«Ándale, güerito». Enrique volteo, sobresaltado y sólo vio a alguien con un uniforme blanco pasar a su lado, con el número nueve en la espalda. Enrique no sabía porqué estaba parado en medio de un estadio, aparentemente en un partido de fútbol profesional. Sólo sabía que él no era «güerito’. Trato de hacer un poco de sentido de la situación. También se preguntó por qué cuando comenzó a correr, la rodilla no le molestaba. Pero el esférico llegó a sus pies y todo mundo que practique el fútbol sabe que cuando llega la bola, se disipan las dudas. El estadio emitió un rugido ensordecedor cuando tocó el balón hacía adelante y arrancó por el centro desde el mediocampo, usando su técnica callejera de encarar directamente al contrario, fingiendo un disparo con fuerza para hacer que el rival volteara la cara, para sólo tocar el balón a la cintura del otro jugador, consiguiendo el auto-pase.
La afición coreaba su nombre, mientras el tenía flashazos en su cabeza: Un escritorio, ocho horas sentado, las cuales la mayoría se las pasaba mirando el reloj. Alguien de su equipo se aproximó por su lado derecho, acercándose a las líneas blancas del área contraria. Enrique le pasó el balón y su compañero se adentraba al marco contrario por el lado derecho, donde la defensa se ordenó, pero su compañero, sin pensarlo, le pasó el balón al número nueve. Al que le llamó güerito. El Nueve se elevó por los aires para conectar con el balón, pero en vez de desatar su furia contra el arquero, regreso el balón al centro del área, cerca del manchón penal, donde Enrique se encontraba pensando en qué carajos estaba haciendo ahí. Pero nuevamente el esférico exigió su atención. Enrique recibió el balón mientras sus dudas eran expulsadas de sus pensamientos, así como el sudor era excretado por sus poros.
El balón cayó directo en sus pies y sin tocar el suelo, lo conectó sin mucha fuerza pero con mucha elegancia. El balón se anidó en las redes y sus compañeros (sólo reconocía a algunos pocos, pero no sabía de dónde) se lanzaron sobre él, entre sonrisas y elogios. Enrique siempre había preferido el deporte en equipo por sobre cualquier otra actividad, por esto mismo: la camaradería. Quizá no, él no sabía quiénes eran estás personas, pero al portar el mismo uniforme automáticamente todos tenían un objetivo en común y hay pocas cosas que unan a la gente con tanta eficacia como un objetivo en común. Sus compañeros abandonaron el festejo y Enrique se percató de que no sabía cuál era el marcador. No importaba, a alguien podría preguntarle. Nada importaba en realidad. Los flashazos dejaron de interrumpir su concentración y finalmente estaba enfocado en el partido. Enrique vio a alguien de pie, confundido y desubicado, mientras tomaba su lugar. Por supuesto, no sabía quién era. Pero portaba su uniforme. En cualquier otro lado, era lo correcto ayudar. Pero en este lugar, era su obligación. Cuando el árbitro silbó el saque de meta de los rivales, Enrique corrió hacia el compañero confundido, que estaba parado en la banda izquierda. Cuando se emparejó con el, a sus espaldas, le gritó «Ándale, güerito». El estadio seguía coreando su nombre. Ya no le importaba saber ni qué minuto era. Sólo esperaba que el partido fuera empezando.
Javo Monzón