“Umbrarum hic locus est”
Ese cuadro nunca había estado ahí, era una novedad y sin embargo nadie sabía proporcionarme la información que exigía. Tenía años acudiendo periódicamente al Museo Nacional de Arte y me conocía su catálogo de memoria. Las dudas fueron acrecentándose en mi cabeza mientras caminaba pesadamente por las calles del centro histórico, pensando en aquella enigmática y misteriosa obra. Me gustaba quedarme sentado en las escalinatas del caballo de Tolsá mientras observaba a la gente que pasaba por ahí. El casco colonial de la ciudad era un oasis de belleza arquitectónica e histórica, sus espacios respiraban una autoridad tranquilizadora y parecía que el tiempo no podía tocar sus plazas, sus calles.
La joven guía me comentó que siempre había pertenecido a la colección pero que estaba embodegado y que hasta ahora estaban empezando a rotar las piezas. Cuando la cuestioné por la plica de información referente al cuadro sólo me contestó con un movimiento de hombros. Algo pasaba y a mí no podían engañarme, ¿de dónde había salido ese umbrío óleo? y ¿por qué me atraía tanto? A veces pasaba horas observándolo, ahí sentado. En numerosas ocasiones el personal del museo –que me conocía bien- me escoltaba amablemente al caer la tarde.
El cuadro era sencillo, y sin embargo, inolvidable. Había algo en ese lienzo que me llamaba de una manera desesperada, como si quisiera comunicarme algo, o más bien me ocasionaba sensaciones aletargadas, como uno de esos sueños perdidos de la niñez que estaban enterrados pero latentes. Mis padres siempre habían estado físicamente ausentes, aun así en esa casa en donde crecí siempre hubo libros, miles de ellos y muchos eran de arte, así que podemos decir que mi acercamiento al tema fue autodidacta (recuerdo con nostalgia esas largas tardes de soledad, con Brueghel, Klimt, Chagall y Picasso, con Dalí y Miguel Ángel, ellos me salvaron de tener que convivir con los niños estúpidos de la plazuela).
Eran sus pigmentos como experimentales y sus trazos lánguidos y desesperados; la forma en que sus figuras se acoplaban al paisaje, pero sobre todo, esa idea, qué magnífica idea. Era como si todo el universo se aglomerara en ese pedazo de tela. El arte para que sea digno de llamarse así debe ocasionar una crisis en el observador, debe mover sus límites éticos y sociales, debe cuestionarse el ethos del momento. Y esta obra había despertado en mí sentimientos febriles, miedos anteriores que tenían que ver con una lucha constante, implacable en contra de la barbarie. Necesitaba saber más sobre esa obra. En vano revisé una y otra vez mi colección de publicaciones y catálogos. Debía sin duda de tratarse de un pintor menor, o tal vez de esos que murieron jóvenes, sin oportunidad de madurar y dar a conocer sus creaciones.
Realicé una infinidad de bocetos del cuadro, tanto en carboncillo como en acuarela, en pasteles. Fue así como me di cuenta de su imperceptible transformación, que aunque tenue, era igual de críptica. El cuadro medía aproximadamente ciento veinte por ochenta centímetros, era óleo sobre tela, decimonónico o diesiochesco tardío sin duda. Pero era esa tremenda estampa lo que me volvía loco: al parecer se trataba de una bestia ennegrecida, vista desde arriba, y debajo de ella una figura que nunca pude identificar del todo, ¿era una joven mujer? ¿O era un niño? No lo sé y al parecer la bestia negra la protegía de algo, o la acechaba, ¿iba a devorarla? La técnica era tenebrista, y el realismo de esas figuras, ¡Dios mío!
Cada día después de comer, gastaba al menos dos horas admirando el cuadro. Mis compañeros comenzaron a preguntarse en dónde me metía, ¿qué hacía con todo ese tiempo? ¿Tenía a una mujer? No tardaron en venir las recriminaciones, los reclamos por no pasar tiempo con ellos. No me interesó, estaba dispuesto a perderlo todo con tal de descifrar el fantástico misterio que ese lienzo me provocaba. Incluso negocié con la gerencia para que me permitiera cambiar mi horario laboral y así, en vez de ir al museo durante la hora de comida, salir corriendo de las oficinas un poco antes para estar al menos tres horas admirándolo.
Había en ese cuadro una especie de oscuridad sugerida que me estaba volviendo loco, era como si una ominosa fuerza me penetrara y me llenara de un silencio atroz, de un silencio espacial, como el que sentiría un astronauta si de repente se diera cuenta que está completamente solo sobre alguna de las lunas de Saturno y que todos sus compañeros han muerto.
La bestia negra era -no sé cómo lo sabía- la única razón que mantenía controlada esa oscuridad, conformaba un dique que contenía las sombras, que simplistamente podríamos llamarles malvadas, pero yo sabía que lo que estaba ahí dominado era algo que sobrepasaba las ridículas y mundanas convenciones humanas, esto estaba más allá de lo bueno y de lo malo, era el vacío puro, la oscuridad total, era un espacio en donde el tiempo era una broma, en donde nuestro espíritu –si es que hay tal cosa- podría desmembrarse infinitamente, perdiéndose en los abismos de la incongruencia y de la apatía.
Esa sensación fue la que me llevó a vomitar en la sala, el personal del museo se aterró de ver tanta sangre pútrida mezclada entre la comida que arrojé, me llevaron con el médico del museo, y éste, me condicionó la entrada al recinto hasta que yo pudiera comprobar que había asistido a una revisión en forma.
Fue una semana después de salir del hospital –todo se había agravado en mi interior- que al entrar nuevamente en la sala le vi. La bestia y su presa habían pasado a un plano secundario en el lienzo cósmico, ahora, se divisaba un paisaje agreste, infértil. Era una llanura desértica, y en su centro, una terrible torre, altísima, en la lejanía una tormenta eléctrica barruntaba un terrible presagio. No pedí explicaciones a nadie, sabía de antemano que nadie me creería, pero yo sabía que se trataba del mismo cuadro, estaba transformándose otra vez. ¿Qué podía significar todo eso?
Se me heló la sangre cuando de repente, detrás de mí surgió una voz de mujer, delicada, aterciopelada.
—Ya volvió a mutar —dijo la voz. Casi nadie lo nota.
Volteé y me quedé mirándole. ¿Era posible que alguien supiera? Las posibilidades atravesaron en segundos delante de mí.
—En efecto —le contesté—. Ha cambiado una vez más, ¿sabrás de casualidad lo que eso significa?
—En realidad no —me contestó—. Pero sé en dónde está ese lugar.
Sus ojos eran ligeramente rojizos, su atuendo también, no diría que era una mujer bella pero sin duda era atractiva. Llevaba un bolso también color rojo y su cabello, lo sé, era también rojo.
—¿Viene aquí muy seguido? —pregunté.
—Claro —respondió—. Vengo aquí casi todos los días, no quiero perderme ninguno de sus cambios.
Tenía que ser cauteloso, no sabía en lo que me estaba metiendo y alguien que supiera al menos un poco de lo que ocurría con ese cuadro no podía ser inocente. Debía ser por fuerza una persona como yo, capaz de haber sentido el ominoso y ubicuo abismo que se escondía en esa obra. Decidí manejar la situación con extremo cuidado y calma, después de todo ella parecía tan sorprendida como yo. Me señaló una parte del cuadro y cuando me di cuenta, la extraña mujer ya se había marchado.
Esa noche no dormí, un intenso espanto me inundó y decidí quedarme en un café que daba servicio las veinticuatro horas.
¿Cómo era posible que alguien más supiera lo que estaba ocurriendo ahí? Estuve escribiendo hasta las cinco de la mañana, me fui al departamento, me di un baño y corrí a la oficina. Ese día tuve una severa reprimenda por quedarme dormido en el escritorio.
—¡Pon tu vida en orden carajo! —me gritaba el gerente—. Todo el mundo aquí ha perdido a alguien, no eres especial.
Los compañeros de otros escritorios me miraban como se observa a un perro que ha sido atropellado.
Esa tarde mientras caminaba deprisa al museo reflexioné, pensé en que esta mujer podía haberme estado observando por algún tiempo, que tal vez formara parte de una secta oculta, que ha dedicado especial interés a cualquier persona que sea capaz de percibir lo corrupto que en ese lienzo se alojaba. En eso y en muchas cosas más pensaba cuando de repente me encontré con que el museo estaba cerrado. Había policías en la entrada, estaban sacando un cuerpo, algo terrible había ocurrido.
Después de sobornar a uno de los agentes, me enteré de que alguien había intentado destrozar una de las obras del museo y que en su intento enloquecido había empujado accidentalmente a una de las guías y esta se había caído por las escaleras y ahora se encontraba muerta. Sin éxito intenté sobornarlo nuevamente para que me permitiera hablar con el homicida. Decidí esperar, debía ser paciente, sí, paciente y cuidadoso.
El museo permaneció cerrado toda la semana. Las ansias por volver a ver el cuadro estaban matándome, los cambios estaban ocurriendo en ese mismo momento y yo encerrado en esta estúpida oficina bancaria, elaborando gestiones estúpidas para procesos estúpidos que sólo les interesaban a personas estúpidas. Y lo peor de todo era verlos pavonearse, perder su tiempo en charlas anodinas sobre el trabajo, haciéndose los importantes y comportándose como si en realidad lo que hacíamos fuera sustantivo o le importara a alguien. Mientras en el museo se llevaba a cabo la transformación, una representación terrible de lo que vendría, algo que cambiaría la faz de la humanidad, no pude soportarlo y grité a todo pulmón que se fueran a la chingada todos.
Esa tarde la pasé en mi casa, me suspendieron una semana.
No perdí el tiempo, busqué en vano en bibliotecas y archivos algo relacionado con ese cuadro, pregunté a académicos de diversas universidades y especialistas, nadie parecía conocer la obra. Cada vez dormía menos, gastando interminables horas en el internet sin encontrar nada, ni siquiera la más mísera pista. Así que decidí sacar parte de mis ahorros para la vejez y los deposité en la cuenta que un fraudulento abogado me proporcionó, gracias a eso, tendría acceso a Carlos X, el asesino del museo, que se encontraba en el reclusorio norte.
Esa tarde lluviosa me entrevisté con él. Era un hombre magro, una bolsa de huesos, su rostro demacrado me confirmaba lo que decía su expediente, que llevaba meses sin comer apropiadamente, que raramente dormía y que sufría de terribles ataques de pánico y alucinaciones. Yo sabía por lo que el hombre estaba pasando, yo mismo estaba perdiendo peso rápidamente, y dormía por mucho –si se le puede llamar dormir a la interminable contracción de los músculos mientras cierras los ojos, aterrado- unas horas cada noche.
—Sé a lo que vienes —me dijo—. No hay necesidad de que alarguemos está entrevista más de lo que debemos. Te diré lo único que sé: ese cuadro no es un cuadro. Debe ser destruido.
Y en ese mismo momento llamó al guardia para que me acompañara fuera de su celda.
—Al menos dime qué es —le rogué.
El devastado prisionero me miró de reojo mientras el guardia me tomaba del brazo y me sacaba al pasillo. Su mirada era de compasión y de terror al mismo tiempo.
—Es un artefacto —dijo—. Un artefacto para el Rey que vive en la torre.
Un olor a putrefacción inundó la celda mientras los guardias me sacaban a empujones, dentro, pude ver cómo una mancha de oscuridad lo inundaba todo, y un zumbido como de moscas. Un vértigo terrible se apoderó de mí, y una vez más, sangre fétida fue arrojada de mis entrañas enfermas.
Los siguientes días fueron para mí el verdadero infierno, ya que me había enterado tras la reapertura del recinto, que el cuadro ya no estaba. Había sido seleccionado –según me dijeron- para formar parte de la colección que se expondría el resto del año en Hamburgo.
La siguiente mañana leí con detenimiento el correo electrónico frío, institucional, burocrático, en donde se me informaba de mi despido por intentar morder al gerente en la cara. Corté la línea del teléfono y cerré bien las aldabas de la puerta, tomé mi última comida –carne cruda, otra vez- y pasé una cuerda por esa viga de madera vieja que tanto me gustaba, una silla debajo de ella completaba esa obra de arte, ese bodegón, ese cuadro costumbrista con el que pensaba terminar mi ridícula existencia, no valía la pena seguir en ese camino tortuoso, en donde las sombras me acechaban.
Intuí que me encontraba en un umbral, era tal vez la última oportunidad para salvar mi espíritu, era, tal vez, la única ocasión que tendría para olvidar al fin esas terribles memorias de cuartos de mampostería grosera con pesadas puertas de metal, con candados oxidados y secretos familiares, de encierros crueles y cambios feroces, de esa inmundicia impía que llevaba en la sangre al igual que la llevó mi padre y su padre a su vez, era hora de terminar con todo eso, y entonces lo vi: el Gran libro de Modigliani, una edición francesa imposible de encontrar, uno de mis más preciados tesoros, decidí hojearlo antes de acabar con mi vida.
Y eso fue lo que cambió todo, entonces comencé poco a poco a comprender algunas cosas. La página veintisiete mostraba un óleo sobre lienzo pintado por Amedeo en 1917, perteneciente a una colección particular, cien por sesenta y cinco centímetros, con un fondo oscuro manchado en rojo sangre, con esa mujer, esa escultura, esa venus, perfecta si existe tal cosa, ahí sentada, semidesnuda, sólo cubierta de manera parcial por una blanca sábana, uno de sus pechos asoma, su pezón es rosado, mórbido; sus piernas salvajes, curvas y devorables, cruzadas a manera de desafío, y esos hombros sensuales, el cuello delgado… y esa cara. En ese momento lo supe, era la mujer de rojo, no había duda, sabía que en algún lugar la había visto antes y eso sólo acrecentó mi excitación, no pude más y me desabroche la bragueta torpemente, sin dejar de mirarla comencé a tocarme, y los vaivenes de mi mente me hicieron pensar que era ella la que se arrodillaba frente a mí y que tomaba mi miembro furioso entre sus labios rojos, esos labios rojos que Amedeo supo amar en su momento, y luego los plasmó magistralmente en ese lienzo: su mirada negra, totalmente oscura, la misma que esa tarde me abordó en el museo, no pude más, una descarga brutal de semen se vertió sobre la imagen. ¡Maldita seas! Le grité. Aterrorizado, intenté limpiar el libro rápidamente, pero algo me detuvo, por alguna extraña y retorcida razón el placer de ver a esa mujer cubierta con mi líquido vital me provocaba un placer aun mayor que el de la eyaculación, ella era mía y nadie podría detener esa humillación que yo había decidido provocar. ¿Puede verse de otra manera? ¿Acaso llenar sus pechos y su rostro con esa jalea traslucida surgida de mi cuerpo no era un símbolo de dominación, de vasallaje? ¿Acaso no era en el fondo lo que ella exigía de mí?
Sólo el descubrimiento de esa mujer que estaba atrapada en los lienzos de mis libros me permitió sobrevivir hasta que la colección que habían enviado a Alemania volvió a estar en el museo.
Compartimos muchas tardes de música, pláticas y entendimiento profundo, nos conocimos realmente y de vez en vez, ella cedía totalmente a mis salvajes impulsos de someterla, de humillarla y de violarla sin piedad. Esos arranques de lujuria eran algo de lo que no me sentía orgulloso, de hecho me avergonzaban, pero no podía controlarlos, eran más fuertes que yo. Así comencé a aceptar la oscuridad que crecía dentro de mí.
Llegó el día de la reapertura, y yo entré al museo en el preciso momento en que abrió sus puertas. Todo mi cuerpo temblaba mientras yo caminaba por los pasillos, mi respiración se volvió incontrolable, el sudor corría por mi frente y mi corazón parecía explotar. Los altísimos cristales en las alas del museo me devolvían un reflejo que me costaba reconocer, pero los frescos en los plafones me servían como un ancla que restañaba mi verdadero espíritu, ese del asombro ante la magistral aportación de la humanidad a este mundo cruel y salvaje. Al fin miré el cuadro, ahí estaba, totalmente transformado, anchas líneas blancas cruzaban de lado a lado la obra, todo estaba cubierto por ellas, con excepción de una terrible mancha roja en donde habían estado la bestia y su presa, y de la ominosa y poderosa torre, que ahora se ufanaba de sus ingentes y antiguos pendones amarillos.
—La transformación está casi completa —dijo una voz a mi izquierda. Era ella, la mujer de rojo, la mujer atrapada en el lienzo de Amedeo.
A partir de ese momento todo sucedió vertiginosamente, nos besamos apasionadamente y entre empujones nos metimos en uno de los baños del museo, nuestros jadeos podían escucharse seguramente, pero corrimos con suerte, ya que por lo general los museos comienzan a llenarse hasta entrada la tarde.
Esa noche mientras cenábamos en Los Azulejos, me dijo que la hora había llegado, que las invasoras líneas blancas significaban nieve, que ahora la torre estaba nuevamente en la helada kadath, que el Rey necesitaba que el artefacto funcionara una vez más. ¿Pero de qué me hablaba esta mujer? ¿Kadath? ¿El Rey? No entendía nada y sin embargo no podía dejar de pensar en lo que tenía preparado para ella, quería someterla, humillarla como lo hice con su espíritu atrapado en el lienzo de Amedeo, una tremenda erección se asomaba en mi pantalón mientras observaba sus labios rojos escupiendo locuras sobre puertas cósmicas y ritos antideluvianos, quería morderlos hasta romperlos.
Esa noche viajamos en su automóvil, y mientras nos alejábamos de la ciudad el ambiente se tornaba lúgubre, pesado. Una densa borrasca cubría el cielo, y la lluvia terminó por elaborar esa pesada atmósfera a nuestro alrededor. Ella no paraba de decirme que el momento había llegado, que éramos parte de algo más grande, que al fin comenzaría de nuevo el proyecto del Rey, porque él nos había enseñado que el tiempo era circular, y que su dominio tenía por fuerza que volver a este mundo, que los primigenios serían liberados y desafiarían una vez más a los otros Dioses, que el artefacto era una llave, una llave que liberaría la arcana oscuridad, una vez más.
Pero yo ya había tomado una determinación, esa aciaga tarde en que casi me colgué, había decidido no volver a luchar contra la oscuridad que crecía en mi pecho, había decidido acogerla en mi alma, convertirme al fin en lo que mi sangre me había destinado a ser, y seguir el camino de los lobos.
La engañé con la excusa de vomitar sobre el auto, al salir, la luna plateada iluminaba el bosque por donde pasábamos, sus labios carnosos y rojos no paraban nunca de moverse, hablaban sobre la maldita Carcosa y sobre símbolos de cinco puntas. Su cuerpo caliente despertó en mí una furia bestial, sentí como mi cuerpo cambiaba, un prurito insoportable dio paso a una cascada hirsuta de pelambre, ella comenzó a farfullar lo que parecían ser encantamientos pero ya era muy tarde, la felicidad de la oscuridad me inundaba nuevamente.
Sé por los periódicos que el cuerpo corrompido y desolado de Xiomara Nava fue encontrado en un paraje alejado del nevado de Toluca, su rostro estaba intacto, pero su tórax estaba partido en dos, la habían devorado los coyotes del monte. Saciada mi sevicia, podía volver a concentrarme en mi vida, conseguí un nuevo trabajo y terminé de vender la casa de mis padres. Y así pasaron algunos meses, hasta que decidí regresar al museo, a admirar nuevamente ese cuadro excelso.
El cuadro había cambiado otra vez, en él, la nieve se había alejado, y en el pórtico de la torre estaba el Rey amarillo, desgarrándose la túnica mientras gritaba un terrible anatema hacia los cielos. Pienso que algunas veces las petulantes potencias oscuras no cuentan con las insignificantes pifias provocadas por sombras mediocres, como la mía.
Ernesto Moreno
Muy interesante tu escrito. ¡Me gusta! Yo soy nueva en este asunto de colgar relatos en un blog. Te agradecería que le echases un vistazo, a ver si alguno de mis cuentos te parece original…
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