Afuera, una llovizna empañaba constantemente el parabrisas, que al ser barrida en arcos sobre el vidrio, refractaba las dos luces rojas del doble remolque, que a un tráiler cuya matrícula estaba tan cubierta de lodo que era imposible distinguir su origen, arrastraba delante del autobús de pasajeros.
Adentro, la única luz provenía del tablero, desde donde leds verdes y agujas rojas variaban muy poco, ya que mantenía el acelerador ligeramente presionado, y se movían solo cuando lo aflojaba al tomar una curva.
Y más allá de donde las constantes gotitas dispersaban la luz de los faros sucios, una noche sin estrellas, enmudecida por el rugido del motor diésel y los gemidos rítmicos de los hules de los limpiaparabrisas. Dos líneas blancas continuas en la carretera, a ratos desdibujadas por la falta de mantenimiento, a ratos refulgentes, lo acompañaban ahí donde el redondel de los faros pobremente hendía el camino, indicándole que no estaba permitido rebasar en ese tramo.
¿Qué hora era? El reloj marcaba las doce, parpadeando dos o tres veces por segundo, desde siempre. Gabriel se pasó la mano por la frente. La sintió húmeda de sudor, aunque en aquel tramo de la sierra, bajo la llovizna, hacía suficiente frío como para que no se le antojara quitarse el saco del uniforme. Se pasó la mano por las mejillas y la boca, comprobando que también por encima de sus labios se le había perlado el sudor. Era un sudor agrio, que se le había metido entre los pelos de la nariz, recordándole el tufo del café que se seca en las comisuras de la boca y se mezcla con la saliva turbia de un fumador. Se limpió la mano en el pantalón y volvió a ponerla sobre el volante.
— ¿Qué pasó Gabo? ¿Ya no puedes? Si acabas de empezar el turno…
Volteó a un lado y vio al Mike, su compañero de viaje, sentado en el escalón junto a la puerta cerrada del autobús. Traía un cigarro encendido en los labios, y el resplandor rojo de la brasa de tabaco era un punto rojo luminoso y brillante, sobresaliendo de un rostro débilmente iluminado por la luz verdosa del tablero y cuya silueta negra le impedía distinguir cualquier detalle de quien conocía desde hacía bastantes años.
— No, estoy bien. No tengo sueño ni nada.
Miguel se sacó el cigarro de la boca y negó con la cabeza.– ¿Te echaste un pericazo, verdad? ¿O de plano andas tizo? Pon atención. Falta mucho para llegar. Y no te voy a tirar esquina con la manejada, ya tuve problemas con el patrón la otra vez, porque andas con tus cosas y ando haciéndola de tu tapadera…
Gabriel había estado conteniendo el aliento sin darse cuenta y exhaló ruidosamente. Después de la curva pronunciada, por la que había tenido que desacelerar aun más, vino una pendiente que lo obligó a cambiar de marcha. El motor respingó en la forma de un rugido breve pero sonoro, y continuó a la saga del tráiler. El reloj seguía marcando las doce en un parpadeo, que si se le quedaba mirando más de unos segundos, le dejaba impresos los números rojos dentro del ojo, en un verde parecido al del tablero. De nuevo se pasó la mano por la frente, que parecía tan salpicada de gotas como el parabrisas mismo del camión, o como si este no existiera y toda esa pelusilla de agua y lodo catapultado por el maldito tráiler, le estuviera cayendo en la cara sin parar.
Sintió de pronto una urgencia por orinar, una presión dolorosa dentro de la panza inflamada por décadas de cerveza, como si tuviera una piedra en la vejiga o un cáncer de próstata hubiera decidido hinchársela para presionarle aquel globo grande y guango lleno de agua, que tenía bajo gruesas capas de grasa y por encima de los genitales. Un quejido se le escapó después de acomodarse en el asiento, arqueando la espalda y alzando un poco las nalgas. Debería de haber manera de pararse, un ratito, en algún lado, aunque fuera en pleno monte.
— Bueno, ¿pues tú que traes? –Volvió a escuchar al Mike, que lo miraba meneando la cabeza de un lado a otro, por lo que parecía que una luciérnaga naranja le sobrevolaba las mandíbulas.
— Me ando miando Mike…
— Pareces niño me cae. –Miguel se inclinó hacia un lado, el resplandor del cigarro despareció y por un instante también le dio la impresión de que era un cuerpo negro descabezado, mientras rebuscaba algo en un escalón inferior a su lado derecho. La cabeza volvió a aparecer, como la silueta negra de una tortuga sacando su cráneo pelón de cuello arrugado desde el interior de su caparazón. En la mano, su compañero sostenía una botella de plástico que había sido de refresco y estaba vacía.—Ándale pues, dale.
— No, no puedo. Necesito bajarme…
— ¿Aquí? ¿A media curva y sin acotamiento, a mitad de la sierra? Y aparte ade noche No, no jodas. A menos que nos quieras matar… –Miguel hizo que la botella vacía cabeceara en dirección a Gabriel, apremiándolo a tomarla. Gabriel negó con la cabeza, pero el dolor en las tripas se le estaba extendiendo hacia arriba, a los riñones, y hacia abajo, a un miembro que empezaba a sentir entumido de tanto apretarlo para que no se le saliera el chisguete de orines. Con una mano se desabrochó el cinturón, presionando con las rodillas el volante para mantenerlo en su sitio, y con la otra sujetó la botella. Luego, después de girar un poco el volante con la izquierda, se sacó el pene y lo metió, flácido y agotado, dentro de un hoyo frio y duro. No es que fuera la primera vez, pero se dio cuenta que dentro de la cabina, hacía más frio del que pensaba. El chorro salió tras un breve ardor, sosteniendo la botella con una sola mano. Sus orines calientes formaron condensación por fuera del recipiente, que llenó por encima de la mitad. Tres curvas le había tomado descargarse, y pudo imaginar aquel globo desinflado dentro de él, agotado por el esfuerzo. Miguel le extendió la tapa rosca, que fue colocada como sello para aquel mensaje, que nadie jamás tendría que destapar, para poder interpretarlo.
El aire helado del exterior, que arrastraba las pequeñas lanzas de agua, le causó un dolor agudo en la mano cuando entró en contacto con ella, apenas lo suficiente para que arrojara a la oscuridad la botella de orines. Volvió a meterla y estiró y contrajo los dedos varias veces, tratando de desafanarse del calambre por frío. A su lado, Miguel se rió: — Y así querías bajarte a miar… se te hubiera congelado el pirulí…
— Mike, ¿A dónde vamos? ¿Cuánto falta?
— Bueno, ¿Pues qué te tragaste ahora? Concéntrate en el camino. Por eso pasan los accidentes. Ponte serio ya, Gabo, Por tonterías como esta se muere la gente.
Gabriel se calló. La respuesta estaba en su cabeza, no tenía que preguntarle a nadie. ¿Que qué carretera era aquella? La cuesta de Llera… O no, La Rumorosa. Masculló una maldición entre dientes y volvió a pasarse la mano por la cara, removiendo una nueva capa de sudor pero no la de angustia que se le había formado. Tenía más de veinte años de chofer, se conocía todas las rutas del país, ¿Por qué no podía reconocerla? ¿Hacía cuanto no veía un solo señalamiento, aparte de las malditas rayas continuas que serpenteaban sin darle la más mínima oportunidad de rebasar a aquel tráiler que le aventaba lodo, le impedía ver más adelante; y una oscuridad hambrienta, que parecía tragarse hasta la luz de los faros.
Soltó el acelerador y empezó a frenar suavemente. Si le permitía alejarse, tal vez podría abrirse un poco y alumbrar, ver más allá de la estructura metálica bajo la que un triángulo preventivo parecía mirarlo con luz propia, al reflejar las del autobús. Un claxon sonoro se le metió entre las orejas, y un par de luces altas destellaron dejándolo casi ciego en el retrovisor rectangular. Traía detrás de él otro vehículo pesado, del que no podía ver ni su silueta. Aminoró la marcha aún más y le indicó con las direccionales que lo rebasara, si tanto le molestaba que bajara la velocidad. La única respuesta fue una mentada de madre con el claxon, acompañada de cinco rápidos parpadeos de aquellos foros, por si estaba sordo y necesitara ayuda visual para refrescársela a su progenitora.
Gabriel dejó escapar un gruñido y dio un volantazo a la izquierda, en una bravata que tomó la forma de intento de rebase y sacó medio cuerpo del autobús para invadir el carril contrario. Un par de faros le hicieron el cambio de luces apareciendo de pronto desde la curva en sentido contrario. De otro brusco giro del volante, Gabriel recuperó su posición dentro de aquella caravana, y no alcanzó a ver si las luces del otro vehículo eran las de un tráiler, otro autobús de pasajeros, una pipa o que. Se descubrió exhalando vaho mientras aferraba el volante y recuperaba terreno para volver a situarse a unos metros del tráiler de la placa oculta y el triángulo entre los stops. Luego miró de reojo a Miguel, sin saber que decir.
— Casi nos matas pendejo. Mira Gabo, te lo voy a decir como va: tú te metiste solo en esto. Y yo no te voy a ayudar ya.
— ¿Cómo? –Gabriel conocía hacía mucho a Miguel pero por más que se esforzaba, su mente estaba llena de borrones difusos, como las gotas aplastadas bajo los limpiaparabrisas, apenas una colección de embarradas, de las que le era imposible extraer de dónde venían, a dónde iban, que hora era y hacía cuanto estaba manejando. Por Dios, muy apenas sabía su nombre, y temió por un instante que si se pudiera ver en el espejo retrovisor, sería incapaz de reconocer su propia cara.
— A ver. ¿Ya no te acuerdas de la bronca en que te metiste hace seis meses, porque te fuiste a Juárez todo empastillado? ¿No te acuerdas del accidente? No jodas Gabo. Si hasta fuiste a ver a la niña quemada para pedirle perdón. Si le prometiste a tu madre que ya no ibas a meter chingaderas, y mira…
Gabriel no recordaba más que los largos kilómetros en medio del desierto, las dunas en algunas partes del camino, y estar sentado varias horas. Pero nada más. Sintió entonces un retortijón en la panza y el esfínter que se le aflojaba, más por nervios que por otra cosa: porque de verdad, no podía recordar nada antes de estar ahí sentado, sudando frío, en la noche, detrás de aquel tráiler que no podía rebazar, que no recordaba si había intentado rebasarlo antes de percatarse de la iluminación afuera y adentro de la cabina.
— ¿Ya te acordaste? Me imagino que sí, porque te quedaste muy serio.
— Estoy soñando. –Gabriel encontró cierto alivio en este pensamiento. Era un sueño, como esos donde la angustia de no saber a dónde llevas tu vida, te crea una metáfora en la que tú estás al volante. Por eso no recordaba a donde iba, ni de dónde venía. Era un sueño y el iba a despertar si se lo proponía. Nada de lo que hiciera importaba realmente.—Estoy soñando y cuando abra los ojos, tú vas a desaparecer. –Le dijo sonriente a Miguel.
— ¡A ver pendejo, esto no es un sueño pero abre los pinches ojos antes de que vuelvas a causar una desgracia! –En la oscuridad, Gabriel pudo imaginar el crujir de los dientes de su compañero, sosteniendo el cigarro. Y por un instante, a causa de alguna clase de efecto óptico, aquella brasa brillante en su boca pareció ser el vértice de un triángulo invertido, formado por ella y dos puntos rojos y ardientes en donde se supondría que estarían los ojos de Miguel. Gabriel apartó la mirada y volvió a sentir aquella opresión gaseosa de mierda en sus intestinos.—Yo también sueño cosas, mi Gabo… sueño que tú y yo somos amigos desde hace mucho tiempo, pero hicimos una pendejada que ofendió mucho al patrón, y nos agarramos a madrazos. Y a ti y a mí nos corrieron, nos echaron a la calle, y ni así dejábamos de pelearnos. Peleamos en medio de los gritos de nuestros compañeros, ignoramos los berridos del jefe, ni el supervisor pudo separarnos… Y caímos mi Gabo, caimos, como ruedas de luz que giran una tras otra, llenas de ojos inyectados de sangre, rabiando sin boca para decirnos cuánto nos odiamos. Y en castigo, seguimos cayendo, pero nunca llegamos al suelo, nunca terminamos de caer, lejos de su gracia…
Gabriel se percató de que en mucho tiempo, no había visto salir el humo de aquella boca, y cuando el Mike se calló y se atrevió a voltear a verlo, delgadas volutas de humo estaban escapando por su nariz y su boca, dibujando un gesto de ira contenida tras un exabrupto.
De nuevo sintió la punzada en sus intestinos, y con voz tímida rogó:– Por favor, compadre, relévame. Necesito ir allá atrás al baño, me estoy cagando.
La voz de Miguel fue un ronroneo bajo, mientras la brasa del cigarro se apagaba y una columna de ceniza desaparecía en la oscuridad:– Aguántate hasta que lleguemos. Porque será peor para ti ir sentado sobre otra más de tus cagadas monumentales, todo lo que reste del viaje.
Gabriel se guardó un sollozo amargo, y se volvió a limpiar el sudor helado de la frente. Delante de él, el triángulo luminoso de la defensa del tráiler le devolvió una mirada resplandeciente, aliviando por un instante la infinita negrura de una boca abierta sin dientes, que lo acompañaría al borde del abismo esperando para tragárselo, hasta que llegaran a su destino.
Abraham Martínez Azuara
[…] La carretera — […]
Me gustaMe gusta