La casa vacía – 3 de 4

La mente de Cortez

Nadie estaba obligado a nada. Cortez estaba demasiado viejo para usar condón, lo decía desde el día de su boda. Nunca tuvo miedo de enfermedades porque buscaba mujeres tranquilas, ni de embarazos porque practicaba el coitus interruptus. Era consciente de que lo que hacía no podía hacerlo de un modo abierto, por eso era cuidadoso y sabía esperar. Él les compartía momentos de deleite y era respetuoso, ellas le correspondían. Cada uno ayudaba como podía, pero sobre todo, cada uno se dejaba ayudar como quería. Nadie puede comprar amor, les decía siempre incluso a ellas, sólo tiempo. Antes de Alejandra, a la única a la que hubiera querido ponerle casa ya la tenía y no era suya sino de su marido. Todas las demás fueron triunfos, le regalaban paz como él les daba cosas y palabras de adulación, pero nunca quiso trasmitir la imagen de un obsesivo y las relaciones llegaban a su término sin que conocieran jamás una cara poco amable de su espíritu. Y aunque él se decía que era fuerte, escéptico de las cicatrices internas, esa paz por la que luchaba no provenía tanto de ellas como de la certeza de saber que iba a morir tras haber gozado de tantos placeres como hubiera tenido a su alcance, habiendo extendido tanto como fuera posible el tiempo para disfrutarlos. Aun así, siempre deseó tener un deseo incumplido para nunca dejar de tener algo por que luchar. Las mujeres y el alcohol le apasionaban, y en unas como en lo otro buscaba el equilibrio. Sólo dios conoce el verdadero valor de las cosas, los hombres conocemos su precio, era otro de sus aforismos. Y todos, pensaba también, tenían uno, que rara vez era tan simple como el dinero. A veces estaban a su alcance, a veces no, ni modo. Su buen ánimo permanente era la mejor de sus inversiones porque le permitía pagar compras a futuro. Así fue cuando la conoció. Sabía que Pedro había contratado a Alejandra pensando en él y no por su experiencia como instructora. No la tenía. Se ofrecieron a capacitarla y el reconocimiento mutuo fue instantáneo. La siguiente conquista de Cortez, esa morena volcánica, arrojada, que hablaba fuerte, alta, con unas nalgas afrodisíacas que imantaban multitudes, lo curó de su vacío por la ruptura con la casada en cuanto percibió la vibración de su presencia en la sucursal de Leones. Ya había llamado su atención desde la foto en el currículo al revisar las contrataciones recientes, por eso hizo la visita. Y aunque disfrutaba el ejercicio de comparar las virtudes de su buen ojo contra las de su imaginación, siempre supuso que enamorarse de una foto era fabricarse expectativas. Se decía a sí mismo que le gustaba lo real, lo que dadas las circunstancias podía ser tocado. Y no es que Cortez desdeñara los signos que nos preparan para el contacto, el anuncio de un ejército que se acerca, las nubes en el horizonte hinchadas de lluvia, sino que era el camino, la secuencia que nos conduce hasta esa gloria final, lo que él estaba convencido que lo conmovía. Era hacer cosas y no soñarlas lo que le hacía levantarse todos los días tan temprano. Nada más llegar ese sábado en la tarde la vio haciendo los abdominales a toda velocidad, y sus ejercicios de pecho con la voluntad de un imperio en las lecciones para los clientes lo deslumbraron. Alejandra contagiaba energía, eran notorios sus deseos por destacar. Cortez nunca había identificado esa electricidad en la risa de las anteriores, ese fuego en los movimientos de sus manos. Pero sobre todas sus inflamables características destacaba el hambre de sus ojos. Cortez se regocijó en secreto cuando aceptó su invitación a cenar. La primera vez que hablaron le pareció que estaba ante un ejemplar de regia de pura sangre, su acento era el manto cuyas ondulaciones rojas lo hechizaban. Fueron a una marisquería en el balcón de un edificio, escucharon bachata y salsa y Cortez vio que la ciudad era un océano nocturno a gran distancia bajo sus pies, de olas que habían quedado petrificadas por su osadía de intentar alcanzar las estrellas, habitado por miles de naves acuáticas de luz. No pasó mucho para que terminaran en la cama. La primera vez que yacieron, él encima, sus omoplatos exprimidos por los dedos de ella, le pidió que terminara.

Vente adentro, tengo el dispositivo.

Le dijo, antes de aferrarlo con las pantorrillas, tocándose nariz con nariz. Cortez contrajo los ojos y vio un fondo blanco. Se repitieron, en todas las posturas imaginables a lo largo de muchos días hasta que se decidió a ponerle casa. No fue sólo que se haya enganchado con ella, sino que la razón por la cual encubrió la hipoteca entre los pasivos de le empresa fue porque Alejandra tenía la cualidad de ser una promesa. A Cortez le parecía que los moteles con sus jabones benevolentes empañaban la carnalidad del amor. Darle a alguien una casa no era comprometer su voluntad, era capturar su espacio, sólido cuando estaba presente la virginidad de un edificio recién construido, transparente ante el vacío de lo que ha sido habitado. Y esa posibilidad se fundía con la certeza que era la máxima aspiración en la vida de Cortez, la del expansionismo de su propio goce. Para él, una buena casa se debía a su añejamiento, quien vive en ella la adapta a sus ritmos, le imprime lo irrepetible de su personalidad. Las visitas de Cortez a la casa en la calle Da Vinci cuando Alejandra salía eran la expresión limítrofe de ese placer que buscaba dilatar. Ver las pertenencias de ella sin alterarlas cuando no estaba presente le permitía a él habitar el cuerpo de una presencia invisible. Oler el almizcle en los huecos de sus tenis sudados cuando permanecían estáticos desde una distancia devota, torcer con ligereza el cuello para aspirar la fragancia en el cesto de su ropa sucia tan diferente a su perfume, saborear en el paladar el elixir que brotaba del epicentro de su feminidad como un suave barniz sobre los ángulos rectos de los muros, contemplar la disposición de sus cosas más personales acercándoles la cara, ver y respirar sus sábanas usadas aun en la cama sin revolverlas, la posición como había caído la ropa que se iba quitando, imaginando la trayectoria de su cuerpo que desechaba esas otras capas de piel, los movimientos de su danza del día a día, reprimiendo el deseo de alterar el escenario de la vida de Alejandra, de ella y de nadie más. En la intimidad de sus propias conclusiones, Cortez entendía que una buena casa también requiere equilibrio. Ni insípida como un hospital, ni demasiado sucia, sino un desorden auténtico, secuenciado en el tiempo, que valía cada segundo de espera hasta estar lista para ser disfrutada. Un lugar donde de verdad se podía vivir. Como relacionarse con una mujer que ha estado casada, a la que ya no hay que impresionar esforzándose en el papel de un caballero perfecto propio de los adolescentes, pero lo bastante joven para que el conocimiento de todos los finales no le haya traído la amargura de la desilusión. O unos zapatos nuevos que al principio son rígidos pero después los pies olvidan que los llevan puestos. Para Cortez toda acción tenía su tiempo porque cada cosa tenía su lugar. La preparación de la relación que comenzaba, todas las anteriores que lo prepararon para esa, la relación con Alejandra, la incubación de ella en su hábitat hasta dejarlo listo para él como el ruiseñor hace con su nido, la revelación de esa belleza en las dosis precisas de cotidianidad, en un bote de spray para el cabello con la tapa extraviada recostado en el buró, en una almohada con saliva seca, en las partículas de ceniza de cigarro en la esquina de una mesa, el cepillo de dientes usado o la parafernalia de artículos de maquillaje dispersos como piezas de un ajedrez extraterrestre sobre el lavabo frente al espejo del baño. Los días en que Alejandra no estaba Cortez despedía a Pedro para disfrutar de esa casa y regresaba más tarde por su cuenta a la otra con su familia. Alejandra nunca cerraba su sesión de Facebook y Cortez había aprendido que su corazón latía con más fuerza al ir más lejos en sus contemplaciones, leyendo las conversaciones en que ella se dejaba seducir por otros hombres. La presencia invisible poseyendo otro cuerpo y conociendo el contenido de su mente. Cuando Alejandra salía o se sumergía entre burbujas en la tina de baño, él leía cómo esos hombres le hablaban y la invitaban a salir, cómo ella dejaba en visto a la mayoría y aceptaba las propuestas de muy pocos, a veces los mismos días en que le decía a Cortez que iba con sus amigas y él leía lo que se decían antes de encontrarse cara a cara o tras despedirse en tiempo real y lo que habían hecho en su cita, lo bien que había estado ella usando la boca o como jinete en su propia carrera por el trofeo del amor. Supo que había viajado a Ixtapa Zihuatanejo con uno, una de las ocasiones en que le dijo a Cortez que había ido a ver a su familia. Él veía las imágenes que ella les mandaba de su cuerpo desnudo o posando para ellos en ropa interior y las de los miembros viriles que recibía de ellos. Se deleitaba en las técnicas fallidas de muchos para llamar su atención, en ver cómo entre sus miles de contactos y seguidores la mayoría fracasaban porque seguían la senda segura de disimular las intenciones que sin ninguna duda todos tenían de poseerla o porque eran incapaces de contenerlas enviando esas fotos de vergas risibles. El error siempre en los extremos. Admiraba cómo los más astutos la enganchaban con frases rápidas y directas y la adulaban como hacía él, sabiendo que el atractivo de aquellos hombres dependía menos de un abdomen de acero o del dinero que tenían como de alcanzar también el equilibrio. Pero lo que más le gustaba era enterarse de secretos que no le había confiado. De aficiones intelectuales que Cortez no hubiera apostado en ella, libros que había leído, películas sofisticadas que le gustaban. De los tríos en los que había participado, de sus experiencias con mujeres, de cuántas veces lo había hecho a cambio de dinero. Y él hizo muchas veces el amor con ella pensando en eso, hasta que tras tantas ocasiones en que sus cuerpos se separaban y se quedaban mirando el techo imitando el cielo blanco del exterior, en Cortez comenzó a multiplicarse la sensación de ser un náufrago. Por eso se sintió atraído por la idea de invitar a Pedro. Y desde la primera vez que hizo que estuviera con él para poder contemplarlos Cortez buscaba cada vez más que esos sábados Pedro subiera a la recámara con ellos. Los observaba a veces fumando desde una esquina o caminaba con las manos en la espalda para darle la vuelta a la cama y apreciar desde otro ángulo los detalles. Pedro conseguía que Alejandra mojara las sábanas en explosiones asombrosas, la estrujaba como una muñeca entre sus puños y ella golpeaba el colchón igual que una atleta de lucha grecorromana que se estaba rindiendo. Una sola vez Alejandra le pidió que se les uniera, mirándolo con los ojos de vidrio en la cabeza de un animal domeñado por el éxtasis, con la sangre al borde de la piel, los muslos enrojecidos por las nalgadas. Un mártir que ha estado días caminando en el desierto sin agua ni comida de una tarde interminable. Y Cortez supo lo que significaba compartirla.

(Continuará)

Isidro Morales

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