Aún recuerdo aquella kermés de la iglesia de San Pablo. Me gustaba aventar las monedas de un peso a la mesa con círculos embebidos marcando cuánto dinero podías ganar si le atinabas. Estaba siempre una muchacha de pelo negro y liso atendiendo el puesto. Cada año iba y me preparaba con una bolsa de monedas para jugar y verla. Le había agarrado la maña al juego. En mi casa construí una mesa similar y practicaba con los otros chicos del barrio. La casa ganaba siempre, al fin, recolectaba pesitos que me servían para esa anual noche de kermés en el patio del templo. Gente amontanada, música de banda en el fondo y el puesto donde atendía la chica más bella que había yo visto en mi vida: el de los círculos y los pesos.
Tenía la piel aperlada que parecía tan suave como la seda, una nariz respingada con un lunar saltón cercano a la punta, ojos negros como el cielo de diciembre en luna nueva y redondos como los de una lechuza a media noche. Su hermano, a quien ya reconocía al ir cada año y escuchar con atención sus discusiones, se burlaba de su lunar en voz alta, causando miradas de los paseantes. Podía ver cómo le avergonzaba, bajaba la miraba y cubría la nariz al escuchar el insulto. ¡Qué lunar tan hermoso! Pensaba yo. Deseaba tanto poder decirle que era el toque que la hacía perfecta.
Recuerdo la última vez que la vi. Me había preparado para ir a la kermés y por fin decirle lo que sentía por ella. Tenía un bulto de monedas en un pequeño saco, que me daría tiempo de llamar su atención y encontrar las palabras, aquellas que serían las primeras, que llegarían a sus oídos. Habíamos cruzado miradas en años anteriores. La ví sonreír al cruzar nuestras miradas y hasta me pareció que se había sonrojado. Esto ya había sucedido en ocasiones anteriores. Este sería el cuarto año y ya empezaba a verse raro que a mis dieciocho años quisiera seguir asistiendo a la kermés cuando mis amigos andaban en tocadas de fin de semana.
Había pensado en invitarla a salir, pero podría asustarla. Preguntar en dónde vivía podría sonar raro como primer frase. Decir un chiste era lo mejor que me vino a la mente pero todos los que conocía eran de doble sentido o violentos. Se me acababan las monedas y las manos comenzaban a ponerse sudorosas. Afortunadamente, en esa ocasión y por primera vez, estuve presente cuando le llamaron por su nombre. Resultó ser el nombre más bello que pudiera imaginarme: Elisa. Quería apresurarme a pronunciarlo pero la timidez me invadió. Recuerdo cómo volteó al llamado, asintió para responder y siguió atendiendo a los clientes. Pagando a los ganadores y guardando el dinero de los perdedores, que como ya tenía experiencia, era la mayoría.La última moneda estaba en mi mano. No la quería aventar, pues sabía que ya no tendría excusa. Además, se avecinaba una tormenta y los relámpagos tronaban cada vez más y más fuertes. El olor a tierra mojada se intensificó anunciando la cercanía del agua. Sentí como un ventarrón tiró la lona hacia atrás de la carpa vecina, la de levantar una botella con un aro sujeto al hilo de una caña. La gente se asustó y las botellas delataban el escándalo que acababa de suceder. Los paseantes se dieron cuenta del peligro que se avecinaba si no se refugiaban pronto. Nunca olvidaré la cara atemorizada de Elisa al ver varias lonas luchar por su libertad, incluyendo la de ella. El cronómetro se había encendido y llevaba el tiempo en contra.
Su cabello ofuscaba su vista, dañando sus ojos a golpetazos mientras trataba de alejarlo de su rostro. Ahí recordé la moneda que traía en la mano, la guardé en el bolsillo, y caminé hacia ella para ayudarla. Pasos lentos, seguros mientras el corazón latía presurosamente. Cuando la tenía de frente, le dije tiernamente: “Elisa…”. Volteó a verme a los ojos sujetando su cabello con ambas manos en las mejillas y sonriendo. Luego abrió su boca y noté un cambio en su mirada. Se veía preocupada. La voz no le salía. Ni le saldría. Movió la cabeza diciendo que no. Luego recordó su lunar, bajó la mirada y se lo tapó. Sabía bien yo lo mucho que le apenaba. ¡Ésta era la frase ideal! Debía decirle que era la marca que la hacía perfecta.
Recuerdo lo cerca que estuve de sujetarla de los brazos y pronunciar aquellas palabras. La lona de enfrente, la de los meter los aros en una cama de botellas, cayó sobre nosotros. Por unos momentos el ventarrón no existía y ese golpe me trajo de vuelta a la realidad. Al destaparme de la lona la busqué y quitarla por completo del puesto la ví ahí en el suelo. Se encontraba tirada en el piso, sin moverse, pequeña, hermosa y rodeada de plumas. La lechuza de plumaje punteado negro y color miel, de ojos grandes y misteriosos. Tenía un ala extendida hacia mi dirección. Intentó tocarme. Elisa. Aún tengo el peso en mi recámara, junto a la ventana. Así no olvidaré los cuatro años de que estuve en espera y que pudieron ser diferente. Una vida con Elisa.
Caro Arriaga