Tengo que encontrarle un buen nombre, pensó, quizá Marlus el Neurofago o Rodros el Cerebrícola.

Simón dio una fuerte bocanada a su cigarrillo y abrió el sobre sellado. Cerró los ojos y sacó las hojas. Cuando los abrió después de unos minutos, sólo alcanzó a leer “Resultado de Pruebas sobre Abuso de Menores. Imputado: Arturo Fernández R…” cuando se detuvo. La luz del monitor por fin se había apagado, dejándolo en la oscuridad. Sacó su encendedor y el departamento se iluminó con la luz de páginas quemándose. Cayendo una por una en un bote de basura de metal cromado.

Simón sólo veía al fuego reflejado en la pequeña espada plateada. Esperó a que se apagara la última brasa y entonces tiró la colilla del cigarro en el mismo bote. No podía esperar para regresar a su escritorio y continuar con las aventuras del valiente caballero Sir Galante.

José Jesús Talamantes

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