Seppuku

La respiración agitada de Hideki invadía todo el piso del edificio. Continuaba en posición de ataque portando su katana. El salón era un baño de sangre, vísceras y cuerpos mutilados de lo que habían sido sus compañeros, estaban esparcidos por todo el recinto.
—Eran mi familia —se repetía—. Mataron a mi familia.
Cuando el equipo de Hideki llegó a la casa de campo se tenía bien definida la misión: encargarse de todos los habitantes para dejar un mensaje al grupo rival.
Esta era la última tarea para Hideki, quien había negociado con el jefe Yakuza logrando lo impensable: la aceptación de la renuncia del mejor de sus sicarios.
Al hacer el barrido correspondiente a los guardias y servidumbre, el grupo fue revisando cada habitación con el objetivo de hacer la limpieza encargada.
Hideki, quien fue el último de los asesinos en entrar en la casa, escuchaba los gritos de las víctimas que imploraban por sus vidas a aquellos demonios que los habían sacado de sus camas a mitad de la noche.
Continuó recorriendo las habitaciones, pasando sobre los cuerpos decapitados con precaución para evitar manchar su calzado. Dentro de su rol debía hacer una doble revisión para asegurarse de no dejar testigos.
Al entrar al último de los cuartos de la casa escuchó sonidos debajo de una de las camas. Desenfundó su katana y sin dudarlo la enterró sobre el colchón en diversas ocasiones hasta que las sábanas quedaron empapadas de rojo.
El silencio inquietó a Hideki, quien se extrañaba que su equipo no se hubiera aparecido en la habitación. Al agacharse para verificar su trabajo quedó petrificado.
Bajo la cama encontró la mirada inerte de su esposa, atada y amordazada.
Hideki, intentando comprender aquella escena desgarradora, fue rodeado por su equipo quienes habían entrado en la habitación sigilosamente.
—El jefe te manda decir que fue un placer trabajar contigo —le dijo Nao, quien había sido el segundo al mando, mientras sostenía a la pequeña hija de Hideki.
—¡Espera! —apenas pudo gritar Hideki en el momento que su hija era degollada frente a él.

Por fin dejó de temblarle el cuerpo, se talló sus manos empapadas de sangre en los pantalones y agitó su katana, quitándole los sesos de lo que había sido su jefe.
Caminó sobre los cuerpos en búsqueda de sobrevivientes. Cuando encontraba alguno que mostrara algún suspiro o señal de movimiento no dudaba en clavar su espada, no debía quedar nadie con vida.
Al asegurarse que había completado su venganza, se colocó de rodillas en medio de aquella mortandad y sacó su espada corta apuntándola hacia su cuerpo.
Sin dudarlo, hundió la espada en su vientre, sintiendo un intenso dolor que opacó por un instante el sufrimiento que sentía por su familia.
Se percató que a su alrededor tenía de espectadores a todas aquellas víctimas que habían encontrado la muerte bajo su espada a lo largo de su vida, hombres, mujeres y niños lo miraban indiferentes mientras éste continuaba desgarrándose los órganos con el filo de su arma.
Agonizando, sintió una calidez invadiendo su cuerpo. Pudo ver como su esposa e hija lo abrazaban.
—Todo estará bien, papá. Pronto estaremos juntos —le susurraba la niña, mientras el hombre conmocionado por aquel encuentro comenzaba a sollozar.
La oscuridad devoró a Hideki hasta que solo quedó su cuerpo inerte sobresaliendo sobre aquella mortandad de cadáveres.
Y con su muerte, la organización de la máscara del dragón había desaparecido.


Eduardo Nápoles

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