Desperté tirado en el suelo de la nave. Mientras recuraba la visión, solo veía las sombras del resto de los miembros de la tripulación intentado impulsarse por los pasillos, intentando flotar torpemente. En la baja gravedad de Europa no es tan fácil correr, pensé. Entonces la alarma me regresó el sentido de urgencia y recordé el golpe que me había desvanecido.
Estaba en el submarino espacial SSM-5, la nave más avanzada del Sistema Solar, capaz de soportar la radiación del espacio y las presiones del océano interior de Europa. Después de meses de viaje desde Marte, hace tres días atravesó la capa de hielo de cien kilómetros de espesor a través de un volcán activo que produjo el suficiente calor para poder atravesarlo.
Esa maravilla tecnológica había fallado y me encontraba aturdido en el suelo. Me levanté y me impulsé con torpeza, justo como los compañeros que había visto sólo unos minutos antes. La gravedad aquí es poco más de un décimo que el de la tierra, suficiente para mantener una sensación de dirección pero no tanto como dar tracción a los pies. Entonces vi a mi compañero en el área de mantenimiento que avanzaba delante de mí, era el último que veía. Era probable que se haya quedado para intentar solucionar el problema, pero no había manera que tuviera el tiempo suficiente para alcanzar alguna de las cápsulas de escape. Eran menos de las que se necesitaban para toda la tripulación; en nuestra nave nodriza el capitán decidió llevar más gente de la necesaria para no hacer varios viajes. Ahora, quizás ya todos se fueron y tal vez alguna alma caritativa nos había dejado una cápsula de escape, que quizá fuera lo suficiente para los dos, pero no lo creo, él ni siquiera estaba viendo hacia atrás. Hacia mí.
Me estaba ganando distancia. Tomé el martillo de mi cinturón de herramientas y lo arrojé con todas mis fuerzas. El ímpetu que llevaba hizo que se dirigiera justo hacia su cabeza. Perdió el equilibrio, su mano resbaló del pasamanos y se estrelló contra la pared. El sonido de su cuello quebrándose se coló a mis oídos entre uno de los pocos silencios de la alarma.
No lo maté, me dije al pasar junto al cadáver, de seguro era el traidor. No había manera que el SSM-5 hubiera fallado sin la intervención de algún enemigo. El mensaje “TODOS LOS MUNDOS SON SUYOS EXCEPTO EUROPA” estuvo apareciendo en las pantallas de la nave poco después de salir de la órbita de la Tierra. Era una broma de mal gusto que pronto se convirtió en una anécdota y chiste compartido. No había manera que una mano humana no hubiera intervenido en este desastre.
Llegué a la sala de cápsulas de escape y allí seguía el capitán contemplando la inmensidad del océano interior sobre un techo de hielo infinito, todo a través de las ventanas vacías donde solían estar las cápsulas de escape. La luz del taladro termal era lo único que iluminaba cada vez más la inmensidad. Señal que estaba aumentando la temperatura y pronto destruiría todo el submarino.
—Ya no hay nadie más, capitán. Vámonos.
—Falta Johnson.
—Era un traidor, no hace falta.
—Él no pudo ser el traidor, ¿qué le pasó?
Un crujido terrible interrumpió nuestra conversación. No tenía tiempo de estar hablando.
—Hágase a un lado, capitán —le dije.
—¿Ahora tú das las órdenes?
—¡No voy a morir aquí!
El capitán sacó un arma y la apuntó hacia mí. Entonces comprendí lo que había pasado y sólo pude balbucear —Si Johnson no pudo ser el traidor, entonces fue usted.
—Por supuesto. ¿Qué le pasó?
—Lo maté.
—Bien, me ahorraste pensar en una excusa. Ahora serás recordado como el traidor que destruyó la misión más importante del Sistema Solar. Adiós.
—¿No se supone que un capitán se hunde con su barco?
Sonrió como respuesta. El sonido de un disparo se confundió con un nuevo crujido del casco del submarino. La nave se había partido completamente. Pero ya no me importó por dos razones, la primera fue la herida de bala en mi pecho y la segunda fue el enorme ojo que nos veía a través de las ventanas.
José Jesús Talamantes