La máscara del dragón

Era medianoche cuando Kuro llegó al templo de Ryoanji. Las familiares ruinas lo recibieron como viejos amigos. Lo conocían desde que fue abandonado allí cuando era un bebé, el eco de su llanto fue la señal que necesitó su maestro para encontrarlo. Casi veinte años después, el joven esperaba regresarle el favor con el fruto de su esfuerzo.
Entró al templo en silencio, sólo se escuchaba el viento que se colaba entre las paredes derruidas y el techo que se había partido a la mitad desde hacía décadas. El olor a incienso viejo fue otra bienvenida al lugar que consideraba su casa.
La luna iluminaba el pozo al centro del templo, reflejándose en un charco junto al cubo con el que sacaba agua desde que tuvo fuerza suficiente. Ese era el lugar que más le gustaba a Kuro, el agua como centro de todo el complejo. Le había fascinado desde que tuvo la altura suficiente para poder asomarse por el brocal. Cuando se acercó al pozo casi seco, escuchó el eco de las protestas de la vieja soga que llegaba hasta el fondo mecida por el viento.
Entonces notó a su maestro, del otro lado del pozo. Estaba meditando frente al altar, rodeado de varitas de incienso encendidas.
—Llegaste tarde, Kuro.
El joven sonrió, su maestro era capaz de escuchar el más leve roce de unos pies descalzos contra la madera del templo. Alguna vez pensó que el templo y el viejo eran uno mismo.
—Un shinobi nunca llega tarde, maestro.
—¿Quién sería el idiota que te enseñó tal tontería?
—Lo tengo frente a mí, ¿debería reclamarle su enseñanza, maestro?
—No, será sólo tu culpa si le haces caso.
El maestro abrió los ojos y se puso en pie. Kuro nunca descubrió su edad, sólo sabía que no había cambiado desde que tuvo sus primeras memorias de un entrenamiento brutal. Correr, saltar, cazar, robar, pelear, espiar, sabotear, matar, una y otra vez por años hasta ese momento.
—Muéstrame.
—¿No me ve a preguntar si tuve éxito, maestro?
—¿Para qué? Estás aquí. Ahora, muéstrame.
Kuro pasó su morral por encima de su cabeza y lo colocó en el suelo. Lo abrió con cuidado y sacó una máscara. El joven se sorprendió al verla brillar con la luna. El jade y demás piedras preciosas que la adornaban, parecían bailar ante su luz.
—Aaaaah, sí, la máscara del dragón. Allí está la clave del renacimiento de Ryoanji, Kuro. Lo has hecho bien.
—No entiendo, maestro.
—Eso no es necesario. Ahora, póntela.
Kuro no pudo evitar sorprenderse ante esa orden. Pensó que venderían la máscara o que quizá era un antiguo tesoro del templo. La máscara le pesaba en las manos, tenía piedras preciosas hasta en la cara interior, no sería muy cómoda.
—¿Qué estás esperando? ¡Póntela!
—No lo sé, maestro, está muy…
El sonido de un salto lo interrumpió. Kuro reaccionó sin ver, saltando hacia un lado. Detrás de él, su maestro lo siguió con una expresión de furia en su rostro.
Kuro no se detuvo, atoró la máscara en su cinturón y se puso en guardia en el tiempo que su maestro se acercó lo suficiente para lanzar una serie de patadas. Se agachó bajo la segunda patada y entró en la mentalidad de serpiente. Los cuatro estilos animales que había aprendido de su maestro eran tigre, grulla, serpiente y dragón. Su maestro estaba utilizando grulla, su especialidad.
Kuro esquivó lo que pudo y el resto lo bloqueó. La técnica de serpiente se caracteriza por ser escurridiza ante cualquier obstáculo, esperando el momento de atacar con velocidad. Pero su maestro no le dio ninguna entrada. Tres, cuatro, cinco patadas, una seguida de la siguiente.
La sexta conectó con su pecho. El impactó lo lanzó contra la pared que golpeó contra su espalda. Estuvo a punto de gritar cuando la mano de su maestro envolvió su cuello y comenzó a apretar como un torniquete. El odio emanaba de los ojos del viejo, mezclados con tristeza y decepción.
La mente de Kuro gritó desesperada por saber porqué estaba siendo castigada. Le ardían los pulmones, su boca se movía como un pez en tierra firme, absorbiendo nada más que miedo. Nunca había visto así a su maestro. Los bordes de su visión comenzaron a volverse borrosos, puntos negros aparecieron sobre el hombro de su maestro, distorsionando la luz de la luna que estaba a punto de apagarse. El pánico inundó sus venas de adrenalina. Luchó arañando los dedos sellados alrededor de su garganta. Trató de patear al viejo en la ingle pero sólo logró conectar con su espinilla, el impacto rebotó dolorosamente a través de su pie.
El viejo gruñó aflojando su agarre, dándole a Kuro la apertura que necesitaba. El joven lanzó su brazo izquierdo girándose hacia un lado y atrapando el brazo de su oponente contra su propio pecho antes de darle un codazo a su maestro en la cara.
El viejo se tambaleó hacia atrás agarrándose la nariz sangrante. Kuro no esperó. Avanzó hacia su oponente con las manos levantadas para proteger su rostro, su cuerpo relajándose en la postura de su especialidad. Alargó sus dedos juntándolos hacia el centro, doblando los pulgares en su palma, formando los colmillos del dragón.
El maestro apenas estaba asumiendo la postura de tigre cuando el joven le clavó los dedos en el nervio de la pierna, justo donde le habían enseñado tantas veces. No se detuvo a escuchar la expresión de dolor, giró esquivando un intento de golpe del viejo y el colmillo en su mano derecha salió disparado hacia un cuello descubierto. Sólo un desesperado movimiento hizo que Kuro fallara en destrozarle la tráquea.
Pero el dragón es astuto, el colmillo derecho iba acompañado del izquierdo. Los dedos de la mano izquierda de Kuro se clavaron en el plexo solar del maestro, ocultos por la mano derecha que iba hacia su cuello.
El viejo cayó de espaldas y se quedó inmóvil, recargado en la pequeña pared del pozo. Como despertando de un sueño Kuro dejó pasar la adrenalina en su cuerpo y jadeó como si hubiera aguantado la respiración por varios minutos. Casi sin aire únicamente alcanzó a gritar «¡¿Por qué?!»
La luz de odio en los ojos del maestro había desaparecido, sólo quedaban la tristeza y la decepción.
—Hace muchos años, cuando yo era un niño, mis maestros me contaron la leyenda de Ryoanji. En este pozo, habitaba un dragón. El dios de la región —el maestro tosió—, que proveía con agua las abundantes cosechas de los pueblos que rodeaban al templo. Nada hacía falta, era un paraíso. Entonces un día llegó un shogun a exigir que el dragón fuera a sus tierras, que aquí no se necesitaba porque ya teníamos todo. Mis maestros se rieron de él diciéndole que si podía hacer que un dragón obedeciera órdenes, era bienvenido a llevárselo… ah, pobres idiotas.
Kuro no se había dado cuenta de que estaba sentado en cuclillas frente a su maestro, como cuando era un niño y le contaba historias entre los entrenamientos.
—¿Y qué pasó?
—El shogun hizo un trato con un poderoso yokai, que engañó a mis maestros para envenenar al pozo y hacerlos invocar al dragón. Cuando apareció, el yokai se reveló y utilizó una reliquia especial para encerrar al dragón y llevárselo. Esto fue varios años antes de que yo llegara aquí, nunca pude ver al dragón.
—Entonces…
—Sí, Kuro, el dragón de Ryoanji sigue encerrado en la máscara. El yokai también había engañado al shogun, no sabía cómo liberar de nuevo al dragón. Por lo que, en lugar de dejar sólo una región en la miseria, fueron dos.
Kuro tomó la máscara en sus manos, por fin sintiendo el calor que emanaba desde su interior.
—La llave es una vida humana.
—Así es, Kuro. El shogun estaba tan enfadado con el yokai, que ni siquiera le pasó por la mente que tenía la salvación de su pueblo tan cerca. Ahora, dame la máscara.
—¿Por qué no me lo dijo antes?
—¿Estarías dispuesto a ser un sacrificio, Kuro?
El joven agachó la cabeza, miles de pensamientos revolotearon en su cabeza.
—¿Por qué atacarme?
—Yo solo quería ver al dragón.
—Maestro…
—Obedece a tu maestro por última vez, Kuro. Dame la máscara.
Kuro extendió su brazo, la máscara cada vez más pasada en su mano. El viejo la tomó con las dos manos, los reflejos de la luz de la luna bailando en su rostro. Por un instante, Kuro lo vio como un niño admirando la luz de un nuevo día.
—Adiós, Kuro.
—Adiós… maestro.
El viejo ya no escuchó la última palabra que dijo Kuro. Cuando se puso la máscara, lo envolvió una brillante luz etérea, que comenzó a elevarse y crecer cada vez más. La figura se alargó como un enorme relámpago inmóvil, tanto que el joven tuvo que cubrirse los ojos para no quedar ciego.
Cuando Kuro pudo abrirlos después de unos minutos, frente a él flotaba la enorme figura serpentina de un dragón. Acercó su cabeza leonina y sus ojos se encontraron con el joven, brillando con su propia luz.
Entonces el dragón dio un rugido y se elevó en el aire volando en círculos alrededor del templo con Kuro intentado seguir sus rápidos movimientos. Por donde el dragón pasaba los árboles florecían y las aves cantaban sus alabanzas al dios que había regresado.
Dando un nuevo rugido, erguido sobre el templo, el dragón se zambulló en el pozo central, levantando una enorme columna de agua que bañó todas las ruinas del lugar. A Kuro no le importó, había renacido junto con la región.

A la mañana siguiente, unos curiosos lo encontraron bailando alrededor del pozo.
—Oiga, vimos una luz rara anoche desde el camino. ¿Está bien?
—Mejor que nunca. Bienvenidos al templo de Ryoanji.
—No se ve muy bonito.
—Los mejores tiempos han llegado.
Los hombres se miraron entre sí y asintieron.
—Disculpe la pregunta, pero ¿aceptaría que una caravana de refugiados se quede por un tiempo?
Kuro sonrió y se volvió hacia el pozo.
—Todo el tiempo que quieran.

José Jesús Talamantes

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