Contraída, percibo un rastrillo debajo de la piel, entre los huesos marmolados. Entre el recuerdo insólito de ir en bicicleta al colegio sin que nos suceda absolutamente nada y después encontrarme en la fila de un colectivo con una navaja detrás de la rodilla. Empujar un cuerpo seco por el sol de la noche, una unidad de análisis mitológica atrapada en hospitales. Los brazos fuertes, la espalda encorvada, los pelos erizados y unos tobillos endurecidos por las reiteradas migraciones. Soy una mujer rural. Soy una mujer rural aunque en las fotos salga como un hombre sin camisa. Aunque me sueñe con flequillo, en bermudas y con un reloj de pulsera en la muñeca derecha. Ahí, es cuando me levanto transpirada del deseo. Después de los treinta años tuve mi primer problema del corazón. Correr a la única guardia del pueblo, liquidar la anestesia, un tajo del pecho hasta el ombligo y una válvula de chancho para poder bombear. Todo en quince minutos o el tiempo iba a dejar de derretirse por la pared de la sala quirúrgica. O iba a pasar a tener una vida sin tiempo. Experimentar la desesperación de la vejez quedaría sólo en anécdotas de generaciones sucesivas. Un mes tardé en despertar por los efectos de las medicaciones. Dejé mis músculos al próximo paciente con el que tendría en común la cama en la que, sin embargo y a pesar de todo, no se descansa por miedo. Pasaron doce años y hoy, primero de enero, vuelvo a ese mismo colchón. Reiterados comienzos anudados a las accidentes. Apoyo la cabeza y sigo percibiendo ese aliento a carne cruda que sale desde la almohada. El que con prepotencia entra por mi boca, se eleva y se me acumula en la sien. Es como si nunca me hubiera ido. Es como si el deja vú de crecer fuera irreparable. Llamo a la médica de guardia y contra su voluntad se la hago abrir con un bisturí, mientras transitamos una larga discusión en la que yo abuso de mi condición de enferma. Le explico que hay un animal de granja adentro, a punto de nacer. Pero el piso se llena de goma espuma y en la habitación no hay nadie más que nosotras. Me cambia la almohada sin paciencia y en el instante que me reclino en soledad vuelve a titilar la gestación. Pasan los días sin darme cuenta. Para poder volver a casa la señora de blanco me pregunta qué es la violencia. A: los recuerdos. B: la salud. C: la carretera. Exigen por mi entereza. Que le devuelva las vocales a mi nombre y logre quedarme en posición horizontal, quieta. Me rehabilito y cumplo. No sé si hago bien pero me dieron el bendito alta y eso debe de significar algo. De todos modos ya estoy volviendo, con el cinturón abrochado, las manos sobre los muslos y los ojos cerrados, concentrada en la velocidad. Percibo cómo con cierta cautela se me tiran encima los costados de la ruta, aquel campo arrasado que a esta altura parece una chacra extranjera. El del volante grita. Me reprocha historias que ya ni recuerdo. Se distrae y terminamos de arruinar la pintura móvil que corre por las ventanas del auto. Chocamos y rompemos el trigo. Estoy extendida sobre lo que quedó del paisaje. Esperando la ambulancia sigo sin entender cómo continúo formando parte de un videojuego en el que no dejo de perder pero no se me agotan las vidas. Me empiezo a quedar sin aire. Me falla el oxígeno animal mientras trato de decir que no van alcanzar a identificar mi cuerpo por todas las mordidas del camino. Me arrastro hasta el centro del crimen. Puedo leerme en las noticias de los diarios con una imagen 4×4 por la que me fumigan con halagos y críticas. Por suerte la imaginación se agota. Me quedo dormida, al fin, cuidando las hectáreas y las hectáreas cuidando de mí. Creo perder algo borroso en la victoria del sueño, pero no estoy segura de nada desde que comparto corazón con un extraño. Me aterra despertar. Por no disfrutar lo suficiente aquel silencio interno que me costó tanto, o por quedar de frente al diagnóstico de los paramédicos. El del volante, mi jefe de la estancia herido por la comisura de su ceja, lo empiezo a escuchar lejano, obligándome a volver. Presionando para no perder su mano de obra sobre el kilómetro digno en el que nos estrellamos. Se atreve a tocarme. Me sacude como si no valiera mi dolor. Pero yo sigo entregada a la tierra que me dio todo al mismo tiempo que todo me lo sacó. Qué sabrá él, si en su vida practicó el cariño de despegar soja por soja de los cultivos. De no apurar al ganado a reproducirse para desbordar los mataderos, o de acariciar por las mañanas las cabezas humedecidas de los terneros que transitan el trauma de nacer. Sigo entregada a las raíces que envuelven las plantas de mis pies. No desisto a encontrar el descanso.
Tuerzo mi destino: estoy donde empecé. Con botas de lluvia, bombacha de campo y un cuero sexualizado. Me rodea una pampa que compite con el Océano Atlántico, cortada en su abdomen por una ruta que me sé de memoria. Somos la misma persona. Vino en nosotras la accidente. Nos quedamos sin padres, vendimos la bici y la siembra al final de la estación dejó de importar.
Josefina Salvatierra
(Cuento ganador de la categoría de 18 años o más del 7mo Concurso de Cuento y Poesía de Ciencia Ficción “José María Mendiola” 2020)