A cuatro horas de haber comenzado en su nuevo empleo, ya había decidido no regresar al día siguiente. Después de haber cumplido la condena de tres años por robo, le fue difícil obtener algo estable. Gracias a su madre, había conseguido un puesto como ayudante en la iglesia sin embargo menos de una semana después, el padre lo había despedido cuando fue descubierto robando. Tuvo suerte de que por intercesión de su madre, el sacerdote decidiera no presentar cargos.
Ahora se movía con lentitud por el lujoso restaurante, recogiendo la loza en un carrito con contenedores plásticos para llevarlos a lavar. Su pachorra lo hacía objeto de regaños por parte del capitán, e incluso de los otros empleados de menor rango.
Cada que alguien le recriminaba su desgana, lo único que le pasaba por la cabeza era estrangular a la persona que tenía enfrente.
A medio día le indicaron que podía tomarse treinta minutos de descanso, por lo que atravesó la cocina, tomó de su locker un paquete de cigarrillos y abriendo de un empujón la puerta que daba al patio trasero salió caminando con aire retador.
El aire frio de otoño le tomó desprevenido, así que buscó un refugio donde poder fumar sin ser molestado por el viento. Decidió sentarse sobre unas cajas viejas tras los contenedores de basura. Encendió un cigarrillo y sacó de su bolsillo el teléfono, las reglas del restaurante prohibían el uso de celulares durante la jornada laboral bajo pena de despido, “qué más da, no pienso volver”. Pensó mientras exhalaba una bocanada de humo.
No vio llegar a la chica que se plantó frente a él y le dijo:
-Te pueden correr por eso, se supone que ni siquiera los podemos usar en nuestro descanso.
La mujer le pareció bastante atractiva. Delgada, con pantalón entubado y la blusa blanca que llevaban los meseros. No pudo calcular su edad, acaso era más joven de lo que aparentaba por el exceso de maquillaje. El sonrió mientras guardaba el teléfono en la bolsa de su delantal y daba otra calada al cigarrillo.
-Me sorprendiste y es difícil que alguien me sorprenda.
-Puedo ser muy sigilosa.
Se levantó sacudiéndose las manos en el pantalón y extendió la derecha hacia ella.
-Soy Carlo, el nuevo… no sé ni cómo se llama mi puesto.
-Reba- Le dijo la chica devolviendo el saludo. –Te noté ahí adentro, pareces estar fuera de tu elemento.
El sonrió mirando hacia un lado avergonzado.
-Sí, creo que esto no es para mí, no es mi trabajo soñado.
-Ah, ¿Y cuál es tu trabajo soñado?- Preguntó ella arqueando una ceja.
-Soy actor.
-Oh, ¿algo que haya visto?- preguntó con suspicacia
-No, no creo, solo he hecho pequeñas partes de extra, pero ya me llegará la oportunidad.
-Veo que tu lonche es poco saludable- Le dijo señalando hacia el cigarrillo. El sonrió agitándolo en la mano para llevárselo después a la boca.
-Olvidé traer comida, que ironía ver pasar tantos platillos frente a nosotros y no poder comerlos.
-Ya te acostumbrarás, mientras tanto, mi bolsa de lonche puede ser suficiente para los dos. Dijo la chica sacando una pequeña bolsa de plástico llena de polvo blanco, la cual sostuvo entre dos dedos frente a la cara de él agitándola con suavidad.
La siguió hasta un pequeño cobertizo que se utilizaba de almacén, ella tenía las llaves pues explicó que como hostess, parte de su trabajo era adornar el restaurante con las decoraciones que se guardaban ahí.
Se sentaron en una mesa al fondo del lugar, ella con habilidad vació un poco de polvo sobre el tablero, y usando un calendario de plástico que sacó del bolsillo de su apretado pantalón, comenzó a machacar los pequeños grumos para después formar siete líneas blancas tan similares entre sí, que a él se le antojó casi un trabajo artístico.
La mujer extrajo un pequeño popote de plástico que había sido cortado al largo de un dedo y lo ofreció a Carlo.
-¿Haces los honores?
-Primero las damas.
La chica se encogió de hombros y dio dos esnifazos rápidos con cada una de sus fosas nasales, desapareciendo al instante las dos líneas de la izquierda. Echó la cabeza hacia atrás y dándose un ligero masaje en el tabique de la nariz, suspiró con alivio.
Él tomó el popote e introduciéndolo en su fosa, acercó la cabeza hacia la mesa. Un instante antes de inhalar, un montón de pensamientos se agolparon en su mente. Le encantaba el polvo, pero cuando estuvo en la cárcel, lo peor fue la forzada abstinencia. Los primeros meses habían sido un infierno pues cuando había entrado preso, el cortar su vicio de tajo le había hecho padecer un tormento físico y mental. Claro que se podía conseguir coca en la cárcel, pero el precio era elevado y el dinero que su madre le daba, no era suficiente para mantener su adicción, además no era estúpido, podía haberse endeudado con el cártel de la prisión pero sabía que esto le habría traído riesgos mucho peores. Era un asaltante por necesidad, pero no pensaba llevar la vida del crimen a cuestas por toda su existencia. Y ahora aquí estaba frente a esta bella mujer, que por algún motivo había decidido compartir su ración con él.
“Al diablo”, pensó, e imitando a la chica, inhaló dos rayas con fuerza.
El efecto es casi instantáneo para los consumidores que han dejado de usar por cierto tiempo. Su cerebro recibió los químicos con el gusto que se recibe a un viejo amigo al que no se ha visto en muchos años. Dejó el popote sobre la mesa y se frotó los ojos con fuerza hasta que empezó a ver imágenes brillantes y coloridas como de un caleidoscopio.
Tardó unos instantes en enfocar de nuevo en el oscuro almacén, la chica lo miraba con una sonrisa relajada.
-¿Te gusta?
-Me gustas más tú- le respondió acercándose a ella.
Segundos después la tenía acostada sobre la mesa mientras él de pie la penetraba con fuerza. A pesar de que hacía frio, sus cuerpos estaban sudorosos. Ella gemía, pero trataba de no hacer ruido. Él solo gruñía.
Consumieron casi todo el tiempo de descanso y media bolsa de polvo. Ella miró su reloj y maldijo mientras se levantaba y volvía a ponerse la ropa. Se alisó la blusa y se aseguró de no tener rastros de mugre en los pantalones y sin mirarlo se dirigió a la puerta ordenándole que se asegurara de cerrar bien. La bolsita con polvo estaba aún sobre la mesa. Él la miró y preguntó:
-¿Y eso?
-Guárdalo para más tarde, quizás me quieras invitar una cerveza.
Metió la bolsa a su pantalón asegurándose de que estaba bien cerrada y se dirigió de vuelta al restaurante.
Pasó la siguiente hora trabajando malhumorado. Sentía el rostro caliente y no dejaba de frotarse las encías con la lengua. Pero al menos no estaba tan desganado como en la mañana. Trajinaba de arriba abajo del restaurante recogiendo platos, limpiando mesas y lavando la loza esperando el momento en que acabara su turno para largarse y quizás ir con Reba para un segundo encuentro. La vio solo en la distancia, pues el puesto de ella se localizaba en la entrada del restaurante recibiendo a los clientes y él debía mantenerse invisible como si fuera una sombra.
En dos ocasiones fue a orinar y aprovechó para darse un par de dosis. Se sintió un poco mal de haber consumido casi todo el polvo de la bolsa así que dejó lo suficiente como para una dosis que le guardaría a Reba, aunque estuvo tentado a inhalarla ahí mismo, podrían conseguir más droga en la noche. Pero decidió guardársela a su dueña, sintiendo como si hiciera un acto de caballerosidad.
Cuando faltaba una hora para terminar su jornada, un mesero le ordenó que se dirigiera a una mesa donde un cliente había tirado algo. Caminó hacia el lugar donde se encontraba una pareja con un niño y una niña quienes se daban empujones, el padre hablaba frenético en el teléfono dando órdenes autoritarias y la madre tecleaba en el suyo sin prestar atención a su entorno.
Alguno de los niños había volcado una copa de vino la cual había manchado el mantel y había caído al suelo haciéndose añicos.
El se agachó y comenzó a juntar los pedazos de vidrio rotos en una mano. El chico que estaba sentado junto a él, tomó su vaso de jugo y vació un poco sobre la nuca del empleado causando la risa de sorpresa de su hermana. El se levantó de golpe diciendo:
-Oye estúpido ¿Qué crees que haces?
Los padres lo miraron con los ojos desorbitados al igual que los comensales de las otras mesas. El niño y la niña se quedaron con sonrisas petrificadas por los nervios.
-Oiga imbécil, no le hable así a mi hijo.
Él se giró hacia el padre con una mirada de odio. Las pupilas estaban dilatadas y su boca entreabierta mostraba sus dientes apretados con fuerza.
-Quizás deberías azotar a esta pequeña mierda para que aprenda a respetar a los demás.
El padre frunció el seño con una mueca de enojo, se levantó y le dio un empujón. Carlo no pudo evitar sonreír.
-Cuidado, no quieres hacer eso- le dijo al padre burlonamente, todos los ojos de las personas estaban sobre ellos, la mujer le dijo algo a su esposo, pero este la ignoró y empujó a Carlo de nuevo, esta vez tratando de imponerse con más fuerza pero a pesar de que el hombre era corpulento, los años de dura supervivencia de Carlo, habían curtido su delgado cuerpo con la fuerza física que adquieren los presos a base de peleas. Se hizo un poco hacia atrás, un par de meseros se acercaban por distintas direcciones hacia ellos. Cuando el cliente se acercó con las manos levantadas hacia el pecho de Carlo, éste le dio una tremenda bofetada con la mano abierta donde aún llevaba los vidrios de la copa. El impacto fue tan fuerte que hizo que el hombre cayera sobre la mesa de otras personas. Se llevó las manos a la cara y al verlas llenas de sangre comenzó a gritar, imitado por su esposa e hijos. Las exclamaciones de asombro de los otros comensales inundaron el lugar.
Los meseros tomaron a Carlo de cada uno de sus brazos, pero él se zafó con facilidad. Cuando uno de ellos se acercó más, el enfurecido empleado le lanzó un puñetazo certero en medio de la cara. Para entonces su estatus de culpabilidad era obvio y mas meseros ya se habían sumado al esfuerzo para detenerlo.
Algunos minutos después, lo tenían sentado en la oficina con un ojo morado, con la mano izquierda sostenía un pedazo de papel ensangrentado sobre la derecha donde los vidrios le habían cortado a él como a su víctima. Cuatro empleados lo franqueaban mientras el gerente lo insultaba incrédulo por lo que había hecho. Dos policías llegaron más tarde, varios de los comensales habían llamado a las autoridades casi tan pronto como había comenzado el zafarrancho. Entraron en la oficina y le ordenaron que pusiera las manos sobre la mesa. Uno de los oficiales comenzó a palpar la ropa de Carlo y a extraer sus pertenencias, colocando sobre la mesa una billetera, el juego de llaves y el teléfono del arrestado. También extrajo la bolsita de cocaína y la sacudió frente a los ojos de Carlo tal como horas antes lo había hecho Reba.
-¿Esto es suyo?- Inquirió el policía. Carlo suspiro y asintió con la cabeza. El gerente seguía vociferando algo en el pasillo que Carlo no lograba entender. Lo esposaron y fue sacado por la puerta trasera del local. Mientras era conducido a la patrulla deseaba haber consumido esa última dosis, no era tanto como para que le pudiera perjudicar legalmente, al menos no tanto como le perjudicaría el haber atacado al cliente y a varios de sus compañeros, pero sabía que esas líneas blancas en la mesa del almacén y en la tapa del retrete del baño de empleados, serían las últimas en mucho tiempo.
Santiago Pérez