El final
Esa tarde de domingo, Cortez había puesto un canal de deportes en el Sky para esperar a que su esposa se durmiera. Cuando lo consiguió se paró de la cama y fue hasta el clóset para abrir la caja fuerte. Extrajo el portafolios de piel negra y bajó las escaleras. Salvo por su esposa, la casa estaba vacía porque las niñas habían ido a una fiesta en una alberca. Bajó las escaleras. Abrió el congelador para sacar el Don Julio para darle un trago. Pensó que había abierto un portal a la Antártida. Tomó de la botella y apretó los ojos y vio un fondo blanco. Luego la guardó y se fue para la sala. Agarró las llaves del perchero junto a la puerta principal y el control del portón eléctrico. Se desabotonó y se metió el portafolios bajo la camisa. Presionó el botón y salió caminando mientras volvía a cerrarse los botones. Llegó hasta la avenida donde pidió un Uber. Mientras esperaba le envió a su esposa un WhatsApp para decirle que había surgido un imprevisto en la sucursal de Escobedo. Se subió. Le pidió al conductor que lo dejara en la entrada del fraccionamiento. Se fue caminando. Llegó a la casa de la calle Da Vinci. Abrió la puerta con su llave y con el contenido rígido del portafolios rompió la cadena del pasador. Estaba prendido el clima, por eso no lo escucharon. Subió las escaleras y abrió la puerta sin llave. Los encontró. Eran un mismo ser que se dividió en dos. Alejandra se quedó mirando al techo y Pedro lo veía a él. Cortez ya tenía la pistola en la mano.
¿Qué pasó, Pedro?
Pedro no contestó con palabras. Agarró una almohada para cubrirse la erección y se quiso parar para ponerse los pantalones pero Cortez le apuntó y mejor se regresó a donde estaba, sin quitarse la almohada de la entrepierna.
Lo de mi esposa. No es problema. Si yo lo hice, ¿por qué ella no? ¿Pero esto?
Compadre…
Nada.
Cortez lo miraba con ojos que no expresaban ni un pensamiento.
«Sólo dios conoce el valor de las cosas, los hombres conocemos su precio. El precio de la traición es la deshonra, el de la complicidad en la traición, el miedo a ser traicionado» Le dijo a Alejandra viéndola cómo miraba para arriba. Había venido pensando la frase todo el camino pero a la mera hora la voz se le quebró y no salió como se había imaginado. Aquello no era una película.
¿Qué va a pasar con mis hijos? Dijo Pedro. Con una tranquilidad pasmosa.
Nada. No te preocupes por eso, yo me voy a encargar de que tengan el mismo destino que mis hijas.
No, compadre. Pérame, no me mates…
Pero Cortez vació la recámara de la pistola, viendo cómo la reverberación de las detonaciones en sus pestañas le hacían visualizar un fondo blanco. E hizo que Pedro se le adelantara en el camino. Alejandra se paró para meterse corriendo al baño pero Cortez le gritó.
¡Espérate! A ti no te voy a hacer nada. Nada más vete y nunca vuelvas.
Alejandra siguió de pie, apretando con los puños la sábana que arrastraba hasta el suelo para cubrirse. Como pudo recogió su ropa y de todas maneras entró en el baño para cambiarse. Salió. Caminó directo a la puerta de la recámara y volvió a salir. Cortez se asomaba por la ventana dejando que el sol le calentara la cara, viendo en su reflejo desenfocado otro fondo blanco. Unos segundos después, Alejandra regresó por su celular y se volvió a ir. Esta vez para siempre. Cortez la vio caminando sobre el asfalto como un espejismo de otro tiempo, irrecuperable.
Cuando el comandante llegó, el calor era tan intenso que hasta la luna parecía sudar sobre el cerro de las Mitras. Cortez lo esperó en la banqueta. En el estéreo del auto lujoso del ministerial los Cadetes de Linares cantaban sobre las palabras de un viejo en que tres hermanos pensaban. Como todos los policías en México, su apariencia era la de alguien en quien no se podía confiar. El comandante le preguntó a Cortez la ubicación de la escena. Fue solo, dejando a su pareja en el auto. Entró y salió.
Pues no te va a salir barato, licenciado.
¿Cuánto?
Lo que te dije y otro tanto más.
Dale.
Ta bueno, ta bueno… ¡Chacuaco!
El comandante se dirigió a su pareja, quien se apeó del coche.
Vente. Tráete unas cocas y productos de limpieza, ya sabes de cuáles. Y la lona también. ¿Tú quieres algo, licenciado? Bueno. Pero búllele porque está haciendo mucho calor. Ya prendí el clima como quiera.
Por recomendaciones del comandante se fueron por una vía indirecta a Tampico para evitar encontrarse con militares. De ahí se fueron siguiendo los márgenes del río de Reynosa hasta Laredo. Cortez había insistido en ir porque quería cerciorarse de que se hiciera bien el trabajo. En la cajuela llevaban el cuerpo envuelto en una lona adentro de una hielera y un maletín marca Nike para el gimnasio con todo el efectivo. Era muchísimo dinero, más del que incluso los Cortez podían permitirse pagar, pero él iba a decirle a su esposa que había tenido que liquidar una deuda de juego o lo podían matar, ni modo. Llegaron al lugar. Era un cementerio.
Aquí hay un cuidador que es tío del Chimuelo, uno de mis muchachos. Ese nos da chanza de enterrarlos en cualquier tumba y nadie los encuentra.
Creí que lo íbamos a cocinar.
No. Eso ya no se hace porque te rastrean por los materiales. Es más efectivo así.
El vehículo se adentró en el camposanto levantando polvo mientras Valentín Elizalde le cantaba a una muchacha guapa que estaba sembrando papa. El comandante le bajó a la música. Los venía siguiendo una camioneta de redilas con tres muchachos adelante y tres en la caja. Bajó su ventanilla para hacerles una seña y chiflarles. Les dijo que era más adelante. Se detuvieron. Cortez y él se apearon, un sol radiactivo calentaba las piedras de las tumbas y la luz blanca los encegueció y le tierra hizo que les ardieran los ojos. El comandante caminó hasta donde estaba un decrépito esqueleto viviente quemado por los años que usaba sombrero vaquero y bigote de zapatista quien le señaló con la cabeza unas lápidas. Se regresó y le habló a su gente.
A ver, changos, jálense. En cualquiera de aquellas dice Don Pedrito.
Las señaló con el dedo y se volteó con Cortez.
No pongas así la cara, licenciado.
No la pongo, así la tengo. ¿No hubiera estado mejor venir de noche?
No, parecemos más sospechosos.
Los muchachos bajaron las palas y el pico de la troca y le pidieron al comandante las llaves para sacar de la cajuela el cuerpo que cuando lo cargaron iba escurriendo gotas de agua que desaparecían en el fango endurecido por la resequedad. Empezaron a abrir el hueco. Mientras lo hacían a Cortez también le parecieron espejismos de otros tiempos, también irrecuperables. Por fin iban a echar el cadáver a la tierra cuando el comandante les dijo que le quitaran la lona y la ropa para que se descompusiera más rápido y así fuera más difícil identificarlo. Así lo hicieron. Don Pedrito los observaba desde la sombra de un mezquite. Cuando por fin dejaron el cuerpo como el día que nació, Don Pedrito empezó a caminar lento, como perdonando el viento que se levantó de repente. Vio el rostro del difunto, se quitó el sombrero y empezó a sollozar. Luego habló con la voz de una trompeta desafinada.
Este es mijo. ¡Este es mijo Pedro! Me lo mataron, cabrones. ¿Quién me lo mató? ¡¿Quién de ustedes fue?!
Y Don Pedrito extrajo la pistola de la parte trasera del pantalón de uno de los muchachos y siguió gritando incoherencias apuntando a todos cuando el comandante le disparó en el pecho. El cuerpo de Don Pedrito cayó sobre el de Pedro pero del impulso que llevaba los cuerpos se separaron y el de Don Pedrito cayó todavía más, en el hueco recién excavado con los ojos muertos viendo hacia el cielo vacío. Uno de los muchachos sacó su pistola.
¡Pérate, pérate, Chimuelo! No vayas a hacer una pendejada…
Pero el Chimuelo no era ningún pendejo e hizo que el comandante se tragara una bala sin que le pasara por la boca atravesándole el pescuezo para que ya no le salieran palabras sino que vomitara sangre. Cortez veía la escena sin entender. Cayó en la cuenta de que a pesar de tantos años de amistad nunca había sabido quién era el papá de Pedro, hasta donde sabía Doña Celia siempre había vivido sola, pero asimiló que por mucho que pueda uno conocer a alguien nunca termina de conocerlo del todo y pensó que hay misterios que son el eslabón de una cadena de misterios cuando su cerebro dejó de pensar porque fue traspasado de parte a parte por una bala de nueve milímetros.
El cuento de nunca acabar
Algunos meses después los hermanos Pedro Alberto y Pedro Antonio pensaron que podían matar dos pájaros de un tiro si secuestraban a las gemelas Cortez. Cobrarían buen dinero y vengarían a su padre. No se pusieron de acuerdo en la cantidad que debían pedir de rescate. Pedro Antonio decía que tenían que exigir un monto que a Pedro Alberto le parecía que era risible porque ni los Cortez lo podrían pagar. Pero Pedro Antonio que había nacido unos minutos delante de su gemelo siempre se imponía. Así que cuando consumaron el rapto pidieron la cantidad risible y de la angustia de no poder reunir esa suma la viuda de Cortez enfermó y murió. Algo del corazón. Sin nadie más a quién cobrarle y con la policía fuera del asunto los hijos de Pedro tuvieron que decidir el destino de las hermanas. Pero en un arrebato de una borrachera Pedro Alberto le reclamó a Pedro Antonio que por su culpa se había arruinado el negocio y lo quiso matar sólo que Pedro Antonio se le adelantó. Así las cosas. Pedro Antonio derramó sangre de su sangre y solo, sin su hermano, le arrebató la vida a las gemelas. Nunca se arrepintió de nada. Y un año después a él también lo mataron, cuando quiso asaltar un 7-Eleven en El Paso por una cajetilla de cigarros Tokio Nights. Hubo protestas por ese claro ejemplo de brutalidad policíaca.
Vuelve a empezar
Así, Sólo Maca y Juani se salvaron porque el sábado del secuestro estaban gozando de su tarde libre. La casa de la calle Da Vinci quedó vacía cuando el banco embargó los gimnasios los Alcos Gym para cobrar el resto de la hipoteca y otros préstamos por vehículos y demás bienes raíces que la empresa había adquirido. Lo mismo con la residencia de los Cortez que quedó intestada. Al igual que la casa de Doña Celia que se murió de puro coraje por lo que le pasó a su hijo y a sus nietos en parte debido al infeliz que nunca vio por ellos y a otro infeliz que siempre los procuró. Al poco tiempo los gimnasios administrados con menos amor por el banco quebraron, se fueron rematando y muchos de los pisos aún están en venta pero siguen vacíos porque las zonas se devaluaron y porque unos vacíos engendran otros.
Isidro Morales